Tiempo de lectura: 7 min.

La reciente campaña electoral europea finalizada el pasado 7 de junio ha propugnado que los ciudadanos europeos influyen en las decisiones parlamentarias y que éstas, a su vez, afectan al futuro de la Unión Europea y al de sus ciudadanos, pero la UE aparenta ser una amalgama de complejas instituciones en la que políticos, líderes y diplomáticos toman las decisiones que parte de la ciudadanía europea, por referéndum, rechazó. Si los ciudadanos se equivocaron, allí están los políticos para acudir al rescate de sus súbditos ignorantes. La UE sigue siendo el proyecto internacional más ambicioso e influyente que afecta a 27 naciones, pero a falta de un debate público sobre su finalidad y lastrada por su déficit democrático, el futuro de su integración política está en duda.

Así, en las últimas fechas surgen multitud de preguntas: ¿hacia dónde debe dirigirse la UE?, ¿quién debe guiarla?, ¿cómo pueden los líderes de la Comisión Europea, comisarios y parlamentarios atraer la atención de la ciudadanía?, ¿puede el proyecto funcionar desde Bruselas sin impulso ciudadano? El proyecto de constitución respondía a varias de estas cuestiones, pero el Tratado de Lisboa ahonda en la herida abierta pues se olvida de explicar cuál es la idea de Europa y cómo es ésta de compatible y armonizable con los estados nacionales. En su trayectoria la UE ha compatibilizado la integración económica y política de sus miembros (en unas materias más que en otras) con la identidad propia de cada uno de ellos, su historia y sus costumbres, pero existen dos aspectos que ponen de manifiesto las deficiencias de la UE: la falta de un espacio público europeo y la carencia de una política exterior común.

Al igual que el éxito de toda buena historia depende de su capacidad de enganche, de que la mayor parte de la gente se sienta reconocida e integrada en ella (Antonio Estella, El País, 20-05-2009), el futuro europeo dependerá del compromiso de sus ciudadanos. En el caso europeo, lo que se inició como una historia y un concepto económico y de mercancías se ha ido transformando en un proyecto político de ciudadanía, un proyecto supranacional en el que no sólo las mercancías sino los europeos pueden moverse libremente, con seguridad, sin consideración de su nacionalidad o destino. En cierto modo, es un proceso contrario al final más o menos trágico que el pensamiento y la sensibilidad europea intuían para Europa; a diferencia de otras civilizaciones, Europa «un día se hundiría bajo el paradójico peso de sus conquistas y de la riqueza y complejidad sin parangón de su historia».

Y aunque este prodigioso y ambicioso proyecto siga adelante, es lastrado por sus ciudadanos que anteponen su ciudadanía nacional a su carácter europeo. La generación europea de los años veinte -Thomas Mann, Stephan Zweig, Karl Kraus, por nombrar unos pocos- podía responder al carácter cosmopolita que representa la UE, pero la fuerza de los nacionalismos y regionalismos les llevaron al exilio de una Europa perdida. Hoy día la idea de nacionalismo europeo es compatible con la de la comunidad nacional; no se busca lo que distingue a alemanes de ingleses de polacos, sino los valores comunes que les acercan: la libertad, democracia, la cultura, el pensamiento griego, el derecho romano, etc. Pero sigue habiendo tensión entre la identidad europea y la nacional, máxime si, como ocurre en España, además de la identidad nacional existen múltiples identidades regionales con claras distinciones y, en ocasiones, sentimientos excluyentes.

Cuando los ciudadanos compatibilicen su identidad nacional o regional con su pertenencia a una comunidad europea definida podremos hallar el «interés común» -aquello que se realiza en beneficio de una comunidad- que precisa la UE para progresar en su integración y que es el fundamento sobre el que los parlamentarios europeos legislan: éstos deben defender los intereses y objetivos comunes de los europeos, legislar en atención a los intereses de su sociedad o, al menos, a la interpretación que hace de los mismos. Dicho de otra forma, si la integración europea es consecuencia de una voluntad de unidad, de constituir un demos y una comunidad ética diferenciada, ¿qué medio utilizan los ciudadanos europeos para expresar dicha voluntad?

Los euroescépticos aún sostienen y prefieren que la Unión Europea sea una unión de estados soberanos, de intereses divergentes, que funcione de forma intergubernamental como unión de múltiples entidades políticas. En el lado opuesto, los integracionistas aseguran que la UE representa una verdadera sociedad compuesta por los ciudadanos europeos.

Esta segunda concepción -sociedad como tal- requiere un alto nivel de integración, una sociedad, según la terminología de John Rawls, de gentes razonables, liberales y justas, que bajo el concepto de liberalismo político, se reúnen con la idea de la razón pública. La sociedad europea es utilizada en derecho internacional como ejemplo de integración supranacional, de una verdadera sociedad universal, limitada al espacio europeo, integrada como tal e independiente de las sociedades nacionales: más cercano al concepto de «comunidad». Si a nivel global la idea de Humanidad en su concepción como sujeto de derecho (el género humano, de ahí los crímenes «contra la humanidad») implica que ésta sólo puede ejercer la titularidad de los derechos que le corresponde a través de una comunidad internacional estructurada y con personalidad definida, a nivel europeo significa concebir Europa como sujeto de derecho capaz de ejercitar los derechos que le corresponden y a sus ciudadanos capaces de ejercitar los suyos ante Europa.

En cierto modo, en este mundo de orden inestable, la U.E. supone un exponente postmoderno que no se fundamenta en el equilibrio de poderes o el uso de la fuerza sino en que la distinción entre lo interno y lo externo se rompe, en el que la individualidad clásica del Estado se deshace pero en lugar de dar lugar a estructuras frágiles como en el periodo de entreguerras, da lugar a un mayor orden y cohesión. Esta estructura, en todo caso, aún no ha logrado constituir una nación a escala supraestatal ni una ciudadanía supranacional.

Existen dos aspectos que ponen de manifiesto las deficiencias de la U.E.: la falta de un espacio público europeo y la carencia de una política exterior común.

La idea de sociedad nace del concepto de ciudadanía en una democracia constitucional. En una sociedad así, los miembros de la administración y gobierno actúan sobre la base de, y siguiendo a, la razón pública, siendo ésta la expresión de los ciudadanos que actúan como legisladores; el efecto consecuente es el entendimiento del acto legal como expresión de la razón pública, adquiriendo, con ello, la legitimidad requerida. En una sociedad constitucional democrática, la legitimidad del gobierno nace del pueblo y los actos legislativos son legítimos porque, idealmente, se han configurado sobre la base y en busca de la razón pública expresada a través de la soberanía popular. Esta correlación entre razón pública y gobernanza, que determina el grado de correlación entre ciudadanos y gobernantes se muestra en parlamentos nacionales, pero no en el Parlamento europeo a pesar de sus competencias.

En los últimos años ha aumentado considerablemente la labor del Parlamento europeo y las decisiones tomadas en Bruselas influyen cada vez más en el quehacer cotidiano de Copenhague, Nápoles o Sevilla (un claro ejemplo: la instauración del servicio de emergencias telefónico regulado a nivel comunitario, que permite a todos los ciudadanos europeos llamar al 112, número europeo común de urgencia) aún queda por crear un espacio público europeo, equivalente a un espacio nacional, en el que se forme la opinión pública que el Parlamento debiera considerar. Sin este espacio público las políticas de la UE aparentan ser más distantes aunque lleguen a nuestros hogares y el Parlamento se ve como una institución alejada del europeo de a pie.

Los ensayos de democratización europeos que se han desarrollado desde 1990 han procurado llevar a cabo un proceso de relegitimación de las instituciones europeas enfrentadas a dos grandes riesgos: por un lado, el modelo nacional expuesto por los federalistas, poco trasladable a escala europea, que sustituye la idea de comunidad por conceptos nacionales, y por otro, la deriva intergubernamental e instrumental de las instituciones europeas (José M. de Areilza, Working Paper, IE Law School,30-03-2009). Más allá se encontrarían los integracionistas pretendiendo construir bajo una base democrática instituciones y procedimientos que permitan generar una política fiscal, exterior y de seguridad común, que equipare a los Estados miembros.

El modelo integracionista se ha puesto de manifiesto en numerosos avances de armonización fiscal que se han llevado a cabo gracias al trabajo conjunto de las instituciones europeas y los Estados miembros de la UE Hoy en día, ni los más euroescépticos ponen en entredicho el sistema común del IVA y nadie discute que ha sido un factor decisivo en la configuración de un auténtico mercado único sin barreras al comercio interior. Pero no puede decirse lo mismo de la armonización de la fiscalidad directa, en la que los avances han sido mucho más limitados y las reticencias de los Estados a perder su soberanía fiscal mucho mayores, sobre todo una vez cedidas sus competencias en política monetaria a favor del Banco Central Europeo.

La acción exterior de la Unión es otro gran escollo en la teoría de la integración europea. Aunque exista cierto consenso general de que Europa necesita un representante unificado común para reforzar su posición en el mundo y su capacidad negociadora frente a Estados Unidos, Rusia,China o en el conflicto de Oriente Medio, tanto políticos como electores prefieren mantener cierta independencia en materia exterior -principalmente franceses e ingleses-. Por ello, el Tratado de Lisboa regula un Alto Representante de Política Exterior en lugar de un Ministro de Exteriores, que será también vicepresidente de la Comisión Europea pero que no podrá interferir en la política exterior de cada Estado miembro ni en su política de seguridad y defensa. Continúa de esta forma la vieja lucha por la centralización o descentralización del poder europeo.

Jürgen Habermas expone dos argumentos clarividentes para la centralización del poder exterior en Bruselas a Europa y creación de una política exterior y de defensa común. Por un lado, los Estados europeos deben ser conscientes de su limitada capacidad para, individualmente, influir en el panorama internacional ante EE.UU. o Rusia y los poderes emergentes de China, India o Brasil. Y por otro, en una sociedad mundial multiculturalmente dividida y estructuralmente diferenciada, no hay posibilidad de crear una institucionalización trasnacional de política interior si los países medianos y pequeños no se agrupan regionalmente para así, con una voz única, tener capacidad de acción y negociación global.

Cuando los ciudadanos compatibilicen su identidad nacional o regional con su pertenencia a una comunidad europea definida podremos hallar el «interés común» que precisa la U.E. para progresar en su integración.

Además, en las relaciones internacionales, a pesar de la creciente multitud e importancia de las organizaciones internacionales gubernamentales y no gubernamentales, los Estados más fuertes siguen siendo actores muy influyentes, y ninguno de ellos es europeo. Ni Alemania, ni Francia, ni Inglaterra juegan, por sí solos, un papel relevante en Oriente Medio, en Latinoamérica o en los conflictos asiáticos. España juega un papel destacado en Latinoamérica basado en el ímpetu de sus empresas más internacionales, pero ni influye ni condiciona como lo hace EE.UU. a pesar de la lengua y el pasado común. Y ante el ímpetu ruso es la Europa del Este la que empuja hacia una política exterior unificada que permita presionar a Rusia o a Ucrania para asegurar el abastecimiento de gas y de las demás fuentes de energía de las que Europa carece.

La existencia de un demos, de una sociedad de gentes europea que se exprese a través de un espacio público común, permitiría al denostado Parlamento europeo resolver el problema de legitimidad que le ata. El Tratado de Lisboa ha permitido desbloquear la comprometida situación europea tras el rechazo del proyecto de Constitución por Francia y Países Bajos, proyecto que España aprobó en referéndum en 2005, pero no constituye el demos constitucional necesario para resolver el déficit democrático de las instituciones europeas que nos permita soñar con la integración política final de la Europa de los 27.

Hasta que los ciudadanos de los Estados miembros no se sientan tan europeos como de sus respectivas nacionalidades, no podrá haber una única sociedad europea con una voz y un interés común, y no se podrá legitimar la labor del Parlamento europeo tan influyente pero distante al mismo tiempo.

Analista de relaciones internacionales