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14 de noviembre de 2011 - 12min.
Multiculturalismo, integración, interculturalismo, laicidad… El debate está abierto en una Europa en expansión, no solo por la incorporación de nuevos países, a los que no cabe conceder como un honor lo que les corresponde por naturaleza e historia, sino sobre todo por la llegada masiva de inmigrantes portadores de una cultura bien diversa.
El problema parece consistir en el escaso entusiasmo de los visitantes por integrarse en nuestro sólido marco cultural. La verdad es que con frecuencia tal desapego resulta notablemente explícito, aunque quizá no tanto como para preguntarse si no tendrán algún motivo. Sin necesidad de salir de España, se da por hecho que nuestra cultura no nos lleva a ser racistas ni xenófobos; sobre todo cuando no se nos presentan circunstancias que lo pongan a prueba. No hay que descartar, sin embargo, que tan buena conciencia se haya consolidado muy a pesar de que sí se dan. Me explico. Es muy fácil no considerarse racista respecto a personas con otros rasgos étnicos u otro color de piel cuando no las hay en nuestro entorno real; pero pocas pruebas más netas de racismo que no verlas cuando durante siglos las hemos tenido bastante cerca, aunque quizá no lo suficiente para que nos resultara imposible ignorarlas.
La actitud de los españoles ante sus conciudadanos de etnia gitana, por ejemplo, podría servir de síntoma de la capacidad europea para ignorar al diferente; con la estupenda excusa (sobradamente confirmada en más de un caso) de su nulo interés por integrarse. El problema solo ha surgido en el ámbito europeo cuando el número de los interlocutores es ya tal que desborda la invisibilidad del gueto para convertirse en inevitable parte del paisaje. Una presencia que se hace cuantitativamente tan significativa exige explicar por qué fracasan nuestros supuestos intentos integradores; quizá no han ido mucho más allá de mirar hacia otro lado.
El problema real, que por desgracia quizá no llegue nunca a plantearse, surgiría si un número significativo de los recién llegados manifestara un decidido propósito de integrarse. Integrarse ¿en qué? En una Europa que al intentar redactar una Constitución incurre en el espantoso ridículo de mostrarse incapaz de asumir sus raíces históricas y culturales… En una Europa aún decimonónica, que parece considerar que para ser racionales hay que aparcar toda presencia de lo religioso… En una Europa en cuya Carta de Derechos Fundamentales, cuando llega el momento de abordar instituciones sociales básicas para una convivencia realmente humana, como la familia, remite a la legislación de los Estados miembros; como si se tratara de abordar peculiaridades folclóricas puramente accidentales…
Afortunadamente no se ha producido tan provocativa demanda de integración capaz de dejarnos en evidencia. Podemos, sin embargo, agradecer a una ciudadana de origen finlandés, traumatizada sin duda por la presencia de una cruz en la bandera de su país, que haya tirado de la manta colocando en el escaparate nuestro pintoresco marco de integración. Si no fuera tan grave lo que hay en juego, la situación podría considerarse de sainete.
Como es bien sabido, una ilustre (ilustrada, según los propios protagonistas) minoría europea no parece distinguir demasiado entre marco y pozo. Proponen como marco una inmersión en el vacío, como genial solución a las obvias discrepancias de contenido y colores que cualquier posible pintor acabaría planteando. El futuro de la pintura estaría en el desnudo lienzo; la imaginación al poder. Luego, en su casa, cada cual podrá dar rienda suelta a sus antojos pictóricos, recuperando progresistamente las glorias de la pintura rupestre.
A la señora Lautsi la presencia de crucifijos en las escuelas italianas, incluida la frecuentada por su vástago, le producía urticaria. El asunto no tiene por qué preocupar; no viene mal que haya gente para todo. Lo preocupante es que, al ocuparse de la cuestión el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que vela en Estrasburgo por el respeto a los derechos protegidos por el Convenio de Roma (¿les suena la ciudad?), la sala de turno decidiera, nada menos que por unanimidad, que en efecto la presencia de crucifijos en centros escolares no deja de ser una monstruosidad.
Estuve en Roma hace poco, invitado a hablar de la convivencia entre cristianos y musulmanes en España. Me hospedaron junto a la Fontana de Trevi y logré encontrar algunos minutos para dar un temprano paseo por el entorno. Imposible encontrar una esquina sin símbolo religioso incorporado. Para la receta laicista esto es indiferente. Al menos provisionalmente, habría que mostrarse tolerante con el paisaje; al fin y al cabo ya nadie vive en los cascos antiguos de nuestras viejas ciudades, y a los turistas, sin afán alguno de integración, les tira lo exótico. La escuela es, por el contrario, otra cosa. La escuela es la madre de todas las integraciones y hay que ser cuidadoso. Las calles podrán rebosar de símbolos y manifestaciones religiosas, pero la escuela ha de mostrarse aséptica. Por lo visto, tales símbolos han de ser considerados deseducadores; solo en la calle podrán verse tolerados, a la espera de que los reeducados ciudadanos lleguen en un futuro a demostrar su buen sentido eliminándolos. Misterios de la pedagogía progresista: con los niños de la calle no se juega, porque se acaban aprendiendo ordinarieces.
Variopintos jueces de Estrasburgo tuvieron a bien mostrarse unánimes a la hora de considerar un depravado adoctrinamiento la presencia en el aula de esa misma cruz que es imposible no divisar cada cien metros en un paseo urbano. El monumento al vacío exige la pared lisa, u ocupada por motivos suficientemente asépticos como para que luego no haya modo de recordarlos. Se explica la convicción laicista de que ello ofrece un pozo sin fondo de posibilidades integradoras. Al fin y al cabo, también la cultura islámica prohíbe la decoración figurativa para no incurrir en idolatría. La única diferencia pues es que el laicista se muestra más generoso a la hora de inventariar ídolos; para él, la única imagen soportable por la diosa razón es la que no existe ni siquiera en la mente.
Cuando por motivos académicos pasé unos días en China no dejaron de invitarme a pasear un poco. Inventarié varios budas, en formato poco propicio a la miniatura. No solo no me produjo urticaria alguna, ni hizo tambalear mis convicciones, sino que me resulta difícil imaginarme integrado en un contexto cultural chino sin tomarle cariño a tales iconos. Por lo que se ve, ahora es Europa la que «is different».
Hay que reconocer, sin embargo, que los italianos nunca defraudan. En vez de aceptar el nuevo evangelio, no sólo decidieron recurrir a la Gran Sala plenaria de Estrasburgo, por si tenía a bien poner en cuestión una resolución unánime salida de sus propias filas, sino que decidieron hacerlo nutridamente acompañados. Los políticos italianos de la oposición optaron por no tener demasiado que objetar; suficientes problemas tienen como para participar en el paradójico juego de montar guerras de religión en nombre de la neutralidad. Dejaron a grupos marginales el honor de ejercer de inmensa minoría en tan arriesgada diversión. En el exterior hasta ocho países tuvieron a bien respaldar al gobierno italiano. No fallaron ni siquiera los rusos; no se sabe si para dejar en evidencia al gobierno español o para transmitir la idea de que rezar por la conversión de Rusia tendría ya mucho que ver con lo de la paja en el ojo ajeno.
La Gran Sala, nada menos que por quince votos contra dos, acabó desautorizando a los unánimes magistrados autores de los lances iniciales. Su razonamiento no parece, sin embargo, para lanzar cohetes. Se ha escudado en el burladero del margen de apreciación que se reconoce a los Estados miembros a la hora de interpretar los mandatos del convenio, en aspectos colaterales sobre cuya interpretación no se constata consenso generalizado. Todo un síntoma, en este caso, de que el curioso método de integración europea consiste en dar por bueno que, en todo aquello que resulte suficientemente relevante como para generar polémica, lo mejor es que salga el sol por Antequera. Lo del crucifijo, por lo que se ve, es una simpática peculiaridad italiana, debida quizá a su rendimiento turístico. La ristra de países adheridos parecen solo querer apuntarse al negocio.
La realidad es bien distinta. Entre los países que han respaldado la reacción italiana, ante lo que se consideraba un atropello, los hay que durante decenios de opresión soviética habían defendido a capa y espada, sin salir indemnes, la laboriosa presencia de símbolos religiosos. Algo de eso saben en Nowa Huta y en no pocos enclaves más. No deja de resultar surrealista que cuando, por fin, se integran en la ansiada Europa de las libertades hubieran de ceder a Estrasburgo lo que no concedieron a Moscú. Se está creando totalitariamente un inédito problema, que lejos de ayudar a integrar a los recién llegados de otras culturas amenaza con desintegrar la nuestra. No en vano fue un papa polaco el que, bastante antes de caer el muro, dijo a Europa en Santiago de Compostela: «Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes».
El voto concordante del juez Rozakis, al que se adhiere la juez Vajic´, arranca precisamente de la constatación de que vivimos hoy en «sociedades multiculturales y multiétnicas », por lo cual «los niños que se desarrollan en este entorno están cada día más en contacto con ideas y opiniones que van más allá de las que proceden de la escuela y de sus padres». Esto justificaría una «fundada preocupación » por «ofrecer a los niños una educación que garantice su entera y plena integración en el seno de la sociedad en la que viven, y prepararles lo mejor posible para responder de manera efectiva a las expectativas de esta sociedad respecto de sus miembros». Les parece mucho más liberal una escuela italiana donde el crucifijo puede convivir con el velo islámico, porque refleja «el concepto mismo de neutralidad» mejor que «una política que prohíbe la exposición de todo símbolo religioso en un ámbito público».
A estas alturas es en efecto todo un misterio adivinar a qué Europa pretende aconsejar la institución que ostenta su nombre. El magistrado Bonello parece tenerlo claro, al enjuiciar la resolución inicial sobre el caso. «Un Tribunal de Derechos Humanos no debe dejarse se llevar por un Alzheimer histórico». «Un Tribunal Europeo no debe verse invitado a arruinar siglos de tradición europea». «Se invita al Tribunal a hacerse cómplice de un acto notable de vandalismo cultural». «La caza al crucifijo provocada por la señora Lautsi no puede en modo alguno constituir una medida que permita asegurar la neutralidad».
Claro que para considerar mera cuestión colateral la que los entusiastas magistrados iniciales consideraron nefanda había que entrar al quite. El adicional argumento aparejado ha sido considerar al crucifijo como símbolo pasivo, incapaz de generar un efectivo adoctrinamiento equiparable al de una clase de religión de carácter obligatorio. Lo curioso es que un icono tan pasivo genere urticaria, incluso en no nacidos en lejanos países. El Tribunal recuerda a la señora Lautsi que su mera «percepción subjetiva» «no bastaría por sí sola para caracterizar una violación» del convenio. Advertencia oportuna, porque la paradoja del laicismo es que acaba inevitablemente convirtiéndose en credo alternativo, confesional e incluso fundamentalista. Primero se convierte el subjetivo sentido común en ética pública y luego se confiere a esta una dimensión sagrada, merecedora de apoyo catequético. La consecuencia será entender el ámbito público profanado por la presencia de cualquier símbolo subjetivamente rechazable; aunque, eso sí, cargados de razón se permitirá tolerantemente discrepar en casa. Si bien el caso pasará a la historia como Lautsi contra Italia, en realidad ha sido Lautsi contra Europa; o sea, Lautsi contra Lautsi.
La situación no es nueva ni relativa solo a Italia. No me refiero solo a los complicados escarceos constitucionales generados por los crucifijos presentes en juzgados de Baviera. En España llegó ya al Tribunal Constitucional el problema de urticaria generado en la Universidad de Valencia, a algunos de cuyos miembros les resultaba insoportable la centenaria presencia de una imagen de la «Sedes Sapientiae» en el escudo de la institución. Tampoco, debe ser obsesión fallera, planteó menos graves problemas la parada militar celebrada en Paterna con motivo del centenario de la advocación de la Virgen de los Desamparados, lesiva al parecer para algún valenciano dado a la originalidad. No es extraño pues que la presencia del flamante presidente Cotino en las Corts, crucifijo en ristre, se haya interpretado como una grandiosa provocación.
El Tribunal Constitucional se quitó de en medio el primer asunto, imitando al prefecto romano aburrido por las disquisiciones religiosas de la contienda entre los judíos ortodoxos y el Pablo converso; aconsejó a los claustrales valencianos que se arreglaran entre ellos en el ámbito de su autonomía universitaria y no pretendieran convertir la cuestión en asunto de Estado. En cuanto a lo segundo, no dudó en dejar claro que, Constitución española en mano, el ejército puede no solo participar sino también organizar actos religiosos siempre que la asistencia sea voluntaria. Universitarios hay a los que esa disciplina cuartelera les parece demasiado permisiva y consideran profanado su centro por la presencia de una capilla. Curiosa democracia militante habría que considerarla, ajena por cierto a nuestro Constitución, como es bien sabido.
Cualquiera de tantos numerosos recién llegados, si fuera buen conocedor de nuestra reciente historia, podría mostrarnos su ardiente deseo de integración y su notable estupefacción sobre el más efectivo procedimiento para lograrla. No sabría si integrarse en la Europa que tuvo ocasión de leer en los libros, poseedora de la más rica herencia cultural de Occidente, o en la que ahora pretende diseñar un lobby no necesariamente europeo. Durante años, en partidos políticos españoles que apelaban como signo de identidad al humanismo cristiano, si se preguntaba en qué podría consistir eso, lo identificaban con algo tan positivo como no ser marxistas. No es extraño que, caído el muro, el humanismo que se nos pretende vender no sea sino un individualismo radical, fruto de un capitalismo degenerado desconocedor de toda referencia social, que tapa sus vergüenzas con apelaciones a la no discriminación. Como resultado, la apoteosis de la libertad: si un okupa acampa en la sala de estar habrá que convencer al juez de que si se le desaloja no es por su orientación sexual. No es extraño que el fervor por integrarse en esta supuesta cultura europea sea perfectamente descriptible.
Por si no se hubiera explicado bien, el magistrado Bonello regala una ilustrativa posdata: «Recientemente, se recurrió al Tribunal para que determinara si la prohibición por las autoridades turcas de la difusión de la novela Las once mil vírgenes, de Guillaume Apollinaire, podía justificarse en una sociedad democrática. Para estimar que esa novela no constituye pornografía violenta, es preciso mostrar un soberano desprecio por los principios morales contemporáneos». Anota cómo Wikipedia la califica de «novela erótica en la que el autor explora todas las facetas de la sexualidad: el sadismo alterna con el masoquismo, escatofilia con vampirismo, pedofilia con gerontofilia, onanismo con sexualidad de grupo, safismo con pederastia, etc.». Sin embargo, el Tribunal, en el caso Akdas contra Turquía de febrero de 2010, se ha precipitado a «amparar esta colección de obscenidades trascendentales, con el pretexto de que forman parte del patrimonio cultural europeo».