La plaza y el río: dos modelos de debate público

Lo decisivo no es el desacuerdo, sino esclarecer qué tipo de conversación pública queremos tener cuando hablemos de aquellas ideas y valores que configuran nuestro tiempo

Foto: CC Wikimedia Commons
Juan Meseguer

Juan Meseguer. Poeta, ensayista y profesor del Departamento de Formación Humanística (Universidad Francisco de Vitoria).

ArtÍculo

En una época de indignación y de enconadas broncas políticas, resulta audaz proponer el cultivo de la gratitud como una forma de construir la polis. Es lo que hizo el politólogo Yuval Levin con ocasión del último Día de Acción de Gracias: «Ser agradecido es, en parte, saber que tienes mucho que perder y, por tanto, también que tienes mucho que ofrecer al futuro a través de actos de conservación y mejora».

Su recomendación es certera. Frente a las desorbitadas expectativas que alimentan los siempre descontentos mesías políticos, aconseja celebrar más toda la justicia, todo el orden y toda la libertad que hemos heredado. Y, por supuesto, seguir trabajando para proteger y refinar esos logros.

Este es el motivo por el que a mis alumnos de Historia del Pensamiento en Occidente trato de despertarles ese sentido de gratitud. Es una obviedad, pero si hoy disfrutamos de libertad, igualdad, justicia, tolerancia y diversidad, es porque muchos de quienes nos precedieron se atrevieron a jugarse la vida por sus ideas.

Un ejemplo del siglo XVIII: en un momento en que el Estado prusiano endurece la censura para garantizar la ortodoxia protestante, un filósofo llamado Johann Gottlieb Fichte tiene el coraje de tomar la palabra y de denunciar la injerencia de las autoridades en la conciencia de los ciudadanos: «¡Sí, pueblo, sacrificadlo todo, pero no la libertad de pensamiento!», escribe en un discurso emocionante de 1793, Reivindicación de la libertad de pensamiento. «Seguid enviando a vuestros hijos para que sean degollados en salvajes combates contra hombres que nunca los ofendieron, para que sean devorados por epidemias o las traigan consigo, como botín de guerra, al retornar a vuestras pacíficas moradas; continuad arrancando de la boca de vuestro hijo hambriento vuestro último pedazo de pan para dárselo al perro del favorito; dad, dadlo todo, conservad tan solo ese celeste santuario de la humanidad, esa prenda que os promete una suerte distinta que la de sufrir, soportar y ser aplastados».

La batalla de las ideas

Con esta escena en mente, se entiende bien que la historia de las ideas no es una abstracción, alejada de la vida de los alumnos. Más bien, es una historia de carne y hueso, «tan real como una bala de cañón», como decía de las ideas Joseph Joubert. Y, en esa historia, todo está entremezclado: las pasiones, las vísceras, la sangre… Esa historia se parece más a un parto que a una meditación de estufa. Parir una idea no es traer al mundo un ideal puro, incontaminado, perfectamente acabado. Al revés: una idea es pura potencialidad; en cuanto sale de la mente de una persona y pisa tierra firme, empieza su ajetreada andadura por el mundo.

Y así, llegan unos y dicen: «La libertad, sobre todo, son derechos individuales e instituciones que protegen esos derechos frente al poder del Estado».

Y otros añaden: «Sí, de acuerdo, pero la libertad ha de ir unida a los valores y a los vínculos sociales, porque no somos individuos autónomos, sino que nos debemos a una tradición, a una historia, a unas comunidades…».

Y otros replican: «Todo eso es muy bonito, pero aquí lo que hace falta es conectar la libertad con la igualdad, porque si no, la libertad no es real. Está muy bien tener catálogos de derechos, pero también necesitamos condiciones materiales de vida que nos permitan disfrutar esos derechos. Porque si no, solo los tendrán los ricos y poderosos. Así que nada de un Estado mínimo: necesitamos un Estado fuerte que intervenga, que equilibre, que ofrezca a todos las mismas oportunidades».

Y otros objetan: «La igualdad de oportunidades es un cuento chino. ¿Cómo vamos a tener las mismas oportunidades si partimos de puntos tan distintos? Lo que hace falta es igualdad de resultados. Y, para eso, en vez de igualdad de oportunidades, necesitamos discriminación positiva; trato de favor para corregir las desventajas de partida».

Como se ve, las posibilidades de confrontación son infinitas. Dice Aurelio Arteta que «lo propio de las ideas es andar siempre a la gresca». Y es verdad. Por eso, es tan absurda la pretensión de quienes aspiran a que nadie cuestione sus ideas. Y, por eso –cabe añadir–, tiene sentido recurrir a la metáfora bélica de la «guerra de las plumas», la «batalla de las ideas» o la «batalla cultural» para describir esta rivalidad entre concepciones del mundo.

Ahora bien, hay que trascender la metáfora e ir al fondo. Ya hablemos de la historia del pensamiento o de los debates candentes de la actualidad, lo decisivo es esclarecer qué tipo de conversación pública queremos tener cuando hablemos de aquellas ideas y valores que configuran nuestro tiempo. A grandes rasgos, podemos identificar dos grandes modelos de debate público.

La plaza

Para hablar del primero, vamos a imaginarnos una plaza inmensa por la que deambulan al día millones de personas, cada una con su concepción del mundo a cuestas: sus convicciones, sus valores, sus actitudes ante la vida… Si congelamos la imagen y empezamos a pasear entre los peatones y a preguntarles por esas cosmovisiones, podemos llegar a hacernos una idea de cuál es el sentido común vigente en esa plaza; es decir, lo que a la mayoría le parece que es lo normal.

En la plaza no solo hay personas: también hay edificios. Hay colegios, iglesias, medios de comunicación, teatros, bibliotecas… ¿Qué tienen en común? Estos edificios albergan instituciones que crean cultura; es decir, que dan forma a las mentalidades y a los estilos de vida de nuestro tiempo.

Junto a estas instituciones de la sociedad civil también hay un ayuntamiento, que en nuestra alegoría es la encarnación del poder político. Si aquellas instituciones moldean la forma de pensar y de vivir de un pueblo, el ayuntamiento fija las reglas del juego para el conjunto de la población.

Seguimos con la imagen de la plaza congelada. Vamos a dar al play. Y vemos que hay una minoría de personas que está a disgusto con el sentido común que impera en la plaza. No les gusta el consenso oficial que reina en ella, la mentalidad dominante. Y se proponen cambiarla desde todas esas instituciones que crean cultura.

Y entonces empieza una lucha por la hegemonía de la plaza, donde se disputan todo tipo de asuntos: desde los más simbólicos, como las estatuas, las banderas o los nombres de las calles, hasta los que marcan a fuego las concepciones profundas de la gente, como la educación, la concepción del matrimonio y la familia, etc.

De forma coordinada, normalmente aprovechando momentos de especial descontento social, esa minoría activa va cambiando el relato de la plaza. Y lo que antes crecía en los márgenes, pasa a ser dominante. Un claro caso de éxito es Mayo del 68, esa fecha simbólica que certifica la ruptura con el consenso cultural y social de fondo que había imperado en Occidente hasta los años 60 y 70. Otros quizá menos exitosos –pero también eficaces– son los movimientos de indignados, incluido el 15M en España.

¿Cuál es el objetivo de esta batalla? ¿Para qué cambiar los relatos oficiales? En último término, lo que se busca es cambiar no solo las mentalidades, sino también las reglas del juego. De ahí el esfuerzo por conseguir que los cambios vengan respaldados por una mayoría social, por un consenso inducido de forma más o menos artificial.

Este es, a grandes rasgos, el modelo de debate público que defienden los admiradores (de izquierdas y de derechas) de Antonio Gramsci: una lucha de poder por la que unos grupos sociales tratan de imponerse sobre otros. A veces, con las mejores intenciones del mundo: mejorar las condiciones materiales de vida de los más necesitados; salvaguardar la moral pública… Pero, en el fondo, con un esquema que no puede evitar quedarse atrapado en la dinámica «yo gano, tú pierdes».

Y así, claro, hay muy pocos incentivos para escuchar y plantearse la posibilidad de que, en ocasiones, mis interlocutores puedan aportar mejores argumentos que los míos. Ni que decir tiene que tampoco ellos estarán especialmente interesados por afinar sus puntos de vista y trata de convencerme. ¿Para qué molestarse en hacerse entender si ninguno de los dos tenemos interés en entendernos?

El río

Frente a la dinámica «yo gano, tú pierdes», cabe ver la batalla de las ideas como un gran debate, una gran confrontación intelectual entre propuestas de felicidad y de sentido, de la que podemos beneficiarnos todos. No porque vayamos a llegar a un terreno común libre de desencuentros, sino porque estaremos creando las condiciones para hablar y dejar hablar; para escuchar y que me escuchen; para liberar la razón y ponerla a discernir cuáles son las ideas, los valores y los estilos de vida más respetuosos con la dignidad humana o más capaces de realizar el bien común. O cuáles son los que mejor responden a la sed de sentido de cada cual. Aquí el objetivo no es vencer ni imponerse, sino ilustrar o –en palabras de la RAE– «dar luz al entendimiento».

Es el enfoque por el que lleva años abogando el pintor Makoto Fujimura, quien propone pasar de un modelo de debate público basado en la escasez a otro que regale abundancia. Se trata de dejar de ver la cultura como un terreno por conquistar y de empezar a verla como un recurso común que, administrado con cuidado, produce frutos que benefician a todos.

Así entendida, la cultura se parece más a un río capaz de llevar vida a todas partes –feliz metáfora de Fujimura– que a un campo de batalla. «El trabajo cultural constructivo empieza no en el enfrentamiento, sino en el compartir ideales generosamente argumentados, visiones para las generaciones futuras, oportunidades para encontrarse y dialogar con el otro».

Este enfoque cooperativo no elimina el conflicto entre visiones del mundo. Ni promete un artificioso terreno común en el que todos nos abrazamos, a costa de renunciar a nuestras convicciones más íntimas. Significa simplemente que, a medida que más personas nos decidamos a dejar de vivir en modo combate y empecemos a vivir en modo «generativo», será más fácil trascender el conflicto y crear algo nuevo.

Al final, es una cuestión de responsabilidad personal. Cada cual ha de ver cómo va a encarnar en su vida este modo generativo de participar en el debate público. Para John Henry Newman, la concreción fue el empeño por educar el intelecto para que se acostumbre a razonar bien y a buscar la verdad; a comportarse como un caballero frente a las diferencias de opinión –un gentleman del pensamiento «nunca es mezquino ni ruin en las disputas»–; para Hannah Arendt, fue el afán por comprender, por ir al fondo de los asuntos, aunque las explicaciones dominantes fueran por otro lado; para Aleksandr Solzhenitsyn, el compromiso con el principio «ninguna colaboración personal con la mentira»; para Ernesto Sabato, la voluntad de sembrar valores humanos allí donde la razón instrumental quiere hacernos vivir únicamente bajo criterios de eficiencia; para Nicolás Gómez Dávila, el convencimiento de que «lo que creemos nos une o nos separa menos que la manera de creerlo»; para Irene Vallejo, el hábito de «la elección cuidada de las palabras para que no haya agresividad»; para Byung-Chul Han, el gusto por la actitud contemplativa frente a los incesantes estímulos de la cultura contemporánea; para Zena Hitz, el cultivo de una delicada vida interior como antídoto contra la insensibilidad, en cualquiera de sus formas y venga de donde venga…


Foto: El Partenón, símbolo de la democracia ateniense. Se puede consultar el archivo en Wikimedia Commons.