Al cierre de este número, hemos tenido noticia del fallecimiento, el pasado día 3 de marzo, de Isidoro Rasines Linares, profesor de Investigación del Instituto de Ciencia de Materiales del CSIC, académico correspondiente de la Real Academia de Farmacia y miembro del Consejo Editorial de Nueva Revista desde su primer número. En la primavera pasada había recibido tratamiento contra un proceso tumoral que le diagnosticaron entonces; su gran fortaleza física (Isidoro siempre fue un gran deportista) y su coraje le han permitido aguantar a pie firme las consecuencias del tratamiento químico y llevar su vida habitual, hasta prácticamente pocos días antes de su fallecimiento, a la edad de 78 años.
Isidoro nació en Matanzas (Cuba), en 1927, y se crió en Torrelavega (Santander), de donde era originaria su familia. Hizo la carrera de Ciencias Químicas en la Universidad Complutense de Madrid, donde se licenció en 1950. Marchó a continuación a Bilbao, para hacerse cargo de la dirección de Gaztelueta, el primer colegio obra corporativa del Opus Dei. Unos años antes, en Madrid, Isidoro había conocido a san Josemaría Escrivá, su fundador, y decidido comprometerse con la espiritualidad y los apostolados que éste promovía. Iniciado en las tareas de educación, Rasines llegó a formar parte del Consejo Nacional de Educación y fue miembro de la Comisión Española de Cooperación con la UNESCO.
Isidoro supo hacer compatibles estas responsabilidades docentes y de gestión con la actualización constante de su formación científica. Gracias a lo cual pudo defender su tesis doctoral en 1970 en la misma universidad en la que se había licenciado, con una memoria sobre óxidos mixtos de metales de transición, dirigida por el catedrático Enrique Gutiérrez Ríos.
Ese mismo año inició la docencia universitaria en la Universidad de Navarra, de la que además fue nombrado secretario general. Sus nuevas ocupaciones tampoco le impidieron mantener viva su investigación, que hizo avanzar paulatinamente en la línea iniciada con su tesis doctoral. A la investigación química pudo dedicarse por completo a partir de 1979, cuando fue promocionado a investigador científico en el CSIC. Desde ese momento, fijó definitivamente su residencia en Madrid.
«Aunque tuvo que afrontar las reticencias de los que consideraban que investigar sobre los «obsoletos y denostados» óxidos mixtos no tenía ningún interés —ha señalado Enrique Gutiérrez Puebla en el obituario que firma para El Mundo (6 de marzo)—, la realidad quiso darle la razón cuando en 1986 dos científicos que trabajaban en Zúrich descubrieron el fenómeno de la superconductividad de alta temperatura en un óxido mixto de cobre, estroncio y lantano, y poco después, otros investigadores norteamericanos la encontraron en otro óxido de cobre, bario e ytrio. El hecho de ser precisamente ambos compuestos óxidos mixtos […] hizo que el grupo de investigación de Rasines fuera uno de los pocos españoles que estaba en condiciones de preparar y estudiar estos nuevos materiales que atraían el interés de muchísimos grupos de investigación».
Por su parte, Pedro García Casado, en la nota necrológica qué publicaba en ABC (7 de marzo), cuantificaba el prestigio científico de Isidoro con los siguiente datos: 150 trabajos de investigación en las revistas internacionales de más prestigio, participación en 30 proyectos de investigación, elaboración de 115 fichas de patrones de difracción de rayos X para el International Centre for Difraction Data, presentación de 134 comunicaciones a congresos nacionales e internacionales, y dirección de seis tesis doctorales.
Sus colaboraciones en Nueva Revista —la primera fue en el número 3, correspondiente a abril de 1990; la última, en diciembre de 2003— estuvieron orientadas no sólo por su deseo de divulgar los hallazgos de la investigación científica avanzada, desarrollada por él en el campo de los superconductores; también por el de transmitir su convencimiento de que la ciencia y el conocimiento, cultivados con el rigor, la tenacidad y la sociabilidad que orientaban su trabajo y el de los equipos que él dirigía o con los que colaboraba, producen grandes beneficios de orden material y de progreso humano en las sociedades en las que se desarrolla.
Isidoro era hombre culto, de lecturas amplias, que exigía a su prosa divulgativa una exactitud similar a la que, en el laboratorio, le había permitido ponerse en la vanguardia en un campo particular de la ciencia química. Remito la comprobación de este aserto a la lectura de un artículo suyo titulado «Supermateriales 1996» (n.° 48, pp. 110-115), en el que con asombrosa pulcritud logra hacer comprensibles, incluso para los que somos de Letras, los descubrimientos de los premios Nobel de Física de ese año (la superfluidez del isótopo de masa tres del helio), y los correspondientes a los de Química (las propiedades del «fulereno», una nueva forma de carbono). Precisamente en este artículo, y dando muestras de ese cultura humanista, cosmopolita y cristiana que era para él tan natural como el mechero Bunsen, escribió, citando unas palabras del cristalógrafo holandés Niels Stensen (Esteno, para nosotros): Pulchra quae videntur, pulchriora quae sciuntur, longe pulcherrima quae ignorantur.
Los que hemos tenido la suerte de convivir con Isidoro, de tratarle y conversar con él en las reuniones del consejo editorial o en su trabajo, sabemos que su trato hacía verdadera la primera parte de esa sentencia latina. Su investigación científica, su pasión por enseñar y aprender, su generosidad cuando trabajaba en equipo, sacaban de nuevo verdadero al sabio holandés del siglo XVIII, por lo que su frase añadía luego. Y en fin, que Isidoro esté descubriendo con precisión y exactitud, ya sin posibilidad de error, esas otras cosas, las más bellas de todas, de las que hablara su colega holandés, nos llena de consuelo por su pérdida y nos proporciona la esperanza de llegar, junto a él, a conocerlas.