Jacques Le Goff. (Toulon, 1924 – París, 2014). Profesor de Historia e investigador en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, destacado representante de la Nouvelle Histoire, fue uno de los más prestigiosos medievalistas europeos. Además de La civilización del Occidente medieval, es autor, entre otras obras, de La bolsa y la vida, Mercaderes y banqueros de la Edad Media, El orden de la memoria: el tiempo como imaginario, y ¿Nació Europa en la Edad Media?
Avance
La Edad Media central (siglos X-XIII) fue un momento decisivo en la evolución de Occidente no solo por los avances materiales, como el nacimiento de la ciudad o el dominio del tiempo y del espacio, mediante el reloj mecánico y los instrumentos de navegación respectivamente; sino también por la transformación de las mentalidades en ámbitos como la familia, el trabajo o el dinero. A esto último contribuyó la aparición de la universidad, al calor de las escuelas catedralicias, que expandió considerablemente el conocimiento y fomentó el espíritu crítico. Lo cual sirvió para establecer «estructuras fundamentales para el mundo actual». De ahí que no se deba hablar de edad de las tinieblas refiriéndose al medievo. Sin negar la naturaleza cruel y primitiva de aquella época, es preciso destacar, a la vez, su «incontestable potencia creadora», que marca el comienzo del Occidente actual.
Apunta el autor dos aspectos esenciales para entender la civilización medieval: el papel central jugado por la Iglesia, como religión y como ideología dominante, con la aspiración y el impulso hacia la paz, la luz y la superación heroica; y el carácter global, universal, que tuvo la cultura: la unidad de los saberes en las ciencias, las artes, las letras y el derecho.
Artículo
He centrado el libro en el período de los siglos X-XIII, la Edad Media central que, en una perspectiva más amplia, también es un momento decisivo en la evolución de Occidente: la elección de un mundo abierto frente a un mundo cerrado, a pesar de los titubeos de la cristiandad del siglo XIII entre los dos modelos; la opción, aún inconsciente y frenada por la mentalidad autárquica, para el crecimiento y el establecimiento de unas estructuras aún fundamentales para el mundo actual.
Ese tiempo vio el nacimiento de la ciudad (la ciudad medieval es distinta de la ciudad antigua, y la ciudad de la revolución también será diferente) y de la aldea, el auténtico comienzo de una economía monetaria, los inventos tecnológicos capaces de garantizar la conquista rural, el artesanado preindustrial, la construcción a gran escala (arado asimétrico de ruedas y vertedera, herramientas de hierro, molino de agua con sus aplicaciones y molino de viento, sistema de levas, telares, tornos elevadores, sistema de tracción animal «moderno»). Con la aparición de la máquina de uso utilitario (y no solo lúdico o militar) se crean a la vez nuevos modos de dominación del espacio y del tiempo, sobre todo del espacio marítimo, con la invención del timón de codaste, la adopción de la brújula, de nuevos tipos de navío, los avances en la precisión de las medidas, la noción de horas iguales y la fabricación de relojes para medirlas y anunciarlas.
La Iglesia conserva y a veces refuerza su control ideológico e intelectual, pero la alfabetización progresa, la oposición litterati-ilitterati (instruidos-ignorantes, versados en latín y gente confinada a las lenguas vulgares) ya no es sinónimo de oposición entre clérigos y laicos, puesto que un nuevo tipo de enseñanza y de ciencia, la escolástica, apoyada en una institución nueva, la universidad, sigue siendo clerical pero fomenta el espíritu crítico y alienta en su seno el desarrollo de conocimientos y oficios jurídicos y médicos que pronto se le irán de las manos a la Iglesia. A pesar del internacionalismo cristiano, los hombres se agrupan cada vez más en naciones y en Estados en torno a dirigentes laicos según un modelo principalmente monárquico o principesco.
Las estructuras sociales y mentales conceden un lugar privilegiado a ciertos tipos de organización ternaria («el esquema indoeuropeo tripartito: los que rezan, los que combaten y los que trabajan, o también, con el afianzamiento del concepto de medio, de intermediario, la trilogía de los grandes, de los medios y de los pequeños»), o pluralista (los estados del mundo, las virtudes y los vicios). Las mentalidades cambian: surgen nuevas actitudes frente al tiempo, al dinero, al trabajo, a la familia a pesar del vigor persistente de los modelos aristocráticos reforzados por la formación del ideal cortés, principal código propiamente occidental de comportamiento, sean cuales fueren las influencias árabes que hubiera podido haber y la aparición de tradiciones populares que se propagan al amparo de un pensamiento «folclórico».
La Iglesia crea para esta sociedad nueva un humanismo cristiano que realza la imagen del hombre humillado en Job, en contraste con la imagen de Dios, transforma la devoción gracias al florecimiento del culto mariano y a la humanización del modelo cristológico, trastorna la geografía del más allá insinuando un purgatorio entre el paraíso y el infierno, privilegiando de este modo la muerte y el juicio individual.
Pero no todo es de color rosa, en contra de lo que pretenden algunos, en este florecimiento de la Edad Media central. La hambruna es una amenaza permanente, la violencia omnipresente, las luchas sociales agrias y constantes, por más que hagan su aparición formas más pacíficas y organizadas de resistencia de clases y grupos dominados, como la huelga en el medio artesanal y en el universitario. La Iglesia, inquieta e incapaz, «a pesar de las órdenes monásticas y religiosas nuevas, cistercienses y órdenes mendicantes, y los concilios fomentados por el papado», de un auténtico aggiornamento (lo que ella llama la reforma) redobla su recurso al infierno y organiza ese cristianismo del miedo que Jean Delumeau nos muestra a la perfección estudiando el período siguiente. Pero está bien claro que, al menos a partir del siglo XI, ya no se puede hablar, como se ha hecho de los siglos XVI al XIX, de edad de tinieblas refiriéndose a la Edad Media en la que nuestro tiempo encuentra nuestra infancia, el auténtico comienzo del Occidente actual, sea cual fuere la importancia de las herencias judeocristiana, grecorromana, «bárbara», tradicional, que la sociedad medieval recibió. A pesar de la verdadera crueldad de los tiempos medievales en muchos aspectos de la vida cotidiana, cada vez nos cuesta más aceptar que medieval sea sinónimo de retrasado y de salvaje. Aceptaríamos de mejor gana un concepto algo así como primitivo, puesto que esa época se halla casi seducida y dominada por el primitivismo. Lo esencial es la incontestable potencia creadora de la Edad Media.
Si para mí el corazón de la Edad Media sigue estando situado en los tres siglos y medio que van desde el año mil a la peste negra, hoy me sentiría más inclinado a recolocar esa Edad Media corta dentro de una Edad Media que se extendería desde aproximadamente el siglo III hasta mediados más o menos del siglo XIX, un milenio y medio en el que el sistema esencial es el del feudalismo, aunque haya que distinguir fases a veces bien diferenciadas. Mi «hermosa» Edad Media del crecimiento se halla enmarcada entre dos zonas de recesión o de estancamiento que han llevado a Emmanuel Le Roy Ladurie a evocar la idea de una historia (casi) inmóvil, por más que se niegue, evidentemente, como cualquier historiador, a detener la historia, lo cual equivaldría a negarla.
Por lo demás, ni esa alta Edad Media que se remonta según mi opinión a lo que se llama actualmente la Antigüedad tardía, ni el ecosistema de Emmanuel Le Roy Ladurie, referente al período que se denominaba en la escuela «moderno», me parecen simples decaimientos de la historia. Incluso si, en mi opinión, se ha exagerado la importancia de los renacimientos (tanto el carolingio como el de los humanistas), los siglos IX y XVI, los siglos de Carlomagno y de Carlos V respectivamente a decir de Voltaire, son tiempos de renovación. Lo esencial para la cristiandad latina es ese largo equilibrio del modo de producción feudal dominado por la ideología cristiana, que se extiende desde finales de la Antigüedad clásica hasta la revolución industrial, no sin crisis e innovaciones.
De este modo mi Edad Media se halla más que nunca —lo que no es más que una paradoja aparente— anclada en la larga duración y arrastrada por un vivo movimiento. El sistema que yo describo se caracteriza por el paso de la subsistencia al crecimiento. Produce excedentes, pero no sabe reinvertirlos. Gasta, derrocha con magnanimidad las recolecciones, los monumentos —lo que es hermoso—, y los hombres —lo que es triste—. No sabe qué hacer con su dinero, constreñida entre el desprecio de los adeptos de la pobreza voluntaria y las condenas de la usura por parte de la Iglesia
Sin embargo, el Occidente experimenta, entre los siglos XI y XIV, una conversión esencial. Antes se contentaba con subsistir, con sobrevivir, porque creía que el fin de los tiempos estaba próximo. El mundo envejecía y el miedo del Anticristo se contrarrestaba con el deseo del Milenio, del reino de los santos sobre la tierra o, de una forma más conforme con la ortodoxia de la Iglesia, la espera del Juicio final alentaba por igual la esperanza del Paraíso y el temor del Infierno. Ahora se instala sobre la tierra por un tiempo siempre limitado, pero más largo, y piensa, más que en la vuelta a la pureza original del Paraíso o de la Iglesia primitiva o en el vaivén al final de los tiempos, en lo que le separa aún de la eternidad. Lo provisional va a durar aún. Cada vez piensa más en arreglar su morada terrestre y en procurarse, en el más allá, un territorio, un reino de espera y de esperanza entre la muerte individual y la resurrección final, el Purgatorio. […]
Realidades materiales y simbólicas
Comienzo por un estudio de las estructuras del espacio y del tiempo no solo porque son los marcos fundamentales de toda sociedad, sino porque su estudio muestra que nada se aprende y nada funciona en historia que no sea una estructura mixta de realidades materiales y simbólicas. El espacio en la Edad Media es a la vez la conquista de territorios, de itinerarios, de lugares y la elaboración de la representación de esos espacios. Un espacio valorado que relega a un puesto accidental la oposición antigua de la derecha y de la izquierda para poner mayor énfasis en los pares alto y bajo, interior y exterior. Un espacio construido como la realización de una identidad colectiva pero que distingue a la vez espacios de exclusión en su mismo seno para el hereje, para el judío y también para aquellos cristianos en quienes la sociedad dominante no ve más que ideales desviados: el itinerante convertido en vagabundo, el pobre convertido en mendigo sano, el leproso convertido en envenenador, el folclore que deja traslucir detrás de sus máscaras de carnaval su verdadero rostro, el de Satanás.
Un tiempo que se disputa entre los campanarios de los clérigos y las atalayas de los laicos, entre el tiempo rebosante de rupturas de la escatología acompasado por las conversiones, los milagros, las epifanías diabólicas y divinas y el tiempo continuo de la historia que estudiosos y cronistas construyen laboriosamente, el tiempo circular del calendario litúrgico y el tiempo lineal de las historias y de los relatos, el tiempo del trabajo, el tiempo del ocio, y la aparición lenta de un tiempo divisible en partes iguales y mecánicamente medibles, el de los relojes, que es a la vez el del poder unificador, del Estado. De este modo en las estructuras profundas se revela esta unión de lo real y de lo imaginario cuya comprensión se opone a la inaceptable problemática de la infraestructura y de la superestructura, viejas lunas que nunca esclarecieron nada.
Me sigue pareciendo necesario insistir, a los dos extremos de la cadena histórica, en dos ámbitos cuya importancia han demostrado insistentemente las más recientes investigaciones: la cultura material y las mentalidades. Por lo demás, no es que la primera sea puramente material. Los antropólogos nos han enseñado a descifrar la comida y el vestido como si fueran los códigos alimentario e indumentario. Los hombres de la Edad Media han invertido mucho, de forma simbólica, en estos códigos. La sociedad de la caza y de la carne asada miraba por encima del hombro al mundo de la agricultura y del puchero, pero ambos, en un nivel distinto, eran hortenses por una parte y carnívoros por otra. En cuanto al vestido, solo citaré un fenómeno espectacular: el triunfo de la indumentaria de piel que acaba de estudiar magistralmente Robert Delort, y la revolución del pelo que no eriza las pieles hacia el exterior, sino que las mete (en forma de forro) hacia el interior.
En cuanto a las segundas, las mentalidades, quizá sean una respuesta torpe al viejo proyecto de los historiadores de introducir en su disciplina, aún en la infancia, la psicología colectiva de una forma no demasiado impresionista o subjetiva, manteniendo siempre en las estructuras mentales su plasticidad y su maleabilidad. Esas mentalidades son, sobre todo, el medio de abrir la puerta a un más allá de la historia, a algo más que al empobrecimiento de la historia rutinaria, neopositivista o pseudomarxista.
En la encrucijada de lo material y de lo simbólico el cuerpo ofrece al historiador de la cultura medieval un observatorio privilegiado: en ese mundo donde los gestos litúrgicos y el ascetismo, la fuerza física y el aspecto corporal, la comunicación oral y la lenta valoración del trabajo cuentan tanto, es muy importante dar toda su importancia a la palabra y al gesto, más allá de los documentos escritos.
Ante todo, yo pienso que el funcionamiento de la sociedad se esclarece sobre todo mediante los antagonismos sociales, mediante la lucha de clases, aun si el concepto de clase no se adapta demasiado bien a las estructuras sociales de la Edad Media. Pero esas estructuras también se hallan empapadas de representaciones mentales y de simbolismos. De ahí la necesidad de completar el análisis de las realidades sociales mediante las del imaginario social, del que uno de los logros más originales en la Edad Media es el recurso al esquema trifuncional indoeuropeo, cuya importancia ha puesto de relieve Georges Dumézil y al que Georges Duby acaba de consagrar un gran libro: Les Trois Ordres ou l’imaginaire du féodalisme.
En fin, pienso que al tratar de describir y de explicar la civilización medieval no hay que olvidar dos realidades esenciales.
La primera se refiere a la naturaleza misma del período. La Iglesia desempeña en él un papel central fundamental. Pero se puede observar que el cristianismo funciona entonces en dos niveles diferentes: como ideología dominante apoyada en una potencia temporal considerable y como religión propiamente dicha. Desestimar cualquiera de estos papeles llevaría a la incomprensión y al error. Por lo demás, en el último período medieval, el que, según yo, comienza después de la peste negra, la conciencia más o menos clara que tiene la Iglesia de la puesta en tela de juicio de su papel ideológico la conduce a ese endurecimiento que se manifestará en la caza de brujas y, más en general, en la difusión del cristianismo del miedo. Pero la religión cristiana jamás se redujo a ese papel de ideólogo y de policía de la sociedad establecida. Y eso sobre todo en la Edad Media, que debe a la religión cristiana su aspiración y su impulso hacia la paz, la luz, la superación heroica, un humanismo donde el hombre peregrino, hecho a imagen y semejanza de Dios, aspira a una eternidad que tiene no detrás sino ante él.
La segunda realidad es de orden científico e intelectual. Probablemente no hay período de la historia al que la enseñanza universitaria tradicional haya diseccionado más que éste, en Francia, por supuesto, y con frecuencia también fuera de ella. La historia general o propiamente dicha ha quedado separada de la historia del arte y de la arqueología (esta última en pleno florecimiento), de la historia de la literatura (habría que decir de las literaturas en ese mundo bilingüe donde se desarrollan, junto al latín de los clérigos, las lenguas vernáculas), de la historia del derecho (también aquí habría que decir de los derechos, puesto que el canónico se formaba al lado del derecho romano que cobraba nuevo vigor). Pero quizá ninguna sociedad, ninguna civilización haya sentido con más fuerza la pasión de la globalidad, del todo. La Edad Media fue, para bien y para mal, totalitaria. Reconocer su unidad equivale, ante todo, a restituirle su globalidad.
Versión extractada de la introducción de Jacques Le Goff a La civilización del Occidente medieval (Paidós, 1999, págs. 11-17), con la autorización de © ediciones Paidós. Las negritas son de NR.
Foto de cabecera: «De multiplicatione specierum», dibujos de óptica atribuidos a Roger Bacon o Robert Grosseteste. Siglo XIII. CC Wikimedia Commons