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Cuando existía la Unión Soviética, con su ideología comunista, su sistema totalitario, su poder militar y su estatuto de gran potencia, la izquierda de todo el mundo tenía en ella una referencia, un apoyo y, a la vez, una coartada.

La URSS era el resultado político de una sociedad sin clases sociales, pero sí políticas (la nomenclatura, el partido y los demás), cortada de la historia y de todos sus compromisos, hasta el del pasado de la propia nación. Era también el hogar de una revolución para el planeta entero.

La vocación internacional del comunismo pretendía desconocer las fronteras de países, de etnias y de culturas, igual podría realizarse en Oriente (China, Vietnamí que en Occidente (las «democracias populares» de ocupación en Europa, y en el continente transatlántico Cuba o Nicaragua), o aspirar al poder, o a alguna representación, en la Península Ibérica, en Italia, en Francia e, incluso con partidos mínimos y casi ni testimoniales, en la propia Anglosajonia.

Pero el que parecía tan poderoso sistema comunista se ha desmoronado, arrastrando en su mina algunos de los principios y palabras de más predicamento del discurso de una izquierda, que ahora pugna por ser reconocida como socialdemocracta, dando por olvidado que éste fue el primitivo nombre del partido que capitaneaba Lenin todavía en 1905.

Fin de los comunismos

La derrota del comunismo ha sido más política que ideológica. Ha fracasado como sistema de poder y de organización social. La refutación de su teoría ha sido práctica, no dialéctica, que es lo más contundente que puede ocurrir con una filosofía política.

Pero un hecho de tan vasto alcance no podía dejar de producir efectos más allá del estricto espacio geográfico y político en que ha tenido lugar. Así ha sido en la Europa democrática, en los países americanos, en África y hasta en el Extremo Oriente.

Concretamente en nuestro continente los comunistas más numerosos y fuertes, que eran los italianos, no pueden crecer ya por maquillados que se presenten. En Portugal y en Francia se mantienen empecinados en su precedente terquedad y van para atrás a grandes velocidades. En España están experimentando una «muerte dulce», sin que de ello se beneficien claramente esas extrañas familias que son la Izquierda Unida y el «partido sindical».

Como consecuencia de todo ello, quizá pueden ganar algo en ciertas latitudes los partidos socialistas, alguno de los cuales se encuentra tan bien establecido, o instalado, como el español. Pero a cambio de quedar desguarnecidos por su izquierda y. por así decir, a la intemperie, expuestos a las sacudidas de todas las marginalidades.

Los tres socialismos del socialismo español

Hay tres socialismos – y quizá cuatro- en el socialismo español. El «socialismo de izquierda», que no es lo mismo que la Izquierda Socialista, sino algo menos definido, más intelectual y poblado de ex-trostkistas. El que se llama a sí mismo «socialismo democrático», para distinguirse del «socialismo real» de los antiguos países comunistas y de las veleidades neoliberales, o más bien keynesianistas, de los titulados socialdemócratas. Y la «socialdemocraeia» de estos últimos, que ahora tanto se predica, sea como proyecto sea como recurso para conservar el gobierno (La cuarta especie sería la de los socialistas «pragmáticos», acomodados a la situación y adictos al poder, aunque eso les obligue a olvidarse de los radicalismos revolucionarios de horas juveniles).

Todavía se podría agregar la izquierda socialista sindical, que en sus manifestaciones políticas y en sus acciones sociales opera en la más estrecha relación de solidaridad y dependencia respecto de sus «primos» excomunistas de las históricas Comisiones, a las que también benefician esas apariciones conjuntas. ya que no se puede circular por ahí con la cara alta y colgados de un PCE que. por decirlo con el eufemismo médico habitual de estos tiempos, se encuentra en estado terminal.

El «socialismo de izquierda», tan próximo

a !o que ha querido ser el «comunismo democrático», o de «rostro humano» o «eurocomunismo». de Dubcek, Beriinguer o Carrillo, que se confunde con él y facilita inicialmente la transición de los antiguos tovarich, no parece cosa de porvenir en este mundo o por lo menos en esta hora. Con Rusia llamando a las puertas de la OTAN, con la antigua RDA formando parte de ella, con soldados soviéticos dentro y lodo, con un Nuncio en Moscú y el ühre mercado establecido por ukase del zar Boris en todo lo que fue la URSS, carece de lugar y de sentido.

El socialismo democrático

No fallan voces para defender el «socialismo democrático», pero más bien de profesores que de políticos en estado activo. En tribunas españolas lo han hecho Jürgen Habermas y Peces-Barba. Se trata de una búsqueda emprendida con más voluntad que convicción según se desprende de los textos.

Sus voceros asignan en exclusiva al socialismo todo el reformismo social de los países industrializados de Europa y de América del siglo último. Se opone, no sin evidente propiedad, socialismo democrático a totalitarismo comunista, pero a continuación se fuerza no ya la interpretación de lo hechos sino los hechos mismos.

Al «socialismo democrático» se te atribuye haber sido la única doctrina que rechazó los dos totalitarismos del siglo XX, el del fascismo y del comunismo.

En ese análisis se olvidan los frentes de la izquierda (el popular, los simplemente antifascistas, el del programa común, etc.), así como el hecho de que ¡os socialistas democráticos, al enfrentarse con los comunistas y fascistas (y algunos lo hicieron siempre), eran sólo una de las fuerzas de la resistencia democrática, junto a conservadores, liberales, cristiano-sociales, radicales y simplemente demócratas, y no la más importante de ellas.

Para augurar al «socialismo democrático» un puesto principal en el futuro, se invoca la agilidad de cintura de que hicieron gala sus mayores, igual que éstos pasaron de revolucionarios a demócratas (por así decir, de Marx a Brandt o de iglesias a Prieto), sus herederos serán ahora capaces de pasar de socialistas a liberales, o sea de Schumpeter a Hayek.

Ellos dirían que se proponen más bien la búsqueda de una «tercera vía», pero de momento están perdidos en el laberinto sin que una Ariadna piadosa les haya tendido el cabo de! hilo salvador. Los profesores discurren con sus buenas cabezas y con sus filosofías. Otros que también se proclaman adictos al «socialismo democrático» simplemente vociferan, pero sin decir nada.

Los del «socialismo democrático» se parecen a sus colegas franceses, históricos de la SFIO como Mauroy, a alemanes como Lafontaine o a ingleses como Benn. Queman tener más libertad de movimientos políticos, pero con sus partidos en el gobierno los coarta la disciplina, además de sus fidelidades ideológicas.

Los que se llaman socialdemócratas

La socialdemocracia socialista opera sobre la realidad con más soltura, porque no está atada por estrictas ortodoxias. En el orden económico procura que se apliquen recetas liberales, pero no sabe hacerlo sin el gesto autoritario de una voz que ordena y manda y acude a los recursos autoritarios del intervencionismo tecnocrático.

Su concepto de Banco Central es el de España, o el de Francia, pero nunca el de Alemania. Desde los ministerios correspondientes se gobierna toda la economía, también la que se llama de iniciativa privada. Se admite y se proclama el mercado, pero se le dirige y se le encauza.

Los socialdemócratas han despenado de los sueños de sus mayores internacionalistas. Saben ser patriotas, pero con un a clara y manifiesta voluntad de configurar desde el poder, y desde el partido, el futuro de su patria.

En los campos extraeconómicos para ellos el rey es el sector público: en la educación, en la cultura, en la sanidad, en todas las infraestructuras, etc.

Cosas de otros tiempos

Probablemente se pueden hacer otra s descripciones diferentes de la izquierda democrática en este momento en que la caída del muro la ha dejado a la intemperie. La que se ha tratado de ofrecer aquí no contempla solamente el caso de España , aunque no puede escapar al hecho de haber sido escrita y pensad a desde aquí y viviendo experiencias españolas.

Desde los tiempo s de la guerra fría, las izquierda s socialistas y democráticas europeas han solido estar políticamente a distancia casi sideral del comunismo. Si bien en el interior de los países, en ciertos asuntos y frente a terceros , también en España, no han dejado de efectuar operaciones coyunturales o tácticas de las más variadas y extrañas clases.

Eso fue así por determinadas circunstancias propias de un momento, pero también porque buscando una vía media, o por resabios históricos, o por ocupar parcelas de poder, se asociaban con quienes compartían o sólo ancestro s comunes, sino inclinaciones emocionales y algunos principios ideológicos.

La crisis de la Europa Central y del Este no es la simple consecuencia del fracaso técnico y material d e un a determinad a política económica. Ha sido el fracaso de un a ideología llevada implacablemente y por la fuerza a sus últimas consecuencias lógicas. (Nuestros actuales socialdemócratas no lo hubieran hecho nunca. Ya De los Ríos volvió espantado de su viaje a la Rusia sovietista y de su visita a Lenin).

Pero la cuestión es otra. Los principios y valores básicos de las fuerzas políticas democráticas liberales, democristianas, conservadoras o democráticas sin más, así como los de sus ideologías, son opuestos a los de la izquierda – a los de todas las izquierdas – y no es preciso que anden por ahí dando explicaciones de antiguas compañías.

Idea s básicas de una democracia y el final de la revolución

¿Cuáles son esos principios y valores que las fuerzas democráticas han de defender y fomentar para que un país como el nuestro tenga un futuro en libertad política, con verdadera alternancia, sin ligaduras y constricciones socialistas?

Más o menos lo s siguientes: concordia frente a revolución, patriotismo frente a internacionalismo, espiritualidad y religión frente a ateísmo, sociedad frente a estado, razón frente a fuerza, realismo frente a abstracción, propiedad frente a colectivismos, historia frente a orfandad, libertad frente a dictadura, etc., etc.

Era manifiesto que el final de la izquierda extrema y radical que eran los comunistas europeos tenía que producirse en algún momento.

Nadie se habría aventurado, sin embargo, a predecir que iba a suceder como ha ocurrido. Pero realmente el proceso ha sido más largo de lo que ahora parece. Venía de años ya, de antes de que Gorbachov ocupar a las primeras planas.

¿Recuerdan ustedes el salto de Lech Walesa, que estaba expulsado de los astilleros Lenin de su ciudad de Gdansk, y escaló las verjas penetrando en ellos para ponerse al frente de la protesta popular? Pues eso fue hace ya once años y medio: el 14 de agosto de 1980.

En la URSS gobernaba – o lo que fuera – Leónidas Breznev y el presidente americano se llamaba Cárter. Parece que el mundo era otro. Pero no: fue ayer.

Fundador de Nueva Revista