Tiempo de lectura: 26 min.

Señor ministro de Estado, señorías, señoras ministras, señoras, señores parlamentarios, señor nuncio, señoras y señores embajadores, señoras y señores responsables de los cultos, monseñor, damas y caballeros.

Le agradezco mucho, monseñor, y agradezco a la Conferencia Episcopal de Francia esta invitación a expresarme aquí esta noche, en este lugar tan especial y hermoso del Colegio de los Bernardinos, a cuyos responsables quiero dar las gracias.

Para encontrarnos aquí esta noche, monseñor, usted y yo hemos desafiado a los escépticos de ambos lados. Y si lo hemos hecho ha sido sin duda porque compartimos confusamente el sentimiento de que el vínculo entre la Iglesia y el Estado se ha deteriorado y que nos interesa repararlo tanto a usted como a mí. Para ello no hay otro medio más que un diálogo sincero.

Este diálogo es indispensable. Si tuviera que resumir mi punto de vista diría que una Iglesia que intentara desentenderse de las cuestiones temporales no respondería al fin de su vocación y que un presidente de la República que pretendiera desentenderse de la Iglesia y de los católicos faltaría a su deber.

El ejemplo del coronel Beltrame, con el que usted ha concluido su discurso, ilustra este punto de vista de una manera que me parece esclarecedora. Muchos, a lo largo del trágico día del 23 de marzo, buscaron identificar las fuentes secretas de su gesto heroico: algunos vieron en este gesto la aceptación del sacrificio arraigado en su vocación militar; otros la manifestación de una fidelidad republicana nutrida por su recorrido masónico; finalmente otros, y especialmente su esposa, interpretaron este acto como la traducción de su ardiente fe católica preparada para la prueba suprema de la muerte. Estas dimensiones en realidad están tan entrelazadas que resulta imposible desentrañarlas, y es incluso inútil intentarlo, pues esta conducta heroica es la verdad de un hombre expuesta en toda su complejidad.

Pero en este país de Francia que no sabe manejar bien su desconfianza respecto de las religiones, no he oído una sola voz que se haya levantado para protestar contra esta evidencia grabada en el corazón de nuestro imaginario colectivo y que es la siguiente: cuando llega la hora de la verdad, cuando la prueba nos conmina a reunir todos los recursos que uno tiene al servicio de Francia, la parte del ciudadano y la parte del católico arden, en el creyente convencido, en una sola llama.

Estoy convencido de que los vínculos más indestructibles entre la nación francesa y el catolicismo se forjaron en aquellos momentos en los que se demostró el valor real de hombres y mujeres. No es necesario remontarse a los constructores de catedrales y a Juana de Arco: la historia reciente nos ofrece mil ejemplos, desde la Unión Sagrada de 1914 hasta la resistencia de los años 40, desde los Justos a los refundadores de la República, desde los Padres de Europa hasta los inventores del sindicalismo moderno, desde la gravedad muy decorosa que siguió al asesinato del padre Hamel a la muerte del coronel Beltrame; sí, Francia se vio fortalecida por el compromiso de los católicos.

No me equivoco cuando digo esto. Si los católicos quisieron servir y engrandecer a Francia, si aceptaron morir, no fue solo en nombre de ideales humanistas. No fue solo en nombre de una moral judeocristiana secularizada. Fue también porque lo hicieron impulsados por su fe en Dios y por su práctica religiosa. Algunos podrán considerar que tales propósitos entran en conflicto con el laicismo. Pero después de todo, también nosotros contamos con mártires y héroes de todas las confesiones y nuestra historia reciente así lo muestra, incluidos ateos, que encontraron en el fondo de su moral las fuentes para un sacrificio completo. Reconocer a unos no es desmerecer a los otros, y considero que ciertamente la laicidad no tiene como función negar lo espiritual en nombre de lo temporal, ni desarraigar de nuestras sociedades la parte sagrada que nutre a tantos de nuestros conciudadanos.

El peligro de la indiferencia

Como jefe de Estado soy garante de la libertad de creer y de no creer, pero no soy ni el inventor ni el promotor de una religión de Estado que sustituya la trascendencia divina por un credo republicano.

Cegarme voluntariamente a la dimensión espiritual que los católicos otorgan a su vida moral, intelectual, familiar, profesional y social sería condenarme a tener una visión parcial de Francia; sería desconocer el país, su historia, sus ciudadanos. Mostrando indiferencia dejaría de lado mi misión; lo mismo ocurriría con el resto de confesiones de nuestro país. Porque no soy indiferente me doy cuenta hasta qué punto el camino que Estado e Iglesia comparten desde hace tanto tiempo está hoy sembrado de malentendidos y desconfianza mutuos.

Ciertamente no es la primera vez en nuestra historia. Está en la naturaleza de la Iglesia cuestionar constantemente su relación con la política. Es la duda perfectamente descrita por Marrou en su teología de la historia: en la historia de Francia se han sucedido momentos en los que la Iglesia se instalaba en el corazón de la ciudad con momentos en los que acampó extramuros.

Pero hoy, en este momento de gran fragilidad social, cuando existe el riesgo de que el tejido mismo de la nación se desgarre, considero mi responsabilidad no dejar que la confianza de los católicos en la política y en los políticos se erosione. No puedo conformarme con este desapego y no podría dejar que esta decepción se agravara. Es aún más cierto que la situación actual es menos el fruto de una decisión de la Iglesia que el resultado de años en los que los políticos no han apreciado en su justo valor a los católicos en Francia.

La laicidad no tiene como función negar lo espiritual en nombre de lo temporal

Por un lado una parte de la clase política ha exagerado el apego a los católicos por razones que a menudo han sido solo evidentemente electoralistas. Al hacerlo hemos reducido a los católicos a ese animal extraño que llamamos “electorado católico” y que es en realidad una sociología. Así hemos puesto las bases a una visión uniforme que contradice la diversidad y la vitalidad de la Iglesia de Francia y que contradice también la aspiración del catolicismo a lo universal -como el propio nombre de catolicismo indica- , todo ello en beneficio de una reducción categórica bastante mediocre.

Por otra parte hemos hallado todo tipo de razones para no escuchar a los católicos. Los hemos relegado por desconfianza adquirida y por cálculo a rango de minoría militante contraria a la unanimidad republicana.

Por razones a la vez biográficas, personales e intelectuales tengo un gran concepto de los católicos. No me parece ni sano ni bueno que el político se las haya ingeniado con tanta determinación para instrumentalizarlos o para ignorarlos. Necesitamos conseguir, para la comprensión de nuestro tiempo, que las cosas avancen en la dirección correcta con un diálogo y una cooperación de otro tipo.

Es lo que su hermoso discurso ha mostrado, monseñor. Las preocupaciones que usted plantea -algunas de las cuales intentaré responder o esclarecer provisionalmente- no son los fantasmas de algunos. Sus cuestiones no se ciñen a los intereses de una comunidad pequeña. Son planteamientos para todos nosotros, para toda la nación, para la humanidad en su totalidad. Estos interrogantes interesan a toda Francia no porque sean específicamente católicos, sino porque descansan en una idea del hombre, de su destino, de su vocación, que están en el corazón de nuestro futuro inmediato. Porque pretenden ofrecer un sentido y unas referencias a aquellos que a menudo carecen de ellos. Si estoy aquí esta tarde es para hacer justicia a estas preguntas. Y para pedirle solemnemente que no se sienta a los pies de la República, sino que recupere el gusto y la sal del papel que siempre desempeñó.

Sé que se ha debatido, como si del sexo de los ángeles se tratara, sobre las raíces cristianas de Europa. Esta denominación ha sido excluida por los parlamentarios europeos. Pero después de todo la evidencia histórica prescinde a veces de tales símbolos. Y sobre todo, no son las raíces las que nos importan, porque ellas pueden estar muertas. Lo que importa es la savia. Y estoy convencido de que la savia católica debe contribuir ahora y siempre a hacer vivir nuestra nación.

Estoy aquí esta tarde para intentar delimitar esta cuestión. Para decirles que la República espera mucho de ustedes. Espera, en concreto, si me lo permiten, que le hagan tres regalos: el don de su sabiduría, el don de su compromiso y el don de su libertad.

La urgencia de nuestra política contemporánea es encontrar sus raíces en la cuestión del hombre o, como dice Mounier, de la persona. Ya no podemos, en el mundo actual, contentarnos con un progreso económico o científico que no se interrogue sobre su impacto en la humanidad y en el mundo. Es lo que intenté expresar en la tribuna de Naciones Unidas en Nueva York, así como en Davos y en el Colegio de Francia cuando hablé de inteligencia artificial: tenemos que dar un rumbo a nuestra acción, y ese rumbo es el hombre.

Ahora bien, no es posible avanzar por esta vía sin pasar por el catolicismo, que desde hace siglos profundiza pacientemente en estas cuestiones. Y lo hace con un cuestionamiento propio en su diálogo con otras religiones.

Cuestionamiento en forma de arquitectura, de pintura, de filosofía, de literatura, que de mil maneras intentan expresar la naturaleza humana y el sentido de la vida. “Venerable porque ha conocido bien al hombre”, dijo Pascal sobre la religión cristiana. Y ciertamente otras religiones, otras filosofías, han profundizado sobre el misterio del hombre. Pero la secularización no puede eliminar la larga tradición cristiana.

Benevolencia

En el núcleo de este interrogante sobre el sentido de la vida, sobre el lugar que reservamos a la persona, sobre la forma en que le conferimos su dignidad, monseñor, usted ha situado dos temas de nuestro tiempo: la bioética y el tema de los migrantes.

También ha establecido usted un vínculo íntimo entre temas que la política y la moral ordinarias habrían tratado por separado. Considera usted que nuestro deber es proteger la vida, en particular cuando esta vida está indefensa. Entre la vida del no nacido, la del ser al borde de la muerte o la del refugiado que lo ha perdido todo, usted ve este nexo común de pobreza, desnudez y vulnerabilidad absoluta. Estos seres están expuestos. Esperan todo del prójimo, de la mano que se tiende, de la benevolencia que cuidará de ellos. Estos dos temas movilizan nuestra parte más humana y la concepción misma que nos hacemos de lo humano y esta coherencia se impone a todos.

Por tanto, he escuchado, monseñor, señoras y señores, las crecientes inquietudes del mundo católico y quiero aquí intentar responderlas o en todo caso aportar nuestra parte de verdad y convicción.

Sobre los migrantes a veces se nos reprocha que no los acogernos con suficiente generosidad y delicadeza, que dejamos que se instalen casos preocupantes en los centros de retención o que devolvemos a los menores no acompañados. Se nos acusa incluso de permitir el aumento de la violencia policial.

El camino que el Estado y la Iglesia comparten está hoy sembrado de malentendidos y desconfianza

Pero a decir verdad, ¿qué estamos haciendo? Intentamos con urgencia poner fin a situaciones que hemos heredado y que se desarrollan debido a la ausencia de reglas, de su mala aplicación, o de su mala calidad, y pienso aquí en los tiempos de procedimientos administrativos así como en las condiciones para otorgar títulos de refugiados. Nuestro trabajo, el que a diario lleva el ministro de Estado, es sacar del limbo jurídico a personas que se extravían y que esperan en vano, que intentan reconstruir algo aquí, pero que después son expulsadas; otros, que podrían rehacer su vida entre nosotros, sufren condiciones de acogida degradantes en centros masificados.

Lo que intentamos es la conciliación de derecho y humanidad. El Papa dio nombre a este equilibrio, lo llamó “prudencia”, haciendo de esta virtud aristotélica la del gobernante, confrontado por supuesto a la necesidad humana de acoger pero también a la necesidad política y jurídica de albergar e integrar. Es este rumbo de humanismo realista el que me he fijado. Siempre habrá situaciones difíciles. A veces habrá situaciones inaceptables y necesitaremos en cada momento todos juntos hacer lo posible por resolverlas.

Pero no me olvido tampoco de la responsabilidad que tenemos con territorios a menudo difíciles a los que estos refugiados llegan. Sabemos que los flujos de población nueva sumergen a la población local en la incertidumbre, la llevan hacia opciones políticas extremas, desencadenan a menudo un repliegue reflejo propio de la protección. Surge una forma de angustia diaria que provoca como una competencia de miserias.

Nuestra exigencia es precisamente una tensión ética permanente para mantener estos principios: un humanismo propio y no renunciar a nada en particular para proteger a los refugiados. Eso es nuestro deber moral y está inscrito en nuestra Constitución. Hemos de comprometernos claramente para que se mantenga el orden republicano y para que esta protección de los más débiles no signifique ni anomia ni ausencia de discernimiento porque también hay reglas que deben respetarse. Hemos de comprometernos para que se encuentren lugares, como dije antes, en los centros de acogida. En las situaciones más difíciles hay que aceptar también que al tomar nuestra parte de esta miseria, no podemos hacerlo en su totalidad sin distinción de situaciones. Tenemos que mantener la cohesión nacional del país en el que a veces algunos ya no hablan de la generosidad que evocamos esta noche: solo quieren ver la parte aterradora del otro y alimentan este gesto para llevar más lejos su proyecto.

Porque tenemos que mantener estos principios, a veces contradictorios, en una tensión constante, he querido sostener este humanismo realista y lo asumo plenamente ante ustedes.

Humanismo realista

Necesitamos su sabiduría para sostener este discurso de humanismo realista en todo lugar, para instar al compromiso a aquellos que podrían ayudarnos y evitar el discurso de lo peor, el aumento de los temores que seguirán alimentándose de esta parte de nosotros porque los flujos masivos que usted ha mencionado y a los que me he referido hace un instante no desaparecerán de un día para otro, son el fruto de grandes desequilibrios en el mundo.

Ya se trate de conflictos políticos, ya se trate de la miseria económica y social o de los desafíos climáticos, continuarán alimentando en los próximos años y décadas grandes migraciones que tendremos que afrontar; necesitaremos mantener incansablemente esta meta intentando mantener nuestros principios con constancia en el mundo real y no cederé a las simplificaciones de unos ni de otros. Sería fallar en mi misión.

En bioética, somos sospechosos de llevar una agenda oculta, de conocer por adelantado los resultados de un debate que abrirá nuevas posibilidades en la procreación asistida, y que abren la puerta a prácticas que inevitablemente se impondrán más tarde, como la gestación subrogada. Y algunos dicen que la inclusión en estos debates de los representantes de la Iglesia católica y de otros cultos, inclusión a la que me comprometí al principio de mi mandato, es un engaño destinado a disolver la palabra de la Iglesia o a secuestrarla.

Como saben decidí que la opinión del Consejo Consultivo Nacional de Ética (CCNE), señor presidente, no era suficiente y había que enriquecerla con la opinión de los responsables religiosos. He querido también que este trabajo sobre las leyes bioéticas que nuestro derecho nos impone revisar pueda nutrirse con un debate organizado por el CCNE, debate en el que se manifestarán con total plenitud todas las familias filosóficas, religiosas y políticas así como nuestra sociedad.

Estoy convencido de que no estamos frente a un problema sencillo que podría zanjarse con una sola ley, sino que a veces nos enfrentamos a debates morales y éticos profundos que afectan a lo más íntimo de cada uno de nosotros. Escucho a la Iglesia cuando se muestra rigurosa con las bases humanas de toda evolución técnica; escucho su voz cuando nos invita a no reducir nada a esta acción técnica cuyos límites han manifestado ustedes con claridad; comprendo el lugar esencial que ustedes dan en nuestra sociedad a la familia -me atrevería a decir, a las familias- ; comprendo también esta preocupación por saber conciliar la filiación con los proyectos que los padres pueden tener para sus hijos.

No podemos contentarnos con un progreso que no se interrogue sobre su impacto en la humanidad

Nos enfrentamos a una sociedad en la que las formas de la familia evolucionan radicalmente, en la que el estatus del niño a veces se confunde, una sociedad en la que nuestros conciudadanos sueñan con fundar núcleos familiares de modelo tradicional partiendo de patrones familiares menos tradicionales.

Escucho las recomendaciones formuladas por las autoridades y asociaciones católicas, pero una vez más, algunos principios enunciados por la Iglesia se enfrentan a realidades contradictorias y complejas que afectan a los propios católicos; todos los días, todos los días las mismas asociaciones católicas y los sacerdotes acompañan a familias monoparentales, a familias divorciadas, a familias homosexuales, a familias que recurren al aborto, a la fecundación in vitro, a la procreación asistida, a familias que afrontan el estado vegetativo de uno de los suyos, a familias en las que uno cree y el otro no, lo que provoca el desgarro de elecciones espirituales y morales, y yo sé también que esto es su vida diaria.

La arcilla de la realidad

La Iglesia acompaña incansablemente estas situaciones delicadas e intenta conciliar estos principios con la realidad. Por eso no digo que la experiencia de la realidad derrote o invalide las posiciones adoptadas por la Iglesia; digo simplemente que aquí también hay que encontrar límites, porque la sociedad está abierta a todas las posibilidades pero la manipulación y fabricación del ser viviente no pueden extenderse al infinito sin poner en tela de juicio la propia idea del hombre y de la vida.

Por lo tanto la política y la Iglesia comparten esta misión de poner las manos en la arcilla de la realidad, la misión de enfrentarse todos los días a lo temporal, me atrevería a decir, a lo más temporal.

Y a menudo es difícil, complicado y exigente e imperfecto y las soluciones no llegan por sí mismas. Nacen de la articulación entre esta realidad y un pensamiento, un sistema de valores, una concepción del mundo. Muy a menudo son la elección del mal menor, siempre precario, y esto también es exigente y difícil.

Por eso al escuchar a la Iglesia a propósito de estos temas no nos encogemos de hombros. Escuchamos una voz que saca su fuerza de la realidad y su claridad de un pensamiento en el que la razón dialoga con una concepción trascendente del hombre. Y escuchamos esta voz con interés, con respeto e incluso podemos compartir muchos de sus puntos pero ustedes y yo sabemos que esta voz no puede ser conminatoria. Porque está hecha con la humildad de los que trabajan con lo temporal. Por lo tanto solo puede cuestionar. Y en estos temas, y en particular estos dos últimos, de nuevo volvemos a la humildad profunda de nuestra condición, porque estos temas se construyen en profundidad a partir de la tensión ética entre nuestros principios, y a veces, nuestros ideales y la realidad.

Tenemos que dar un rumbo a nuestra acción, y ese rumbo es el hombre

El Estado y la Iglesia pertenecen a dos órdenes institucionales diferentes que no ejercen su mandato en el mismo plano. Pero ambos ejercen una autoridad e incluso una jurisdicción. Por lo tanto todos nosotros hemos forjado nuestras certezas y tenemos el deber de formularlas con claridad, establecer reglas, porque es nuestro deber de Estado. Por tal razón compartimos un camino que podría reducirse únicamente al comercio de nuestras certezas.

También sabemos, como usted, que nuestra tarea va más allá. Sabemos que esta tarea es alentar, reavivar la llama de esos valores, incluso si es difícil, especialmente si es difícil. Debemos evitar constantemente la tentación de actuar como simples gestores de lo que se nos ha confiado. Y por eso nuestro intercambio no debe basarse en la solidez de algunas certezas, sino en la fragilidad de lo que nos cuestiona y a veces nos abate. Debemos atrevernos a basar nuestra relación en el intercambio de estas incertidumbres, es decir, el intercambio de cuestiones, y especialmente las cuestiones del hombre.

Ahí es donde nuestro intercambio ha sido siempre el más fructífero: en la crisis frente a lo desconocido, frente al riesgo, en la conciencia compartida del paso a dar, el desafío a acometer. Es ahí donde la nación ha crecido a menudo a partir de la sabiduría de la Iglesia, pues durante siglos y milenios la Iglesia hace sus apuestas y se atreve a arriesgarse. De ese modo enriqueció a la nación.

Esta es, si me lo permite, la parte católica de Francia. En el horizonte secular esta parte católica suscita, a pesar de todo, la cuestión inquietante de la salvación, que creamos o no, cada uno interpretaremos a nuestra manera, pero que todos presentimos que afecta a nuestra vida entera, al sentido de esta vida, al significado que le damos y a la huella que dejará.

Ciertamente este horizonte de salvación ha desaparecido totalmente del común de las sociedades contemporáneas, pero es un error y vemos muchas evidencias de que permanece soterrado. Cada cual tiene su propia forma de nombrarlo, transformarlo y llevarlo; pero al mismo tiempo es la cuestión del sentido y el absoluto en nuestras sociedades; es evidente que la incertidumbre de la salvación trae a todas las vidas, incluso a las más resueltamente materiales, como un temblor en el sentido pictórico del término.

Paul Ricoeur: ideal y esperanza

Ante lo anterior, Paul Ricoeur, si me permiten citarlo esta noche, encontró palabras precisas en una conferencia pronunciada en Amiens en 1967: “Hay que mantener un objetivo lejano para los hombres, llamémoslo un ideal en sentido moral o una esperanza en sentido religioso”. Esa noche, frente a un público en el que algunos tenían fe, otros no, Paul Ricoeur invitó a su auditorio a ir más allá de lo que él llamaba “la prospectiva sin perspectiva» con esta fórmula que, no lo dudo, nos convoca a todos aquí esta noche: “Apuntar a más, preguntar más. Eso es la esperanza: ella espera siempre algo más de lo que se puede realizar”.

De este modo, a mi parecer, la Iglesia no es esa institución a menudo caricaturizada como guardián de las buenas costumbres. Es esta fuente de incertidumbre que recorre toda vida y que hace del diálogo, de la pregunta, de la búsqueda, el corazón mismo del sentido hasta entre los que no creen.

Por eso el primer regalo que les pido es el de la humildad del cuestionamiento, el don de esta sabiduría que encuentra su raíz en la cuestión del hombre y por ello en las cuestiones que el hombre se hace.

Este es el mejor aspecto de la Iglesia el que dice: llamad y se os abrirá, que sale al rescate y con voz amiga en un mundo en el que la duda, la incertidumbre, el cambio son norma; un mundo en el que el sentido siempre escapa y siempre se reconquista; una Iglesia de la que no espero lecciones, sino más bien esta sabiduría de humildad frente a estos dos temas en particular que usted ha evocado y cuya respuesta acabo de esbozar porque solo podemos tener un horizonte común y buscar cada día hacerlo mejor, aceptar en el fondo la parte de “intranquilidad” irreductible que va con nuestra acción.

La manipulación y fabricación del ser viviente no pueden extenderse al infinito

Cuestionar no es negarse a actuar; es por el contrario intentar conciliar la acción con los principios que la preceden y la fundamentan. Esta coherencia entre pensamiento y acción da fortaleza al compromiso que Francia espera de ustedes. Este es el segundo don del que deseaba hablarles, el del compromiso. Lo que pesa en nuestro país -ya he tenido ocasión de decirlo- no es únicamente la crisis económica, es el relativismo; es incluso el nihilismo; todo lo que induce a pensar que no merece la pena, como que no merece la pena aprender, no merece la pena trabajar, y sobre todo, que no merece la pena tender la mano y comprometerse en el servicio por grande que sea. El sistema poco a poco ha encerrado a nuestros ciudadanos en el para qué al no retribuir justamente el trabajo, o al menos no del todo, al desalentar la iniciativa, al no proteger adecuadamente a los más débiles, al condenar a la soledad a los más desfavorecidos y al considerar que la era postmoderna a la que hemos llegado colectivamente es la época de la gran duda que permite renunciar a todo absoluto.

El compromiso católico

En este contexto de retroceso, de solidaridades y de esperanza, los católicos se han volcado masivamente en el movimiento asociativo, en el compromiso. Hoy sois un componente importante de esta parte de la nación que ha decidido ocuparse de la otra parte -acabamos de ver testimonios muy conmovedores de ello-, la de los enfermos, los aislados, los desclasados, los vulnerables, los abandonados, los discapacitados, los prisioneros, independientemente de su pertenencia étnica o religiosa. Bataille llamó a esto “la parte maldita” con un término que a veces se ha distorsionado pero que es la parte esencial de una sociedad. Justo por eso se juzga una sociedad, una familia, una vida… por su capacidad para reconocer a los que han tenido un recorrido diferente, un destino diferente, y a comprometerse con ellos. Los franceses no siempre valoran esta mutación del compromiso católico; habéis pasado de actividades de trabajadores sociales a actividades de militantes asociativos, permaneciendo al lado de la parte más frágil de nuestro país, asociaciones en las que los católicos se comprometen sean o no sean explícitamente católicas, como los Restos du Coeur.

Lo que pesa hoy no es únicamente la crisis económica, es el relativismo; es incluso el nihilismo

Me temo que los políticos no han actuado como si este compromiso fuera un hecho, como si fuera normal, como si el vendaje puesto por los católicos y por tantos otros sobre el sufrimiento social nos redimiera de cierta impotencia pública.

Me gustaría recordar con un respeto infinito a los que han hecho esta elección sin importarles ni el tiempo ni la energía empleados. Permítanme también saludar a todos lo sacerdotes y religiosos que han hecho de su vida un compromiso. A diario, en las parroquias francesas, ellos acogen, intercambian, trabajan muy cerca de la angustia y de las desgracias o comparten la alegría de las familias en los acontecimientos felices. Incluyo también a los capellanes en los ejércitos o en las cárceles. Saludo a sus representantes: ellos también están comprometidos. Y permítanme del mismo modo extender este saludo a todas las personas comprometidas de otras religiones cuyos representantes están aquí presentes y que comparten esta comunidad de compromiso con ustedes.

Este compromiso es vital para Francia y más allá de las llamadas, los requerimientos, las interpelaciones pidiendo que hagamos más, que lo hagamos mejor, yo sé, todos sabemos, que el trabajo que ustedes desempeñan no es un último recurso, sino una parte del mismo cemento de nuestra cohesión nacional. Este regalo del compromiso no es solo vital, es ejemplar. Pero he venido a pedirles que hagan más todavía, porque no es un misterio que la energía consagrada a este compromiso asociativo ha sido en gran parte restada al compromiso político.

La política y la energía de los comprometidos

Ahora bien, creo que la política, por decepcionante que haya sido a los ojos de algunos, tan insensible a veces a los ojos de otros, necesita la energía de los comprometidos, vuestra energía. Necesita la energía de los que dan sentido a la acción y ponen en su corazón una forma de esperanza. Ahora más que nunca la acción política necesita de lo que la filósofa Simone Weil llamaba efectividad, es decir, la capacidad de hacer existir en la realidad los principios fundamentales que estructuran la vida moral, intelectual, y llegado el caso, las creencias espirituales.

Es lo que aportaron a la política francesa grandes figuras como el general De Gaulle, Georges Bidault, Robert Schuman, Jacques Delors así como grandes pensadores franceses que iluminaron la acción política como Clavel, Mauriac, Lubac, Marrou. Lo que ha surgido no es una práctica teocrática ni una concepción religiosa del poder sino una exigencia cristiana importada al campo laico de la política. Hay que retomar este lugar no porque la política francesa necesite su cuota de católicos, protestantes, judíos o musulmanes, ni porque los responsables políticos cualificados sean reclutados entre las filas de la gente con fe: hay que recuperarlo porque esta llama común de la que hablaba hace un instante refiriéndome a Arnaud Beltrame forma parte de nuestra historia y de aquello que siempre guió a nuestro país. Abandonar esta luz o ponerla bajo el celemín no es una buena noticia.

Por ello, desde mi punto de vista, el punto de vista del jefe del Estado, un punto de vista laico, tengo que preocuparme para que los que trabajan en el corazón de la sociedad francesa y se comprometen cuidando sus heridas y consolando a sus enfermos tengan voz en la escena política, nacional y europea. Apelo a ustedes esta noche para que se comprometan políticamente en nuestro debate nacional y en nuestro debate europeo, pues su fe forma parte del compromiso que este debate necesita y porque, históricamente, siempre lo alimentaron, pues la efectividad implica no desconectar la acción individual de la acción política y pública.

A este respecto, debo recordar la perfecta claridad del texto propuesto por la Conferencia Episcopal de noviembre del 2016 con motivo de la elección presidencial, titulado “Recuperar el sentido de la política”. Yo había fundado mi partido En Marche unos meses antes y sin querer provocar una querella de derechos de autor leí en él esta frase y me sorprendió su consonancia con el compromiso que me guiaba; decía así, cito: “No podemos dejar que nuestro país vea que sus fundamentos corran el riesgo de deteriorarse con las consecuencias que una sociedad dividida podría conocer; tenemos que aplicarnos juntos a un trabajo de refundación”.

No hay urgencia mayor que la de ampliar el conocimiento entre pueblos, culturas, religiones

Búsqueda de sentido, nuevas solidaridades, pero también esperanza en Europa; este documento enumera todo lo que puede llevar a un ciudadano a comprometerse y se dirige a los católicos vinculando con sencillez la fe al compromiso político con la fórmula antes citada: “El peligro sería olvidar lo que nos construyó o a la inversa, soñar con la vuelta a una época de oro imaginaria o aspirar a una Iglesia de puros y a una contracultura fuera del mundo en una posición de superioridad y como jueces”.

Durante mucho tiempo, el terreno político se había convertido en un teatro de sombras y todavía hoy, el relato político se sirve demasiado a menudo de patrones muy trillados y simplistas, y parece ignorar el soplo de la historia y lo que la vuelta a lo trágico exige de nosotros en este mundo contemporáneo.

Pienso por mi parte que podemos construir una política efectiva, una política que escape al cinismo común para grabar en la realidad lo que debe ser el primer deber del político, me refiero a la dignidad del hombre.

Creo en un compromiso político que sirva a esta dignidad, que la reconstruya donde haya sido ultrajada, que la preserve donde está amenazada, que la convierta en el auténtico tesoro de todo ciudadano. Creo en este compromiso político que permite restaurar la primera de las dignidades: poder vivir del trabajo. Creo en el compromiso político que permite recuperar la más fundamental de las dignidades, la dignidad de los más débiles; la que precisamente no se reduce a ninguna fatalidad social -y vosotros seis habéis sido ejemplos hace un momento- la que considera que hacer política y compromiso político es también cambiar la forma de actuar en el lugar de la sociedad que ocupamos así como su visión. Las seis voces que hemos escuchado al principio de esta velada son seis voces de un compromiso que tiene en sí mismo una forma de compromiso político, que supone que seguir este camino nos hace encontrar otras salidas, pero he podido interpretar en ellas el rechazo a la fatalidad, la voluntad de ocuparse del otro, y sobre todo, por la consideración aportada, la voluntad de una conversión de las miradas. Ese es el compromiso en una sociedad: aportar tiempo, energía, considerar que la sociedad no es un cuerpo muerto que solo puede cambiar con políticas públicas o textos, sometido únicamente a la fatalidad de los tiempos; todo puede cambiar si decidimos comprometernos, actuar y como consecuencia cambiar esa mirada; dar una oportunidad al otro y también concienciarnos de que ese otro transforma.

Inclusión: no solo una palabra bonita

Hoy día hablamos mucho de inclusión; no es una palabra bonita y no estoy seguro de que todos la comprendan siempre. Pero significa lo siguiente: estamos tratando de hacer con el autismo, con la discapacidad, lo que quiero que hagamos para recuperar la dignidad de nuestros prisioneros, lo que quiero que hagamos por la dignidad de los más frágiles en nuestra sociedad, sencillamente considerar que siempre hay alguien en un momento preciso de su vida, que por unas razones u otras puede actuar o no, que ante todo tiene algo que aportar a la sociedad. Vayan a ver un aula o una guardería en la que estuvimos hace unos días, a la que llevamos niños con problemas de autismo y verán lo que aportan a los otros niños; y a usted le digo, señor, no piense simplemente que le ayudamos… acabamos de ver en la emoción de su hermano todo lo que usted le ha aportado y que nadie más podría aportar. Este cambio de visión solo lo hace posible el compromiso y, en el centro de este compromiso, una indignación profunda, humanista, ética, que nuestra sociedad necesita. Necesito este compromiso que habéis adquirido para nuestro país como lo necesito para nuestra Europa porque nuestro principal riesgo hoy es la anomia, la atonía, la somnolencia.

Demasiados de nuestros conciudadanos piensan que lo adquirido se ha convertido en natural; olvidan los grandes cambios a los que nuestra sociedad y nuestro continente están sujetos hoy en día; quieren pensar que nunca fue diferente, olvidando que nuestra Europa vive al comienzo de un paréntesis dorado que tiene poco más de setenta años de paz, que siempre había sido zarandeada por las guerras; en la que demasiados conciudadanos nuestros piensan que la fraternidad de la que hablamos es una cuestión de dinero público y de política pública y que podríamos prescindir de su participación.

Nuestros contemporáneos necesitan, crean o no, oír hablar de una perspectiva del hombre distinta a la material

Los parlamentarios aquí presentes llevan en su parte de verdad todas estas luchas que están en el centro del compromiso político contemporáneo, ya se trate de luchar contra el calentamiento climático, luchar por una Europa que reconsidere sus ambiciones, por una sociedad más justa. Pero no serán posibles si no están acompañados de un compromiso político profundo en todos los niveles de la sociedad; un compromiso político para nuestro país y para nuestra Europa al que llamo a los católicos.

El regalo del compromiso que les pido es el siguiente: no se queden a las puertas, no renuncien a la República a la que tan fuertemente contribuyeron a forjar; no renuncien a esta Europa cuyo sentido habéis nutrido; no dejen sin cultivar las tierras que sembraron; no retiren a la República la rectitud valiosa que tantos fieles anónimos llevaron a su vida como ciudadanos. En el centro de este compromiso que nuestro país necesita hay una parte de indignación y de confianza en el futuro que ustedes pueden aportar.

Sin embargo, tranquilos, no he venido a proponerles una afiliación, he venido a proponerles exactamente un tercer regalo que pueden hacerle a la nación, precisamente el de la libertad.

Compartir el camino no siempre es caminar al mismo ritmo; recuerdo el bonito texto de Emmanuel Mounier en el que explica que la Iglesia en política siempre estuvo a la vez adelantada y desfasada, nunca contemporánea del todo, nunca del todo con su tiempo; esto hace rechinar algunos dientes pero hay que aceptar este contratiempo; hay que aceptar que no todo en nuestro mundo obedece al mismo ritmo y la primera libertad que la Iglesia puede otorgarnos es ser intempestiva.

Algunos la encontrarán reaccionaria, otros demasiado atrevida con algunos temas. Creo simplemente que la Iglesia debe ser uno de esos puntos fijos que la humanidad necesita en lo profundo de este mundo cambiante; una de esas referencias que no ceden a los caprichos de los tiempos. Por eso, monseñor, señoras y señores, habrá que compaginar el lado intempestivo con las necesidades actuales del país. Y juntos conseguiremos hacer avanzar este desequilibrio constante.

“La vida activa, decía Grégoire, es servicio; la vida contemplativa es una libertad”. Al recordar la importancia de esta parte intempestiva y de este punto fijo que ustedes pueden representar, me gustaría tener esta noche un pensamiento para todas aquellas y aquellos que se comprometieron con una vida de retiro o una vida comunitaria, una vida de oración y de trabajo. Aunque a algunos les parezca anacrónico, este tipo de vida también es el ejercicio de una libertad; demuestra que el tiempo de la Iglesia no es el del mundo y sin duda no es el de la política tal como funciona -y está muy bien que así sea. Espero que la Iglesia también nos regale la libertad de expresión.

Adhesión constante a la realidad

Hemos hablado de las alertas lanzadas por las asociaciones y por el episcopado; pienso también en las advertencias del Papa: recordar las exigencias de la realidad humana con una adhesión constante a la realidad. Esta libertad de expresión en una época en la que los derechos florecen, presenta a menudo la particularidad de recordar los derechos del hombre para consigo mismo, para con su prójimo y para con nuestro planeta. La simple mención de los deberes que se nos imponen a veces es irritante; la voz que sabe expresar lo que nos disgusta, los ciudadanos la escuchan incluso si están alejados de la Iglesia. Es una voz que no está desprovista de esta “ironía a veces tierna a veces helada” de la que hablaba Jean Grosjean en su comentario a San Pablo, una fe que sabe como pocas remover las certezas hasta entre sus propias filas. Esta voz unas veces revolucionaria, otras conservadora, a menudo ambas, según decía Lubac en sus “Paradojas”, es importante para nuestra sociedad.

Hay que ser libre para atreverse a ser paradójico y hay que ser paradójico para ser verdaderamente libre. Nos lo recuerdan los mejores escritores católicos, desde Maurice Clavel a Alexis Jenni, desde Georges Bernanos a Sylvie Germain, desde Paul Claudel a François Sureau, desde François Mauriac a Florence Delay, desde Julien Green a Christiane Rance. Encontramos en esta libertad de expresión y visión de estos escritores católicos una parte de lo que puede iluminar a nuestra sociedad.

En esta libertad de expresión sitúo la voluntad de la Iglesia por iniciar, mantener y fortalecer un diálogo libre con el islam, diálogo que tanto necesita el mundo y al que usted se ha referido.

Porque no hay comprensión del islam que no pase por los religiosos como no hay diálogo interreligioso sin las religiones. Este lugar es testigo de ello; el pluralismo religioso es un valor fundamental de nuestro tiempo. Monseñor Lustiger tuvo una gran intuición cuando quiso recuperar este Colegio de los Bernardinos para acoger todos los diálogos. La historia le ha dado la razón. No hay urgencia mayor hoy día que la de ampliar el conocimiento mutuo entre pueblos, culturas, religiones; no hay otro medio para esto que el encuentro en el diálogo pero también en los libros, en el trabajo compartido; cosas de las que habló Benedicto XVI a su paso por aquí en 2008, ideas estas arraigadas en el pensamiento cisterciense.

Este intercambio se ejerce en total libertad en sus términos y referencias; es la base indispensable del trabajo que el Estado debe llevar por su parte para pensar siempre en nuevos gastos, para pensar en el lugar de las religiones en la sociedad y para pensar en la relación entre religión, sociedad y poder público. Y para esto cuento con ustedes, con todos ustedes para favorecer este diálogo y arraigarlo en nuestra historia común, que tiene sus particularidades pero cuya particularidad mayor es precisamente haber concedido a la nación francesa esta capacidad para pensar en los universales.

Este intercambio lo llevamos resueltamente después de muchos años de vacilaciones y renuncias y los meses próximos serán decisivos a este respecto.

Este intercambio que ustedes mantienen es muy importante máxime considerando que los cristianos pagan con su vida su compromiso con el pluralismo religioso. Estoy pensando en los cristianos de Oriente. El político comparte con la Iglesia la responsabilidad de estos perseguidos, pues hemos heredado históricamente no solo el deber de protegerlo sino que sabemos que allí donde están son símbolo de tolerancia religiosa. Me gustaría mencionar el admirable trabajo realizado por movimientos como l’Oeuvre d’Orient, Caritas France y la Comunidad Sant’ Egidio. Permiten la acogida en el territorio nacional de familias de refugiados acudiendo en ayuda in situ con el apoyo del Estado.

Como dije con motivo de la inauguración de la exposición Chrétiens d’Orient en el Instituto del Mundo Árabe el 25 de septiembre pasado, el porvenir de esta parte del mundo no se hará sin la participación de todas la minorías, de todas las religiones, y en particular de los cristianos de Oriente. Sacrificarlos como querrían algunos, olvidarlos, es asegurar que en esta región ninguna estabilidad, ningún proyecto, serán duraderos.

La libertad espiritual

Finalmente hay una última libertad que la Iglesia debería regalarnos, la libertad espiritual.

Porque no estamos hechos para un mundo que se cruzaría solo con objetivos materialistas. Nuestros contemporáneos necesitan, crean o no, oír hablar de una perspectiva del hombre distinta a la material.

Necesitan saciar otra sed, que es una sed de lo absoluto. No se trata de una conversión sino de una voz que, con otras, se atreva a hablar del hombre como de un ser vivo dotado de espíritu. Que se atreva a hablar de algo más que de lo temporal, sin renunciar a la razón ni a la realidad. Que se atreva a adentrarse en la intensidad de una esperanza, y que, a veces nos hace rozar el misterio de la humanidad al que llamamos santidad, de la que el Papa Francisco ha dicho en su alocución de hoy que es “la cara más bonita de la Iglesia ”.

Esta libertad es la de ser uno mismo sin buscar complacer ni seducir. Pero cumpliendo su cometido en su sentido íntegro, con sus propias reglas y que desde siempre nos proporcionó grandes pensamientos y una teología humana: una Iglesia que sabe guiar tanto a los más fervientes como a los no bautizados, tanto a los establecidos como a los excluidos.

No pediré a ninguno de nuestros ciudadanos no creer o creer moderadamente. No sé lo que esto significa. Deseo que cada uno de nuestros ciudadanos pueda creer en una religión, una filosofía propia, una forma de trascendencia o no y que pueda hacerlo libremente pero que todas estas religiones, esta filosofías, puedan aportarle esa necesidad de absoluto en lo más profundo de sí mismos.

Mi papel es asegurar que tengan la libertad absoluta de creer como de no creer pero del mismo modo siempre les pediré respetar completamente y sin compromiso alguno todas las leyes de la República. Eso es el laicismo ni más ni menos, una regla férrea para nuestra vida en común que no sufra ningún compromiso, una libertad de conciencia absoluta y la libertad espiritual de la que acabo de hablar.

“¿No debería una Iglesia triunfante entre los hombres inquietarse por haber comprometido su elección al satisfacer un compromiso con el mundo?”.

Esta pregunta no es mía, son palabras de Jean-Luc Marion que deberían servir de bálsamo a la Iglesia y a los católicos en los momentos de duda sobre el lugar de los católicos en Francia, sobre la audiencia de la Iglesia, sobre la consideración que le concedemos.

La Iglesia no es de este mundo en absoluto, y no tiene que serlo. Nosotros que estamos atrapados en lo temporal lo sabemos y no tenemos que intentar arrastrarla íntegramente a ello, como tampoco tenemos que hacerlo con ninguna religión. No es nuestro papel ni su lugar.

Pero esto no excluye la confianza y no excluye el diálogo. Sobre todo, no excluye el reconocimiento mutuo de muestras fuerzas y debilidades, de nuestras imperfecciones institucionales y humanas, porque vivimos en una época en la que la alianza de buenas voluntades es demasiado valiosa para tolerar que estas voluntades pierdan su tiempo juzgándose entre ellas. De una vez por todas tenemos que admitir la incomodidad de un diálogo que descansa sobre la disparidad de nuestras naturalezas, pero admitir también la necesidad de este diálogo porque cada cual en su ámbito aspira a fines comunes, que son la dignidad y el sentido.

Efectivamente, las instituciones políticas no tienen promesas de vida eterna; pero la Iglesia misma no puede arriesgarse antes de tiempo a segar el buen grano y la cizaña. En este punto intermedio en el que estamos, en el que hemos recibido la carga del legado del hombre y del mundo, si sabemos juzgar las cosas con exactitud, podremos conseguir grandes cosas juntos.

Quizás sea atribuir a la Iglesia de Francia una responsabilidad exorbitante, pero acorde a la altura de la historia; nuestro encuentro esta noche lo atestigua, creo que ustedes están preparados.

Monseñor, señoras y señores, en cualquier caso sepan que yo estoy preparado también.

Muchas gracias.


(1) La transcripción completa del discurso del presidente de Francia, Emmanuel Macron, a los obispos de su país, pronunciado el 9 de abril de 2018 en el Colegio de los Bernardinos (París), está disponible online en la lengua original en la página web del Elíseo:
Transcription du discours du Président de la République devant les Evêques de France
De ahí ha sido realizada la traducción al español.

© de la traducción: Magdalena García Más

(2) © de la imagen principal (Sacre de l’empereur Napoléon Ier et couronnement de l’impératrice Joséphine dans la cathédrale Notre-Dame de Paris, le 2 décembre 1804) sobre el cuadro de Jacques-Louis David (1748–1825) y de  Georges Rouget (1783–1869): Wikimedia Commons