Glosando una glosa del gran Eugenio d’Ors, lo que no es autobiografía es plagio. Algo hay diferente, llamémoslo específico, en cada uno de nosotros, y ese algo justifica que empleemos palabras como «originalidad» a la hora de definir, y hasta de valorar, el libro que estamos leyendo.
Porque hay una cosa que me gustaría dejar clara desde el principio, y es que siempre estamos leyendo un libro. No sé cómo lo hacemos, ni sé tampoco cómo continuamos haciéndolo, pero el caso es que no hay un solo día en el año, ni un solo día, en que no dediquemos unos minutos o unas horas a la lectura. El vicio de leer suele ser solitario, pero también puede compartirse. Los griegos de la Antigüedad leían en voz alta (me enteré de eso hace muchos años, leyendo la Sintaxis griega del inefable Lasso de la Vega). Lo mismo hacía Federico Nietzsche. Y (en los viejos tiempos, al menos) mi compañero de colegio Luis Antonio de Villena. Durante muchas noches, mi mujer, Alicia Mariño, y yo mismo nos hemos leído, alternativamente, en voz alta las Sonatas de Valle-Inclán, y sólo entonces nos dimos cuenta, por ejemplo, de los errores garrafales que presenta la estructura de Sonata de estío y del perfecto ensamblaje de Sonata de primavera. Pero no sé por qué sigo divagando sobre la condición de lectores adictos que tenemos algunos y sobre las ventajas de leer en voz alta, porque lo que a mí de verdad me interesa es la frase citada al principio sobre el plagio y la autobiografía, que es donde se origina el párrafo siguiente.
Lo autobiográfico confiere, pues, autenticidad, dentro de lo que cabe, a la literatura. Y digo dentro de lo que cabe, porque nadie cuenta su vida tal y como ocurrió, sino como le conviene que haya ocurrido, surgiendo en todo momento dudas razonables sobre qué es ficción y qué realidad (si es que no son el haz y el envés de una misma cosa). Pese a todo, la autobiografía goza de cierta inmunidad diplomática en las siempre tormentosas cuestiones de la clonación literaria, entre otros motivos porque no parece lógico hablar de la experiencia propia inspirándose exclusivamente en la ajena. Pero no descuiden la guardia: hay escritores capaces de contarnos los avatares de su existencia a partir de la Vida de Torres Villarroel o de las Confesiones de San Agustín y quedarse tan anchos. Lo que voy a contarles en lo sucesivo, a saber, mis primeros pasos como lector y los caminos de mi iniciación bibliográfica, no creo haberlo leído previamente en ningún otro sitio, aunque nada es seguro en un mundo como el nuestro, bien definido por Gabriel Bocángel como «república de viento / que tiene por monarca un accidente».
En el Museo del Juguete de Figueras se exhiben, junto a las piezas de la colección permanente, diferentes fotografías de personas más o menos «famosas» con muchos menos años a cuestas y un juguete en las manos. El director del Museo, Josep Maria Joan i Rosa, me pidió una foto por el estilo, y yo acabé enviándole una de hace más de cincuenta años en que aparecía sentado en las escaleras de entrada de nuestra casa en Pozuelo de Alarcón, muy cerca de Madrid, y sumido en la (presunta) lectura de un Pulgarcito. No, no fue un oso de peluche, ni un coche teledirigido (¿los había entonces?), ni un tren eléctrico, ni un tablero de parchís, el amuleto o fetiche lúdico que me acompañaban en la foto. Lo que envié a Josep Maria fue la imagen de un niño rubicundo y cabezón de dos años de edad leyendo un tebeo.
Mis mejores juguetes, mis mayores juguetes, mis juguetes preferidos fueron, sin duda, los tebeos. Por generación (nací el 29 de diciembre de 1950) me correspondieron aquellas innumerables colecciones apaisadas de Bruguera, de Maga o de Valenciana, que costaban 6 reales en los años cincuenta y habían empezado costando exactamente la mitad, 75 céntimos, a comienzos de los cuarenta. Las grandes series de Valenciana, Purk, el Hombre de Piedra, El Espadachín Enmascarado, El Hijo de la Jungla, Milton el Corsario, Roberto Alcázar y Pedrín y El Guerrero del Antifaz eran mis favoritas. Había una tienda en la madrileña calle de los Hermanos Miralles (antes General Díaz Porlier y hoy General Díaz Porlier), semiesquina a Ayala, donde vendían números atrasados de esas colecciones, de modo que era fácil completarlas, y a mí siempre me ha interesado, sobre todas las cosas, completar las colecciones que comienzo. El dueño de la tienda se llamaba don César, era gallego y había sido condiscípulo de Franco, lo que situaba su nacimiento hacia 1892. Su ayudante tenía cuarenta años menos que él y fue quien, a su muerte, se hizo cargo del negocio, que pasó a ser una papelería normal y corriente, sin tebeos antiguos ni nada que se le pareciese. Hoy ni siquiera es ya papelería.
Pero no sólo eran las colecciones de Editorial Valenciana las que me nublaban el sentido, sino otras series como El Cachorro, El Capitán Trueno y El ]abato (por citar sólo tres entre las de Bruguera), o El Cruzado Negro, Hacha y Espada y Don Z (por citar otras tres de Maga). Todos los sábados (entonces íbamos al colegio los sábados; librábamos los jueves por las tardes, como las criadas), al salir del colegio, me detenía en un quiosco de periódicos que había -y hay- en la calle de Goya, entre Castelló y Núñez de Balboa, y me compraba los tebeos de la semana, que eran como diez o doce, y luego los leía plácidamente tumbado en un sofá del cuarto de estar de mi casa de Jorge Juan, después de merendar como un príncipe.
Esos tebeos, y los alargados de la mexicana Editorial Novaro (entre los que podría citar decenas de títulos, como Hopabng Cassidy, Gene Autry, Red Ryder, Tomahawk, Vidas Ilustres, Vidas Ejemplares, La Zorra y el Cuervo o La Pequeña Lulú), y las ediciones de Dólar de los grandes clásicos del cómic norteamericano (Flash Gordon, El Hombre Enmascarado, El Príncipe Valiente, Mandrake, Brick Bradford), constituyeron el pan bendito de mi educación sentimental. Hasta que en 4² de bachillerato, cuando tenía doce años, me encontré por primera vez en el colegio con una asignatura que dedicaba todo su temario al estudio de la Literatura (sin mezclarla con la Lengua). A fe mía que tal encuentro resultó para mí revelador.
Y no es que a partir de aquella deslumbrante revelación de la literatura dejase de leer tebeos. Ni que no hubiese leído libros antes de aquel manual de Historia de la Literatura. Desde luego que no. Siempre he compaginado la lectura de libros y tebeos sin mayores problemas, y pienso seguir haciéndolo hasta que me muera. Pero darse de bruces, en las páginas de aquel libro de 4² curso, con los autores más importantes de las letras universales, maravillosamente clasificados por épocas, por géneros y por países, supuso un antes y un después en mi carrera de lector. Sabía ya, por los tebeos (que incluían secciones de cultura recreativa) y por los nutridos estantes de la biblioteca familiar, quiénes eran, más o menos, los grandes nombres de las letras universales, pero no conocía a los que venían detrás, en letra más pequeña, y a través de mi libro de texto pude acceder a cientos de nombres que se quedaron a vivir para siempre en las mejores habitaciones del recuerdo, y allí siguen viviendo como en su propia casa, cordiales y sonrientes, hasta la atrofia de mi mente o el final de mis días. Fueron aquellas breves semblanzas biográficas y aquellas sinopsis arguméntales las que instalaron de forma permanente en mi alma el dulce tósigo de la literatura. Si unimos a las múltiples magias del providencial manualillo el descubrimiento por mi parte de los catálogos editoriales (lo que, probablemente, sucedió en la madrileña Feria del Libro, entonces ubicada en el Paseo de Recoletos), mi suerte como lector estaba echada, y mi destino como bibliófilo, asegurado. A los bibliófilos nos vuelven locos los catálogos, sean éstos meros repertorios de libros a la venta en determinadas editoriales, o sean elencos de libros antiguos, siendo estos últimos, empezando por los que la librería anticuaría Ojanguren, de Oviedo, enviaba a mi padre (y yo devoraba), los que más placer me proporcionaban en mi adolescencia y siguen proporcionándome ahora.
Dos librerías, dos, tenía abiertas la Editorial Aguilar cerca de casa de mis padres. Hoy se han convertido en sendas zapaterías, lo que habla del inexorable deterioro de los tiempos (no sé si mi admirado amigo y maestro Luis García Berlanga, confeso fetichista del calzado, estaría de acuerdo en esto). La librería Aguilar que estaba en Goya, entre Núñez de Balboa y Velázquez, era mi favorita. La visitaba siempre que podía, o siempre que lograba ahorrar las 55 pesetas necesarias para comprar un tomo de la preciosa colección «Crisol», que era lo que más ilusión podía hacerme en este mundo. Cuando mi abuela María de la Presentación, pongo por caso, me daba dinero para festejar mi santo o mi cumpleaños, yo me lo gastaba íntegramente en libros editados por Aguilar. Luego le pedía a mi abuela que me dedicase los volúmenes adquiridos para guardar un recuerdo de ella: conservo, por ejemplo, sus dedicatorias, escritas en airosa cursiva de señorita nacida en tiempos de la Restauración alfonsina, en los Libros de caballerías españoles editados por Felicidad Buendía (colección «Obras Eternas») o en Hambre y Pan del premio Nobel noruego Knut Hamsun («Crisol»). Si alguno de mis protectores prefería no darme el dinero, sino molestarse e ir a comprar el libro, yo siempre le decía que se dirigiese a Aguilar.
Había otra librería, más pequeña, llamada Pro Cultura o Procultura (no me acuerdo si se escribía junto o separado), en la calle de Goya, entre Velázquez y Lagasca, donde compraba siempre los libros Amparo Robles, una de las personas que más he querido y querré en esta vida. Amparo había sido la primera novia de Enrique Jardiel Poncela, allá por 1916 o 1917, cuando ambos tenían quince o dieciséis años, y entró a mi casa a trabajar como señorita de niños (más bien de niño, o sea, de mí, porque mi hermana ya era mayorcita) en 1952. La dueña de Procultura era una señora bajita, de nariz grande y cutis mal cuidado, gran amiga de Amparo. A mí me encantaba acompañar a mi señorita a esa librería. Todavía me acuerdo del impacto que en mí produjeron los seis tomos de las Obras de Papini (Aguilar), cuidadosamente alineados en una estantería de Procultura y marcados con un precio absolutamente prohibitivo para mi bolsillo. Ahora esos seis tomos se alinean en una privilegiada estantería de mi biblioteca, junto a las Obras completas de Stendhal, traducidas por Consuelo Berges, y a las de Rómulo Gallegos. Son imágenes que, no se sabe por qué, permanecen indelebles en el astroso desván de la memoria. Y algún significado tendrá esa permanencia, digo yo.
Me he referido antes a la biblioteca familiar, que es donde, en mi caso, empezó todo. En otras personas ese «todo» comienza en la biblioteca municipal, o en la colección de novelas francesas que había en la casa de campo de los abuelos, o en el armario con libros del aula colegial, o en el desvencijado Quijote con que la maestra premió una redacción afortunada, o en cualquier otra parte. Yo tuve la fortuna, y doy gracias a Dios por ello, de no tener que moverme de casa de mis padres para iniciarme en el vicio de la lectura (todos los vicios los adquiere uno en la niñez; luego nos limitamos a regarlos para que crezcan). En el vicio de consumir las novelas de Rafael Sabatini, por ejemplo. Allí estaban, encuadernadas de dos en dos, respetando las deliciosas cubiertas de Editorial Molino, con sus escasas, pero sugestivas, ilustraciones en blanco y negro, con sus títulos, desbordantes de pasión aventurera (El capitán Bbod, Bardelys el magnífico, El antifaz veneciano, El príncipe romántico, En el umbral de la muerte, Scaramouche, creador de reyes…), con sus formidables tramas arguméntales, que me traían y me llevaban desde el Caribe a la Italia de César Borgia, de la Revolución francesa a la Inglaterra de Cromwell, envuelto siempre en el manto protector de la fantasía, que me hacía invisible para poder asistir impunemente, y desde primera fila en el patio de butacas, a hechos heroicos, desafíos, traiciones, emboscadas, situaciones comprometidas y amores absolutos sin que me salpicara una sola gota de sangre, ni una sola gota de odio, ni una sola gota de angustia. Un Sabatini que llegaba desde Inglaterra con ese apellido tan italiano para anular fronteras entre realidad y deseo, para hacerme llegar a la felicidad suprema de ponerme en contacto con unas existencias mucho más dignas de ser vividas y mucho más interesantes que la mía, sin que el maravilloso regalo tuviese otra contrapartida que no fuera coger el libro de su estante y empezar a leerlo. Un Sabatini que, junto a Robert Louis Stevenson, Rudyard Kipling, sir Arthur Conan Doyle, Alfred de Vigny y Edmond About, por citar sólo algunos nombres, me descubrió los dos únicos oficios que nunca me han defraudado: parásito de invenciones literarias y vampiro de pasiones ajenas. Dos oficios que glosan y prolongan la noble profesión de lector y robustecen su estructura semántica, de por sí sana y fértil en matices.
Me referiré a los autores que acabo de citar, mencionando al menos una obra de cada uno de ellos que podía encontrarse en la biblioteca familiar y que leí entre los once y los trece años, inmediatamente antes e inmediatamente después de toparme en el colegio con el nunca bien ponderado manual de Historia de la Literatura. En primer lugar, El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, de Stevenson, en la vieja colección Universal, de Calpe; sería imposible trasladarles aquí y ahora una centésima parte de la emoción y de la sensación de plenitud lectora que experimenté echándome al coleto esa novela. Más tarde, digamos que hacia 1975, me topé con la editio princeps en la madrileña Librería del Prado, entonces regentada por un abuelete que respondía al nombre de don Cayo: era, efectivamente, la edición edimburguesa de 1886 de The Strange Case of Dr. Jekyll & Mr. Hyde la que se presentó ante mi vista, con su encuademación editorial original y en un estado inmejorable, pero yo no tenía esa tarde -porque era una tarde, lo recuerdo nítidamente- las mil seiscientas ridículas pesetas que don Cayo pedía por el libro; no lo reservé, probablemente por timidez; volví al día siguiente, también por la tarde, ¡y se había vendido por la mañana! A pesar de tan dolorosa contrariedad, o quizá a causa de ella, la novela stevensoniana que aborda el tema del doble se ha quedado a vivir para siempre en las entretelas más profundas de mi espíritu. Y es que todos nosotros, absolutamente todos, nos sentimos aludidos en lo más íntimo por la doble faz de un personaje que es capaz de llevar una existencia rutinaria, burguesa, pacata y victoriana de día, y que se transforma de noche en un titán del mal por el mero hecho de trasegar un vaporoso bebedizo. Las drogas modernas nos han dado a conocer de cerca ese fenómeno. Pero no es necesario tomar pócima alguna para que el monstruo que habita en lo más hondo de nuestro ser tome las riendas de nuestra conducta y nos meta en un lío. Somos dos en uno (como ese aceite milagroso que anuncian en la tele), aunque vayamos por ahí presumiendo de un solo cuerpo y una sola alma, y dándonoslas de gente muy vertebrada en lo psicológico. Somos dos. Ya se sabe: Borges y el otro.
De Kipling, cómo no, debo citar el poema If, o sea, «Si» (la conjunción condicional), que mi padre tenía enmarcado en su despacho y que ha servido de decálogo laico a muchísimos jóvenes de toda Europa a lo largo de varias generaciones. Lo de «Serás hombre, hijo mío» nos parecía -no sé muy bien por qué- un estremecedor vaticinio por cuyo pleno cumplimiento había que luchar hasta el final, ignorantes de que nuestra conversión en «hombres» nos acercaba peligrosamente a la edad en que los sueños se pudren en los vertederos y entra en barrena la imaginación. Con todo, If es un extraordinario poema, y estoy muy satisfecho de haberme dejado seducir por él.
Luego estaba El libro de la selva, en aquella edición de Gustavo Gili con la cubierta en relieve que fuera de mi abuelo Luis, que devoró mi padre y que seguía conservándose estupendamente cuando cayó en mis manos. Y que Alvaro e Inés, mis hijos, recibirán en el mismo impecable estado, porque en mi casa no habremos aprendido cosas prácticas, como ganar dinero, pero estamos puestísimos desde hace varias generaciones en cuestiones de higiene y terapéutica del libro. Nunca he sentido cariño, sino repulsión, hacia un libro zarandeado por usuarios negligentes, aunque éstos tengan nombres ilustres y salgan reseñados en las enciclopedias. Mis padres me dijeron que los libros eran nuestros amigos y que, en consecuencia, había que tratarlos con amor y delicadeza, y que disfrutaría más leyendo libros impolutos, bien cuidados y protegidos amorosamente a lo largo del tiempo por sus lectores, que leyendo volúmenes rotos o desencuadernados, con lamparones de grasa en las páginas y estúpidas o inanes anotaciones en los márgenes. Y yo he seguido al pie de la letra el consejo de mis padres. Pero volvamos a Kipling y demos por concluido el capítulo conservacionista del manual de buenas maneras que estudié en ingreso de Bachillerato y que se titulaba El muchacho bien educado.
El libro de la selva se ha seguido leyendo sin cesar en todo el mundo. Parte de la culpa la tuvo una excelente película de dibujos animados que fabricó la factoría Disney hace, tal vez, cuarenta años. Pero Mowgli y sus amigos de la jungla hubiesen sobrevivido sin Disney al desgaste de los años, porque están trazados con la mano maestra con que están dibujados los sueños literarios más consistentes y las ficciones más lúcidas y entrañables. Alianza Editorial, en su célebre colección «El libro de bolsillo», lanzó la saga en dos pequeños y manejables tomos que aún siguen reeditándose y que han entrado en todos los hogares imaginables. La elección de El libro de la selva sigue siendo una apuesta excelente a la hora de recomendar una obra literaria a los que apenas leen, porque abre el apetito lector como muy pocos libros. Yo he tenido la experiencia de poner en las manos de personas semianalfabetas los dos tomitos de Alianza, y he cosechado el fruto de que, luego, esas mismas personas me agradeciesen efusivamente un regalo que tanta diversión y placer les había suministrado.
De Alfred de Vigny leí, en aquellos años en que mi alma se desperezaba, una novela de aventuras, Cinq-Mars o una conjura en tiempos de Luis XIII, que aún circula a caballo por los loci más amoeni de mi memoria, lo mismo que El rey de las montañas, de Edmond About, una novela de agrestes bandoleros ambientada en la Grecia del siglo XIX. Mi padre, que fue siempre un aficionado impenitente a la novela de aventuras y que cuando había que jurar lo hacía siempre por el bigote y la perilla de D’Artagnan o por los venenosos ojos azules de Milady, me hizo cómplice de su afición y me asoció a su dependencia literaria, cosa que le agradezco muy de veras. Como le agradezco, y aún más si cabe, que me dejara encima de la mesa los dos volúmenes de la colección «Joya», de Aguilar, que contenían las hazañas completas de Sherlock Holmes. Pero el tema merece párrafo aparte.
Retrocedamos en nuestra máquina wellsiana del tiempo hasta el verano de 1962. Veraneábamos entonces, por absurdo que pueda parecer hoy, en el barrio de la estación de Pozuelo de Alarcón, en un hotel desvencijado de dos pisos (en aquella época llamábamos «hoteles» a lo que hoy llaman «chalés»), con aspecto de Casa Usher venida a menos. Allí me hicieron la foto con el Pulgarcito en las manos a que he hecho alusión más arriba. Allí, y más concretamente en el hall de ese hotel, que era donde se estaba más fresco de toda la casa, y a la hora de la siesta obligatoria, fue donde me metí en vena a Sherlock Holmes, de la misma manera que el detective inglés se inyectaba en la sangre todo tipo de drogas cuando no tenía trabajo. Les puedo asegurar que la droga llamada Sherlock Holmes crea adicción. Pero una adicción que en ningún caso genera ansiedad ni sufrimiento, sino diversión y placer. Tardé todo el verano en dar cumplida cuenta de los dos tomos de Aguilar (que, por cierto, se guardan ahora en mi biblioteca, en impecable estado de conservación). A partir de ese momento me convertí en un fanático de Conan Doyle, devorando (en la misma edición de Obras completas de «Joya» en que habían visto la luz los volúmenes holmesianos) sus novelas históricas, el ciclo del profesor Challenger y, desde luego, sus prodigiosos cuentos, más tarde reimpresos en varias entregas de la deliciosa colección «Nostromo», que lideraba Mauricio d’Ors. Pero la herida estética más profunda me la produjo el detective de Baker Street. Tanto las novelas largas (Estudio en escarlata, El signo de los cuatro, El sabueso de los Baskerville, El valle del terror) como los relatos breves tejen en torno al personaje una tela biográfica apasionante donde hay un contrapunto, John Watson, con el que era muy cómodo identificarse desde la butaca del hall de Pozuelo y que confirma y refuerza de manera admirable la textura moral y psicológica de Holmes. Mucho se ha escrito sobre figuras literarias tan atractivas al margen del corpus narrativo inventado por Doyle. Hubo toda una serie, rotulada «Los Archivos de Sherlock Holmes», de Ediciones Valdemar, dedicada a publicar pastiches holmesianos, y ocupó nada más y nada menos que catorce gruesos volúmenes, lo que representa, sin embargo, una mínima parte de lo que existe. Pocos personajes de ficción han obtenido un grado de reconocimiento y adhesión por parte del público tan elevado como Sherlock Holmes. Mi amigo Santiago Rodríguez Santerbás, a guisa de ejemplo, publicó en su hermoso y olvidado libro Tres pastiches Victorianos una aventura apócrifa de Holmes, donde jugaba un importante papel el violinista Sarasate, fundiendo así, como es habitual en un subgénero como el pastiche, la ficción más enloquecida con la realidad más estricta. No se pierdan el libro de S. R. S.: lo publicó Hiperión hará veinte años.
He llegado al final de la arbitraria lista de escritores que me autoimpuse a la hora de hablar de mis más remotas lecturas. Pero esa lista no es completa, ni mucho menos. Podría haberles hablado de otras obras y otras autores sin salirme por ello de la veracidad autobiográfica. Será en otra ocasión. Pero a lo que no puedo dejar de referirme, aquí y ahora, es a dos lecturas que no figuran en esa lista y que son, sin lugar a dudas, las más importantes y decisivas que realicé en los años de mi primera adolescencia. Se trata de los de Benito Pérez Galdós y de las Obras completas de William Shakespeare, que leí, «por no hacer mudanza en mi costumbre» (si me permiten el préstamo garcilasiano con un cambio en el posesivo), en los viejos y nobles tomos de la Editorial Aguilar.
Me da la impresión de que las primeras series de los Episodios nacionales galdosianos fueron lectura familiar (que no escolar) obligatoria durante muchos, muchos años. Pongamos entre 1910 y 1965, más o menos. Cuando digo «lectura familiar» quiero decir que la familia prescribía a los niños, como rito de iniciación a la adolescencia, la lectura de los Episodios. No de todas las series, porque el republicanismo y la libertad de costumbres asomaban con excesiva crudeza en las últimas. Pero sí, al menos, de las dos primeras, protagonizadas respectivamente por los inefables Gabriel Araceli y Salvador Monsalud. Y si me apuran ustedes, sólo de la primera, que es la que recomienda el reverendo padre Ladrón de Guevara en su indescriptible volumen Novelistas malos y buenos, condenando tajantemente el resto de la obra.
A mí me recetaron mis padres los Episodios nacionales en tres tomos de cortes pintados de la mencionada colección «Obras eternas». Y resulté un enfermo aplicado, porque me pulí tan preciada medicina de cabo a rabo, desde la batalla de Trafalgar a la primera República, sin dejar una sola miga en el plato. A lo ancho y largo de cinco series que Galdós fue escribiendo durante treinta años, la historia de España del siglo XIX se traslada al lector adaptada a los signos distintivos de la novela, de una novela realista en la que don Benito no deja cabo suelto en su análisis de la progresiva decadencia y del creciente ensimismamiento del sufrido solar ibérico.
Debo reconocer que leí con mucho más placer las dos primeras series que las siguientes, y especialmente la primera, que es sin lugar a dudas mi favorita, de forma que coincido con el reverendo padre Ladrón de Guevara, tan pintoresco en sus apriorísticos juicios morales como excelente catador de prosas ajenas. Cuando escribe los episodios de la primera serie, Galdós es joven todavía, y le fascina la posibilidad de tejer una laboriosa tela novelesca, folletinesca incluso, que tenga como fondo los sucesos históricos de un período tan importante de nuestra historia como es el que media entre 1805 y 1814. Prueben ustedes a sumergirse en la maraña de acontecimientos reales e inventados que don Benito mezcla, de manera sumamente efectiva, en esta primera serie, y advertirán hasta qué punto ha alcanzado lo que se proponía. Decir que sus personajes están vivos no refleja los niveles de respiración, y hasta de transpiración, con que se pasean por la saga. Se diría que están siendo filmados por una cámara y no descritos por una pluma: tal es la inmediatez, la frescura, la solidez, la realidad tangible, la verdad que desprenden sus ectoplasmas literarios.
Inés, la novia del protagonista, fue entonces, a mis doce años, mi ideal femenino. Lo sigue siendo hoy. Mi hija Inés no se llama así por la santa homónima, ni por doña Inés de Ulloa (la del Tenorio), ni por aquella reina postuma de Portugal que inmortalizaron, entre otros, Luis Vélez de Guevara y Henry de Montherlant con el nombre de Inés de Castro. Se llama Inés por Inés de Santorcaz, la hija de Luis de Santorcaz y de la bellísima Amaranta, la portentosa criatura que se inventó Galdós para justificar el paso por el mundo de Gabriel de Araceli, el héroe de la primera serie de sus Episodios nacionales. Varias generaciones de adolescentes españoles aprendimos en esa Inés lo que significa «Ewigweiblich», una de las palabras con las que el viejo Goethe, pensando siempre en Gretchen, cierra su Faust. Y no es que los Episodios carezcan de virtudes: son trepidantes, comunican vida, dan pleno cumplimiento al viejo adagio de instruir deleitando. Pero sin Inés valen poco. Imagínense cómo descendería el precio del mundo si no hubiese albergado en su interior, en algún momento de su larga y fatigosa historia, a un tipo tan genial como Shakespeare. Pues algo así.
Leer a Shakespeare ha sido lo más importante que me ha pasado en los últimos cuarenta años. Y estoy seguro de que será, también, lo más importante que va a pasarme en el futuro. Porque en Shakespeare confluyen el pasado, el presente y el porvenir como tres grandes olas que se amansan en su teatro, mientras nos susurran esta canción: «Cuanto es el hombre, cuanto ha sido y cuanto será se contiene en este puñado de piezas teatrales. Quien quiera conocer las miserias y las grandezas del ser humano de hoy, de ayer y de mañana ya sabe adonde debe acudir». A un lugar donde nunca quedará defraudado. De eso sabía un rato mi admiradísimo Víctor Hugo, quien, en su William Shakespeare, formidable monografía sobre el Cisne del Avon que leí por aquel entonces en la inevitable colección «Crisol», abordó la dramaturgia shakespeareana con un impulso homérico, con esa inigualable fuerza épica que transmite la obra del autor de Los miserables. «Quand on est jeune, on a les matins triomphants» puede leerse en el capítulo «Booz endormi», de La légende des siècles; cualquiera puede dar fe de ello: Bradomín, por ejemplo, que en Sonata de estío reconoce que prefiere hacer el amor por la mañana, al despertarse, porque «tiene las mañanas triunfantes» como el poeta francés; o yo mismo, que al aprobar la reválida de 4º con una buena calificación, les pedí a mis padres como regalo las Obras completas de Shakespeare, muy bien traducidas por don Luis Astrana Marín en un único y grueso volumen de la colección «Obras eternas», de Aguilar, y las leí de cabo a rabo a lo largo de todo el curso siguiente, durante las triunfantes mañanas de los domingos y, por lo general, en la cama. Desde las 6 hasta las 11AM, para que se hagan una idea.
Leer a Shakespeare en la cama es como hacer el amor, también en la cama, con la vida, que es una morena espectacular de ojos verdes que se parece a Hedy Lamarr. Y leerlo en la adolescencia, cuando uno está en esa etapa en la que sin remedio va convirtiéndose en uno mismo, resulta una experiencia incomunicable. La verdad es que casi todo acaba resultando incomunicable, si es que no lo fue desde siempre, pero esto todavía más, se lo aseguro. Además, ya saben ustedes a qué me refiero: todos los letraheridos hemos sentido la misma sensación en algún momento de nuestra vida, unos con William Shakespeare, otros con cualquier otro autor. Y es la sensación de que aquella lectura inaugural, sin dejar de serlo, era también la última, la de clausura. La obra dramática del viejo Will (y no sólo la dramática: ahí están los prodigiosos Sonetos, La violación de Lucrecia o El fénix y la tórtola) agota el repertorio humano y explora el territorio de nuestra especie con minuciosidad ucrónica.
Después del autor de Macbeth vendrían el Marqués de Sade, Darwin y Freud, entre otros muchos, a descubrir mediterráneos que, en su momento, resultaron muy novedosos. Pero -y fíjense cómo exagero- la teoría de la evolución, la de la relatividad, el psicoanálisis, la bomba de hidrógeno, la cartografía genética y todas esas zarandajas que surgen del barullo de la modernidad tratando de poner orden donde no lo había o de certificar el desorden, todo eso está en Shakespeare. No hay sentimiento, sensación, pasión, descubrimiento, hallazgo, frenesí, que no pueda encontrarse en el teatro de Shakespeare, en la fantástica e hiperrealista galería por donde circulan sus personajes, hechos del viento y de la arcilla con que Dios creó al primer hombre, arquetipos de todas nuestras culpas y de todos nuestros aciertos, mensajeros que llegan a explicarnos nuestras propias vidas con el ejemplo de las suyas, rebosantes al mismo tiempo de verdad y de ambigüedad. Una galería poblada por fantasmas reales de muy diverso género que, cuando pasan a nuestro lado, nos arrojan a la mente la semilla de nihilismo que llevan en la mano, una semilla que germina paradójicamente en nuestro interior, repoblando los bosques y las selvas del nuestra alma, que son los bosques y las selvas del universo, porque lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande son tan sólo metáforas de una misma espesura intelectual.
Así que cuando Macbeth nos dice aquello de que «la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y de furia y que nada significa», no se refiere sólo a su vida -la de un tirano regicida cuya esposa ha perdido la razón y cuya estrella política está a punto de declinar-, sino a nuestra vida, a la vida de cada uno de nosotros, y también a la vida del ancho mundo, tejida con los hilos del padre Caos. No sé si acierto, pero me parece que en esa frase de Macbeth y en aquella otra, tan célebre, de La tempestad en la que Próspero dice que estamos hechos de idéntica materia que los sueños, está resumido todo el programa anímico y vital del gran Will. Algunos lo hemos hecho propio, siguiendo las venerables huellas del maestro.
Que las obras dramáticas de Shakespeare hablan de cosas que pueden y que deben ser escuchadas por los jóvenes. Lo atestigua, por ejemplo, la existencia de los famosos Cuentos basados en el teatro de Shakespeare, de Charles y Mary Lamb, uno los clásicos más leídos de la literatura juvenil inglesa del siglo XIX. Lo atestiguan también dos tomitos de la benemérita colección Araluce, respectivamente titulados Historias de Shakespeare y Más historias de Shakespeare, en los que quien firma estas líneas encontró el motivo para solicitar de sus padres la adquisición de las Obras completas del Cisne del Avon. Lo atestigua la infinidad de adaptaciones para niños de las obras dramáticas shakespeareanas, incluyendo algunas translaciones al mundo del cómic que tienen verdadero interés, o alguna feliz incursión en el apasionante universo del dibujo animado. Shakespeare, como esos puzzles de un montón de piezas en cuya caja consta la recomendación «de 9 a 99 años», no tiene contraindicaciones en lo que atañe a la edad de sus lectores. Sus argumentos son los de siempre: Quiero decir con ello que Shakespeare no inventa plots, sino que se limita a elegir esos plots del amplio muestrario textual que tiene a su alcance (las Vidas paralelas de Plutarco en la versión de North, las Historias de Holinshed, William Painter, acaso nuestro Antonio de Eslava…) y luego los reelabora a placer, marcándolos a sangre y genio con la inconfundible marca de la casa, una marca que sus geniales contemporáneos -los Jonson, Marlowe, Kyd, Webster, etc.- quisieron imitar sin éxito, quedándose en Avellanedas de ese fantástico Quijote que es el corpus dramático shakespeareano.
Ha habido películas maravillosas inspiradas en el teatro de Shakespeare. Ese es otro de los méritos innegables del viejo Will. Se diría que al componer sus dramas ya era consciente de que, siglos más tarde, iba a existir una cosa llamada «guión cinematográfico» que él había practicado ante litteram con la precisión de un experto. Recuerdo un admirable filme de Trevor Nunn sobre Noche de Epifanía que dejó turulata a mi hija hace tiempo, cuando tenía nueve o diez años; la sorprendí la misma noche en que habíamos visto esa película con las Obras completas de Shakespeare, abiertas por Twelfth Night, en las manos: me dijo que sólo leía lo que decía Viola, la protagonista, que era quien le caía mejor, y que lo demás se lo saltaba; creo que aún no ha leído completa esa comedia, pero siempre se acordará de ella gracias a Trevor Nunn.
En cuanto a mí, no había visto ninguna película basada en Shakespeare cuando leí por primera vez el teatro de Shakespeare. Iba rodando en mi imaginación mis propias películas mientras iba leyendo cada pieza. Salvo las ilustraciones que acompañaban a la edición de «Obras eternas», yo no tenía cultura iconográfica shakespeareana. No había visto todavía las recreaciones de Füssli de El sueño de una noche de verano, ni la Ofelia de Millais que está en la Tate, ni tantas otras joyas de la pintura universal inspiradas por Shakespeare. Fui pintando mentalmente a los personajes del maestro con la ingenua fascinación de la primera adolescencia, y aún siguen ahí, agazapados en un rincón de mi imaginario, recordándome el irrepetible momento en que surgieron del caballete de mi fantasía, cuando la alegre brisa de la literatura comenzó a soplar en mi alcoba.
Les he contado algunos hitos de mi prehistoria como lector. Si pasado mañana tuviese que escribir un trabajo que llevara por título «La forja de un lector», repetiría algunas de las cosas que he dicho aquí, pero recordaría muchas otras, completamente diferentes, y serían distintos los nombres propios que sacaría a colación. La vida es breve, pero el arte es largo y recurre a menudo, gracias a Dios, a la magia sutil de la sorpresa.