La última obra de George Steiner se titula Lecciones de los maestros —Siruela, Madrid, 200 —. Se trata de una reflexión sobre una dualidad que acompaña a la recepción de la tradición y de la cultura: la formada por el maestro y el discípulo. Lo que en principio se presenta como un ensayo de corte histórico va dando pie, en especial durante los primeros capítulos, a consideraciones muy pertinentes sobre el hermoso arte de enseñar.
Como es lógico, el camino empieza con los griegos, y enseguida se centra en la posición de la sofística, la escuela en la que se dio por primera vez de un modo sistemático la presencia del maestro, la docencia como modo de vida y fuente de transmisión. Con los sofistas, como ya denunciaba Platón por boca de Sócrates, aparece el peligro de la corrupción: quien cobra por enseñar, ¿será capaz de seguir siendo independiente en la exposición de sus conocimientos, o acabará adaptando lo que dice a la complacencia inmediata de sus oyentes, es decir, de quienes le pagan? «¿Cómo es posible pagar por la transmisión de sabiduría, de conocimiento, de doctrina ética o de axiomas lógicos? ¿Qué equivalencia monetaria o patrón de cambio se puede establecer entre la sagacidad humana y la entrega de la verdad, por una parte, y unos honorarios en metálico, por otra?» (p. 23). Parece contradictorio que el maestro, iluminador del camino del discípulo, le pueda presentar factura. Eso es degradante, es risible.
Señala Steiner que quizás haya que matizar: en el campo de las artes, de las artesanías, de los saberes técnicos, tiene sentido cobrar por enseñar, pues a fin de cuentas lo que se trata es de dotar de las destrezas precisas para ejercitar un oficio, un modo de desenvolverse en la vida, en el mundo del trabajo, mercado, negocio. Puede ocurrir así con la matemática aplicada, con la ejecución musical, aunque quizás no con su composición (¿escribió Bach lo que compuso por ser un asalariado? ¿Mozart para llenar un puchero? Parece que no).
No sucede así en cambio con el material filosófico, ético o cognitivo. ¿Qué vale la reflexión kantiana sobre la síntesis a priori o la doctrina aristotélica del motor inmóvil? Cuando vemos a Wittgenstein alejarse camino de su cabaña noruega podemos intuir que la actividad del auténtico filósofo no tiene nada que ver con los índices de impacto de las revistas científicas, ni con la aplicación práctica (la patente) de (a modo de ejemplo) las investigaciones filosóficas. Aunque también se puede suponer que si no cobran es porque no lo necesitan, por estar cubiertos por el mecenazgo, por una institución que cuida de ellos, por la fortuna familiar (Steiner cita bajo este supuesto a Schopenhauer).
Los hombres normales dependen en cambio de la mensualidad de la nómina, y por lo tanto deben enseñar bien en una universidad (con lo que supone de trabajo académico que asegura que se valore la propia tarea aunque suponga «renunciar al árbol verde de la vida»), bien en una escuela secundaria (impartiendo materias que no son las suyas, que no les interesan; con la atención puesta más en la disciplina que en el cultivo de la verdad; con la decepción repetida ante la apatía del alumnado o la violencia). De algo hay que vivir, aunque, ¿no supone la presencia de esa necesidad una traición al significado esencial de la tarea que se tiene entre manos?
En este punto Steiner muestra toda la brillantez de su percepción sobre la labor del educador: «La auténtica enseñanza es una vocación. Es una llamada». El maestro es, en tantas tradiciones, alguien que merece ser venerado, porque en sus manos está la capacidad de entregar a la siguiente generación un testimonio lleno de sentido. De ese modo, el maestro es tal no en virtud de un contrato o de un sueldo, sino por una verdadera vocación que, como el profeta, responde a la citación con un «¿Por qué me llamas, qué quieres que haga?» (p. 25), y que a menudo se interpreta como un peso, invariablemente como un gran encargo.
Ahora bien, el don supone responsabilidad: hay que hacer fructificar los propios talentos, más en la medida en que han sido recibidos no para el enaltecimiento propio sino con el fin de mejorar lo que nos rodea. En ese sentido se puede decir que un verdadero profesor ha tomado unos votos, ha ejecutado un juramento hipocrático, que le hace responsable de quienes pasen por su aula, por sus manos (como el alfarero forma el barro, él da formación a los alumnos), sin poder conformarse con las barreras propias de los horarios, convenios, rutinas y sueldos. ¿Decir esto es idealismo? Probablemente, pero esta vez avalado por Steiner (y por Sócrates, Platón, Séneca… hasta nuestros días). «Enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o de un adulto. U n maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir» (p. 26).
A la contra, el falso maestro lleva a cabo una tarea devastadora, como la lleva la reducción utilitarista del saber (hacer cosas, ¿comprenderlas?, ¿comprenderse?), la mediocridad de miras o la desesperanza porque se supone que del mundo nada se puede cambiar, que así de mal está todo, y se piensa que llenar de ilusiones de conocimiento la cabeza de los jóvenes lleva a una corrupción mayor que la que consigue la presencia cotidiana de lo erótico, de lo gris, de la violencia. «La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafóricamente, un pecado. Disminuye al alumno, reduce a la gris inanidad el motivo que se presenta. Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío. Millones de personas han matado las matemáticas, la poesía, el pensamiento lógico con una enseñanza muerta y con la vengativa mediocridad, acaso subconsciente, de unos pedagogos frustrados» (p. 26).
Lo desalentador del caso podría ser constatar cómo esta situación es lo corriente, la norma de conducta. Quizás haya más artistas geniales que maestros, que buenos profesores. Encima los primeros pueden llegar a contar con el reconocimiento de la sociedad, del mercado (centenario de Mozart, de Cervantes, Chaplin o Picasso). Los segundos realizan en cambio una tarea en la que no cae en la cuenta casi nadie: los padres quieren conocer las notas medias, no lo que han aprendido sus hijos; los adolescentes aceptan como debido a ellos, como algo natural, cualquier servicio, incluso el lujo impagable de la enseñanza viva; los colegas no es raro que se dejen llevar por la envidia o la murmuración; en fin, el mismo profesor cae en la apatía cansada de quien lleva demasiados años experimentando que se encuentra solo, o por su calidad docente le viene como reconocimiento el mayor de los horrores, un cargo de gestión o directivo, que le aparta de la tarea en la que precisamente había alcanzado esa infrecuente excelencia.
Steiner no es optimista, si bien sabemos que no se aleja de la realidad: «La mayoría de aquellos a quienes confiamos a nuestros hijos en la enseñanza secundaria, a quienes acudimos en busca de guía y ejemplo, son unos sepultureros más o menos afables» (p. 27). No tienen pasión, no la transmiten, no la pretenden. Prefieren compartir la mediocridad, «no «abren Delfos» sino que lo cierran».
Y sin embargo hay excepciones, y resulta que escondidos profesores o profesoras de enseñanzas medias, una promoción tras otra (aunque a veces el fracaso pueda ser total) logran que alguno de los muchachos o muchachas que pasan por sus manos despierten al don que poseen, que duerme en ellos. U n maestro es aquel «que pone una obsesión en el camino de sus alumnos», logrando transmitir la invitación a que piensen por sí mismos, a que afronten de verdad la vida desde la perspectiva de una personalidad propia, no masificada, «prestándoles un libro, quedándose después de clase, dispuestos a que vayan a buscarlos» y, yo añado, decididos a ir en su busca.
En esta perspectiva la enseñanza se convierte en una vocación, en una realidad hermosa. Y la presencia de estas ideas basta para agradecer a George Steiner la publicación de su libro.