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Como consecuencia de la globalización, la mayoría de los productos y servicios de cualquier país compiten en lo que antes se consideraban mercados locales, porque estos mercados también se han globalizado. Y la crisis ha deprimido la demanda, de tal manera que solo los mejores productos y servicios encuentran comprador. Así, ninguna economía puede renunciar a emplear la capacidad de sus ciudadanos para que recurran a su conocimiento, tanto cuando participan en la concepción y generación de su oferta, como cuando son compradores, porque esta actitud estimulará la calidad de lo que el país ofrece al mercado global.

Es verdad que la primera manifestación, realmente espectacular, de las consecuencias de la innovación tuvo lugar con la Revolución Industrial, en el último tercio del siglo XIX. Fue una innovación basada en conocimientos técnicos, aquellos que permitían hacer cosas útiles. Poco a poco se fue introduciendo una nueva innovación, la basada en tecnología, es decir en técnicas, nuevas o no tan nuevas, que habían sido entendidas, mejoradas o creadas gracias al conocimiento científico. Esta nueva innovación demostró su extraordinaria eficacia en la Segunda Guerra Mundial y, seguidamente, fue asumida por políticos y empresarios de los países más avanzados. El famoso informe de 1945, Science. The Endless Frontier, preparado por Vanennvar Bush, a petición del presidente Roosevelt, hizo popular el concepto de I+D y guió grandes decisiones empresariales y públicas en los países que optaron por la innovación, como base de su modelo económico. Para muchos otros países, la primera forma de innovar, la que no se preocupaba de generar nueva tecnología y confiaba en el conocimiento técnico o tecnológico disponible, ha continuado siendo una forma de crecimiento económico, que han venido utilizando muchos sectores tradicionales y, especialmente, los servicios.En nuestro país, prácticamente todos los sectores optaron mayoritariamente por este camino si decidían innovar.

En cualquier caso, la innovación tiene siempre dos ciclos, que con frecuencia se solapan. En uno se crea o asimila el conocimiento, y en el otro se utiliza para generar una mejor oferta. No tienen por qué ser coincidentes ni en el tiempo, ni en los agentes que participan en la innovación. La generación de conocimientos, tanto técnicos como tecnológicos, tiene una dinámica propia y puede tener lugar tanto mucho antes como muy cerca de la aplicación. Y lo creadores del conocimiento pueden ser los mismos o, como ocurre frecuentemente, ser muy distintos de los que lo aprovechan en procesos económicos. Porque nunca hay que olvidar, como decía Peter Drucker, que la innovación no es un hecho científico, sino económico y social. Y esto lleva a distinguir entre invención e innovación. Toda innovación parte de una o de muchas invenciones, pero solo llega a serlo cuando el producto, servicio o los procesos que los hacen posibles tienen éxito económico.

También es verdad que cuando no se genera conocimiento, es imposible que haya innovación sin una cierta comprensión y asimilación de que vaya a utilizarse. Es una regla general que cuanto mayor es la implicación empresarial en asumir el conocimiento, mayores serán las consecuencias económicas de la innovación. Durante muchos años, en los países que no asumían la innovación como una fuente de su crecimiento económico, se consideraba que la adaptación a las nuevas técnicas o tecnologías era una cuestión de la estrategia para el largo plazo. El cambio tecnológico era entonces muy lento y se decía que su «adopción» debía hacerse cuando las condiciones fueran «favorables», porque no se consideraba fundamental para mantener la competitividad. Ahora el cambio tecnológico se ha acelerado vertiginosamente y para ser competitivo hay que ser capaz, como mínimo, de seguirlo, y esta es la menor implicación que debe tener una empresa que quiera continuar en su mercado.

La raiz histórica de la falta de innovación española

Con frecuencia se olvida que España no tuvo ningún papel activo en la Revolución Industrial. Fue la oportunidad de negocio que ofrecían las nuevas soluciones, técnicas y tecnológicas, para atender necesidades elementales, como las comunicaciones o la minería, las que acercaron los avances de aquella época a España. Fue muy escasa la preocupación por asimilar la tecnología que resolvía nuestros problemas. En consecuencia, una parte importante del valor que generaba la aplicación de las innovaciones se destinaba a retribuir el conocimiento que las había hecho posibles y no había gran interés en entenderlo y mucho menos en hacerlo progresar en nuestro país. Fue una colonización tecnológica, en la que el país se ha sentido cómodo durante muchas décadas. Hasta tal punto que esta colonización ha sido muy bien aceptada por nuestras clases dirigentes, tanto políticas como empresariales. Es muy difícil encontrar en los escritos de nuestros intelectuales referencias a esta situación. Es todavía más difícil que encontrar denuncias por nuestra falta de producción científica, que por lo menos fueron aireadas por los pocos hombres de ciencia que hemos tenido en España. En realidad, y como consecuencia de esto, solo las necesidades administrativas guiaron el desarrollo de la formación de los técnicos e ingenieros españoles. Para las empresas españolas eran mucho menos necesarios que para las de los países que habían sido realmente activos en la Revolución Industrial.

Toda esta historia es compatible con la supervivencia de un mercado cerrado, donde los aranceles limaban las ganancias de los creadores extranjeros de tecnología, y aportaban una mayor racionalidad económica a aquel modelo. Hubo, por lo menos, una consecuencia perversa para nuestra cultura, la existencia de un círculo vicioso que perpetuaba nuestra desafortunada situación como creadores y pioneros en la utilización de tecnología. Como todo círculo vicioso, se puede describir empezando por cualquiera de sus etapas. Había una casi nula capacidad de crear ciencia y tecnología, en consecuencia no había demanda de estos «productos», ni por las empresas ni por la sociedad, lo cual no estimulaba la necesidad de crearlos y así sucesivamente. En consecuencia, y muy al contrario de lo que ocurría y ocurre en los países que hoy admiramos, nuestro modelo económico se desenvolvía, y se puede decir que todavía se desenvuelve, de espaldas a la oportunidad que ofrece la temprana utilización de un conocimiento, aunque no sea el propio.

Ha tenido que llegar la profunda crisis actual para que la opinión pública española constate la gravedad de esta situación. Hoy son muchas las voces que la denuncian. Pero para esto, el país ha tenido que saborear las ventajas de una etapa de desconocida prosperidad económica, y ver su desmoronamiento. Ante la evidente insostenibilidad del crecimiento disfrutado, la opinión pública parece haber descubierto la necesidad de recurrir al conocimiento para mantener, y quizá crecer, en nuestro bienestar, como ya hacen desde hace siglos los países que envidiamos.

La corrección de un déficit secular

Para romper un círculo vicioso se puede actuar sobre cualquiera de sus etapas. Para el de la innovación, una opción, la que tomó España a mitad de la década de los ochenta, es la de aumentar la capacidad de generar conocimiento. Para países de pequeña dimensión, puede haber caminos mejores, pero seguramente no para los grandes. Finlandia e Irlanda optaron por actuar sobre las empresas. Finlandia optó por estimular las escasas locales e Irlanda por atraer unas pocas extranjeras. En ambos casos fue suficiente, para unos pocos millones de habitantes.

El caso es que España decidió crear una capacidad científica, como primer paso de la solución de este viejo problema. Muchos otros países habían tenido éxito en esta etapa, porque inyectando recursos, de una forma continua y ordenada, a un sistema científico, y aplicando reglas de exigencia en calidad, la comunidad investigadora siempre ha respondido, porque está obligada a medirse en el campo científico mundial, donde rigen los hábitos de los países más prósperos.

Hoy hay que calificar de sorprendentes los resultados de aquella decisión. En 1986, año en que se promulgó la hoy llamada Ley de la Ciencia, los artículos que se publicaron en las revistas científicas de prestigio mundial firmados por españoles superaron escasamente los 5.000 y representaban alrededor del 1% de la producción mundial, en 2010 fueron unos 60.000, siendo el 3,25% mundial. E, igualmente, ha pasado con la calidad de las publicaciones científicas españolas. En el quinquenio 1981-1985 la citación media de nuestros artículos estaba en un 50% de la media mundial, en 2004-2008 se superaba en cuatro puntos esta media. El número de investigadores en el sistema público español ha crecido de forma parecida. En 1986 no pasaban de los 19.000, en 2009 eran más de 87.000.

Pero es verdad que esto es solo un primer paso, imprescindible, para que España se incorpore a los países innovadores. La capacidad de producción de ciencia no presupone la de generar tecnología, ni mucho la de transferirla al sistema productivo. La obsolescencia de la tecnología es hoy muy rápida. Debe ser aplicada antes de que otras mejores aparezcan, y esto exige que los que se impliquen en su generación conozcan muy bien las necesidades de las empresas que, además de accesibles, sean capaces de utilizarla. Para que exista innovación es necesario que funcione bien lo que se denomina «el sistema de innovación», un conjunto de agentes que cooperan en la producción y utilización de un conocimiento económicamente útil. Y en España todavía no lo hemos conseguido, en la medida en que este sistema pueda ser un pilar de nuestra competitividad en el mercado global.

El sistema de innovación español actual

Es fácil descubrir que el sistema español de innovación es pequeño para una economía como la española, que está entre las diez mayores del mundo. Es una muestra más de que nuestro desarrollo económico no se ha hecho en base al conocimiento. El indicador de más calidad para comparaciones internacionales es el gasto en I+D, y hoy todo el mundo sabe que en España, en el año 2009, este gasto representó en 2009 el 1,38% del PIB, cuando para la media europea de los 27 fue el 1,92%. Pero todavía más, este gasto es la suma del que realizan las empresas y del de las administraciones, y en España las empresas solo fueron responsables del 0,72% del PIB, mientras que la media europea lo fueron del 1,18%. Como es bien evidente, la aportación de las administraciones españolas está a solo el 0,08% de la contribución europea, mientras que la de nuestras empresas dista en más de un 0,46%. Nuestro sistema de innovación es pequeño y desequilibrado por el menor peso que tienen las empresas en él. En estas condiciones es natural que no pueda ser hoy una base para la competitividad de nuestra economía.

Pero a pesar de todo, hay muchos datos que permiten afirmar que nuestro sistema de innovación es, en su pequeño tamaño, eficiente, y que en los años de crecimiento económico ha tenido una extraordinaria vitalidad, que ha pasado prácticamente inadvertida, precisamente por causa de su escaso valor absoluto. Este dinamismo nos debe llevar a ser optimistas, porque en estos años se ha construido un embrión de lo que deberá ser una base para la competitividad futura. Veamos por qué puede decirse esto.

En primer lugar tenemos la ya comentada capacidad de creación de ciencia. Está prácticamente concentrada en el sector público, que gasta de forma consistente con lo que es capaz de hacer: ciencia para su publicación. Su gasto por investigador es el 80% de la media europea, porque todavía debe aumentar su capacidad de generar la tecnología que puedan utilizar nuestras empresas.

Las empresas integradas en nuestro sistema de innovación son pocas, no más de 15.000, y tienen en su conjunto una capacidad limitada de generar tecnología, que es el objeto de su investigación. La intensidad de I+D, porcentaje de este gasto sobre facturación, es solamente de 1,4. Un valor que toma significado cuando se compara con lo habitual en las grandes empresas de automoción, donde supera el 3%, o con las empresas multinacionales de farmacia o de tecnologías de la información, que superan el 15%.

A esta situación empresarial se ha llegado después de una etapa de fuerte crecimiento de la actividad de I+D de las empresas. Ha aumentado el gasto medio por empresa y, año tras año, las empresas que se incorporaban a esta actividad iban creciendo a ritmos que superaban el 15%. Entre 1994 y 2008, el gasto empresarial total en I+D tuvo un crecimiento anual acumulativo superior al 10%, llegando algunos años a alcanzar el 20%. El gasto empresarial en I+D fue de unos 7.600 millones de euros en 2009, cuando en 1995 era escasamente de 1.700.

Todo esto no nos debe hacer perder la perspectiva de que nuestro tejido productivo no tiene la estructura que se espera de un país avanzado. La contribución a nuestro PIB de los sectores de alta tecnología es del orden del 1%, cuando en los países de referencia puede ser tres veces mayor. Y la de los sectores de media-alta tecnología es escasamente del 4%, que hay que comparar con el 8% habitual en aquellos otros países.

Cuando se analizan las relaciones entre estos dos agentes de nuestro sistema, la I+D pública y las empresas, a diferencia de los valores absolutos, los relativos de sus datos no son muy diferentes de los internacionales, e incluso a veces mejores. El sistema público español recibió en 2009 fondos de las empresas por un equivalente al 7,63% de su gasto, mientras que en la UE-27 fue solo del 7,42. También el importe de esta aportación frente a todo el gasto empresarial fue proporcionalmente mayor en España que en la UE-27, porque estos porcentajes fueron respectivamente el 6,22 y 4,21%.

Durante todos estos años, España se ha dotado de todos los tipos de organizaciones de soporte a la innovación con que cuentan los países más avanzados. Se han creado centros y parques tecnológicos, fundaciones públicas y privadas y asociaciones y clusters empresariales que están atendiendo, con eficacia comparable a la de otros países, a las necesidades de nuestro pequeño sistema. Un sistema que si bien en todos los indicadores de output tiene cifras acorde a su tamaño, sus tasas de crecimiento están en consonancia con la evolución descrita. Nuestras patentes europeas y PCT han crecido a dos dígitos en todos los años previos a la crisis. Nuestro muy pequeño número de patentes triádicas se corresponde con nuestro gasto en I+D. Y también han crecido a ritmos parecidos las exportaciones de bienes de equipo y de productos de alta tecnología.

Conclusiones

España no cuenta hoy con un sistema de innovación capaz de ser un motor de su competitividad. Para ello será necesario que las empresas innovadoras se cuadrupliquen y que el gasto en I+D aumente en más del 0,7% del nuestro PIB. Es un cambio importante, que exigirá esfuerzo y una especial toma de conciencia por toda la sociedad española, porque toda ella deberá ver en la aplicación del conocimiento la vía para mantener el crecimiento económico y el bienestar social, que hemos vivido en los años que precedieron a la crisis.

Las bazas que tiene España para esta aventura son mejores que nunca, porque en esta última fase de crecimiento se ha creado un embrión de un sistema innovación que ha demostrado tener mucha vitalidad. Tenemos ya una probada capacidad de creación científica, unas

15.000 empresas innovadoras y durante la última fase expansiva de nuestra economía hubo un crecimiento anual importante de empresas que optaban por la innovación. Esperemos que la duración de la crisis no sea tan larga como para destruir este embrión que, por lo menos hasta 2010, ha demostrado tanta resistencia como para mantener los gastos empresariales corrientes en I+D, es decir, para mantener su capacidad de crear tecnología.

Director General de COTEC