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Hay determinadas cosas a las que uno llega tarde en la vida. Me sucedió con Mozart. Durante muchos años no supe encontrarle el gusto. La música de Mozart carece de los abismos trágicos de Beethoven, de la complejidad estructural de Bruckner o del fulgor metafísico de un Bach. En casa, después de un día de trabajo prefería refugiarme en Wagner – su Tristán, por ejemplo – antes que en La Flauta Mágica, escuchar el Otelo verdiano antes que Don Giovanni. Más tarde, el paso del tiempo me puso en mi lugar y Mozart recuperó su centralidad. Supongo que, en alguna ocasión, nos ha ocurrido a todos lo mismo y uno aprende a desconfiar de su propio juicio crítico. Algo semejante me sucedió con Jane Austen. Su aparente simplicidad me enojaba, los dramas se me hacían aburridos y me resultaba imposible interesarme en su línea argumental. Entre las hermanas Brontë y Austen, escogía a las primeras. De hecho, hubiera elegido casi a cualquier otro escritor antes que a Jane Austen. Ahora sé que me equivocaba y que no podría imaginar mi vida de lector sin ella.

Más tarde, el paso del tiempo me puso en mi lugar y Mozart recuperó su centralidad

El milagro de Austen es la ausencia absoluta de artificio. Como señala el crítico norteamericano William Deresiewicz en su fundamental  A Jane Austen education: “al eliminar de sus novelas todas aquellas circunstancias extraordinarias que llaman nuestra atención, la autora reclama que nos centremos en aquello que habitualmente dejamos de lado en la narración: nuestro día a día”. La idea puede parecer revolucionaria – y tal vez lo fue en la Inglaterra romántica de finales del XVIII y principios del XIX -, pero mantiene toda su originalidad: cualquier vida – incluso la más monótona – merece ser contada. No somos pobres en historias memorables – como alertaba el filósofo alemán Walter Benjamin -, sino que simplemente no sabemos sorprendernos ante la milagrosa sustancia de la cotidianidad. Adentrándose en las grandes novelas austenianas -Emma, Orgullo y Prejuicio, Mansfield Park-, el lector recorre la humilde geografía de cualquier relación humana: el amor, la amistad, el afán de aprender, la brillantez necesaria del wit, las convenciones sociales; la dificultad, en definitiva, de madurar como personas.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.