A Juan Manuel Bonet le ha pillado en Cracovia la confirmación de su nombramiento como nuevo director del Instituto Cervantes, y no es en absoluto extraño porque ése ha sido uno de los vértices del triángulo geográfico habitual de sus últimos años, un eje Madrid-París-Cracovia por el que se mueve gozosamente. En Cracovia nació Monika, su mujer, y tanto a ésta como a las calles de aquélla ha dedicado Bonet poemas de amor tan sencillos como emocionantes, demostrando definitivamente que no es ya que la poesía pueda ser cotidiana y honda a la vez, sino que probablemente no hay versos superiores a aquellos que exploran el misterio de lo rutinario, que encuentran significados sublimes en las cosas del día a día, que saben observar y esperar hasta que los acontecimientos más modestos y cercanos entregan su pequeña pero reveladora verdad. Lo dice Bonet en uno de sus mejores comienzos, que constituyen, más que una poética, todo un manifiesto: “Aprender del arte de la fotografía / que los instantes no decisivos importan”.
A finales de 2015 la editorial granadina Comares, bajo cuyo sello Andrés Trapiello dirige la colección La Veleta desde hace ya casi treinta años (siendo, por tanto, una de las más veteranas de nuestro panorama), publicó Via Labirinto, volumen que recogía toda la producción poética de Juan Manuel Bonet. Y aquel libro, tan deseado durante años, tan reclamado, es un banquete de vida curiosa, de alegría serena, de melancolía feliz. Los viajes y los libros y las pinturas y el amor y la evocación y las ensoñaciones y las fantasías y los edificios y las melodías conspiraban para levantar un testimonio poético del que, como quería Walt Whitman de su Song of myself, se podría decir que “quien toca este libro toca a un hombre”. Conozco a pocos poetas que se parezcan tanto a su poesía como Bonet, y no es que sus poemas sean especialmente autobiográficos o confesionales (más bien no lo son en absoluto), sino que, a su tímida manera, el poeta va autorretratándose a través de sus paseos, de sus lecturas, de sus visitas a amigos, de sus recuerdos. A veces las amenazas de la Historia o el absurdo de determinadas ausencias irrumpen para recordarnos que no estamos ante un poeta iluso o escapista, sino ante alguien que decide extraer belleza y verdad de todo lo que vive (y entre lo que uno vive, por supuesto, está lo que se sueña, lo que se desea, los recuerdos adaptados a nuestra conveniencia: si uno se pasa toda una mañana en un sillón pensando en el desierto, ¿mentirá al escribir que ha pasado la mañana en el desierto?, ¿no es esto más verdadero que si escribe un poema sobre alguien que ha estado horas sentado en un sillón?… Así hace Bonet al pasear con el fotógrafo Josef Sudek por Praga, o en otras ensoñaciones, y en ese sentido, cuando se dice que Pavel Hrádok es, más que un apócrifo, un “alter ego” suyo , se está dando en el clavo).
Poeta de vocación minimal, y a menudo deliberadamente breve, tiene la extraña virtud de ser siempre inteligible y siempre misterioso, casi transparente pero enigmático, a menudo cristalino pero inquietante: “Cualquier otra ciudad, que me hable / de cualquier otro tiempo”, exclama el “Deseo” incluido en La patria oscura. Algunos de sus versos son inseparables de las imágenes a las que acompañaban, de las cuales son casi una glosa, un pie de foto (así con las fotografías de Bernard Plossu en Nord-Sud), y otros, como los coloristas y vivaces monósticos de La dulce geometría, pueden funcionar exentos, independientes, libres, pero todos aciertan a la hora de homenajear, completar o por lo menos complementar aquello que los ha inspirado. No hay ni una sola nota falsa en la partitura poética de Juan Manuel Bonet, ni una sola palabra que no sea honesta y cierta, nada que no haya sido encontrado con naturalidad y buena disposición, y no hay, por tanto, nada muerto ni artificioso en sus versos, como mucho espejismos buscados y contradicciones divertidas, como la que convierte a un poeta parisino en uno de los mejores poetas españoles vivos.