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El breve texto La libertad de ser libres(1) (lo citaremos como Libertad) de Hannah Arendt (1906-1975), escrito probablemente en 1967, no vio la luz hasta su publicación on line en el verano de 2017. Apenas cuarenta páginas de generoso tamaño de letra (además de un epílogo de treinta y una bibliografía de seis), cuya lectura resulta de extraordinario provecho.

Los numerosos lectores de la filósofa política alemana sin duda no encontrarán nada especialmente novedoso en él. Arendt vuelve a exponer algunas de las constantes de su pensamiento, aunque esta vez de una forma breve e intensa que es de agradecer. Para quienes no conozcan a la autora de La condición humana(2) este volumen puede servirles como aperitivo de entrada a sus mejores obras.

La libertad de ser libres se relaciona estrechamente con uno de esos libros importantes de Arendt: Sobre la Revolución (3) (lo citaremos como Revolución). Fue publicado en 1963 tras dedicarle tres intensos años de trabajo. Su origen fue un curso monográfico en Princeton en 1959, aunque las preocupaciones de las que trata ya podían encontrarse en el primer libro que la hizo famosa: Los orígenes del totalitarismo (1951) (4). En Sobre la revolución compara la Revolución americana con la Revolución francesa. Ese también es el tema central del opúsculo ahora traducido, que puede tomarse como una conferencia de presentación de las ideas principales del ensayo más extenso. ¿De qué ideas trata?

LIBERTAD DE, LIBERTAD PARA

Sobre la revolución comienza con una descripción de la situación de las colonias que llegarían a ser Estados Unidos. En ellas, «por primera vez en la historia de la humanidad, se descubre una vida bendecida por la abundancia en vez de por la maldición de la escasez», siendo la primera (y única) sociedad sin pobreza anterior a la Edad Moderna. En ese mismo momento, por ejemplo, la situación de Francia era de miseria para la mayoría de la población (diecinueve millones de un total de veinte vivían en la indigencia, Libertad, p. 30). Al no ocurrir nada parecido en las colonias, se había ido formando una sociedad «de hombres ligados por los suaves lazos de un gobierno moderado» en el que se vivía con igualdad envidiable lejos de la violencia del Viejo Mundo. De hecho, señala Arendt, la Revolución americana refuta las teorías de la lucha de clases de Marx (Revolución, pp. 27-30).

La Revolución americana se caracteriza porque en ella no se busca liberarse de una situación de pobreza sino que, contando con una población ya acomodada, se desea participar de la vida pública

En otras palabras, la Revolución americana se caracterizaría porque en ella no se busca liberarse de una situación de pobreza (libertad de, liberación), sino que, contando con una población ya acomodada, desean participar de la vida pública. Los habitantes de las colonias constituyeron asambleas populares por las que participaban en el gobierno de las ciudades. Querían deliberar sobre lo que debían hacer. Y ahí es donde chocaron con
el centralismo de Gran Bretaña. Los ciudadanos, «ya sean jóvenes o viejos, ricos o pobres, de alto rango o humildes, ignorantes o cultos» se movían por «el deseo de ser vistos, oídos, elogiados, aprobados y respetados por las personas que los rodean». Tenían, en palabras de Adams, uno de los fundadores de Estados Unidos, «el deseo de destacar entre otros». Y ese deseo no les conducía solamente al individualismo, tan característico de Estados Unidos, sino que «el deseo de sobresalir hace que los hombres amen la compañía de sus semejantes (…) para ser vistos, escuchados, conocidos y recordados por otros». Ese tipo de libertad pide igualdad, no sabe de súbditos ni de soberanos (Libertad, pp. 27-28). La libertad por la que se abogaba en las colonias era una libertad para: no necesitaban quitarse el peso de una pobreza que no existía, sino participar en un proyecto o tarea común. Eso no lo entendió Londres.

¿Cómo era la situación en la Francia anterior a la Revolución? Dramáticamente distinta. Allí lo que abundaban eran los desposeídos, la gente que no contaba para nada dentro de la Historia. En Francia, señala Arendt, los olvidados salen a la calle porque descubren que la libertad y la autonomía solo existían para los privilegiados. «Lo que tendemos a denominar la historia de la humanidad es, en su mayor parte, la historia de esos pocos privilegiados. Solo los que están libres de la necesidad pueden apreciar plenamente lo que es estar libre del miedo, y solo estos se hallan en condiciones de concebir la pasión por la libertad pública» (Libertad, p. 35). En Francia la lectura marxista de la historia se aplica mejor. En ese país la búsqueda de libertad para el pueblo debe entenderse por tanto como liberación. Lo que pretende la liberación es escapar de la oscuridad, la libertad de comer, vestir o reproducirse, una libertad social que en principio no tiene por qué interesarse de las cosas del gobierno, que escapan a los intereses del pueblo llano. «La libertad del pueblo está en su vida privada» (Libertad, p. 40).

Arendt, siempre brillante en su análisis, no duda en señalar incoherencias en sendos planteamientos. En primer lugar, los americanos que quieren restablecer una nueva Atenas a lo grande, basan su bienestar en la ignorancia deliberada de la situación de los esclavos. Para ellos la esclavitud es una realidad invisible. Había un total de 1.850.000 ciudadanos blancos y libres, y unos 400.000 esclavos. Runciman, en La hipocresía política, recuerda cómo el mismo Jefferson poseía seiscientos y a lo largo de su vida solo dio libertad a siete (cuatro de ellos eran los hijos que tuvo con su esclava y concubina Sally Hemings, hija de blanco y negra y hermanastra de su esposa fallecida) (5). En Estados Unidos la declaración de que «todos los hombres hemos sido creados iguales por Dios» no se aplicaba a todas las razas (Libertad, pp. 30-32). Tocqueville profetizó en La democracia en América, muchos años antes de la guerra civil, que esta tensión rompería al nuevo país. La ruptura seguía presente cuando Arendt escribió estos dos ensayos (los sesenta fueron los años de la llamada lucha por los derechos civiles), y aún en nuestros días.

La raíz de toda revolución, entendida no como restauración sino como ocasión de lo nuevo, tiene sus raíces en la condición de comienzo de cada persona humana

¿Cuál fue la incoherencia de la Revolución francesa? Que en su reivindicación de la liberación de los oprimidos, y en su consideración de que esta no incluía la participación del pueblo en las tareas de gobierno, los revolucionarios repetían los planteamientos del despotismo ilustrado que habían iniciado los monarcas ingleses (Carlos I). El despotismo miraba por la felicidad del pueblo, y para eso no era necesaria una república auténtica (Libertad, p. 41). Que esto fue así lo prueba la realidad de otra Revolución, la rusa. Arendt recoge en su texto unas palabras de su admirada Rosa Luxemburgo, quien en 1918 escribía: «Con la represión de la vida política en el conjunto del país, la propia vida muere en todas las instituciones públicas, se convierte en una apariencia de vida en la que queda solo la burocracia como elemento activo. La vida pública se adormece paulatinamente, dirigen y gobiernan unas pocas docenas de cabecillas del partido (…). Entre ellos, lleva en realidad la voz cantante solo un puñado de cabezas pensantes. (…) Una dictadura, en definitiva; pero no la dicta- dura del proletariado, sino la dictadura de un puñado de políticos» (Libertad, pp. 42-43).

La libertad para de Estados Unidos fue ciega a la necesidad de liberación de los más pobres (los esclavos); la libertad de en Francia inutilizó la posibilidad de la libertad para, la posibilidad de que todos los hombres protagonizaran el proyecto político.

EL OLVIDADO SENTIDO DE LA PALABRA «REVOLUCIÓN»

Otra de las ideas de Arendt, que aparece en los dos textos que se están analizando, es la del significado real del término revolución. Inicialmente esta palabra se aplicaba al campo de la astronomía —por ejemplo, en Copérnico— e indicaba la repetición cíclica de los movimientos de planetas y estrellas. Una revolución consistía en un movimiento predecible y regular (Revolución, p. 55; Libertad, p. 17).

Desde este punto de vista, toda revolución sería una restauración, volver al plan originario que, por los motivos que fueran, había caído en el olvido. Tal idea responde a la visión por la que los asuntos humanos son siempre cíclicos: los imperios se levantan, caen y son sustituidos por otros. Los asuntos humanos siguen una serie de movimientos constantes. Hasta el punto de que, por ejemplo, en Grecia se consideraban esos asuntos solo de relativo interés (Revolución, p. 35). La prueba de que la palabra revolución se entendía fundamentalmente en este sentido la cifra Arendt en que el logro de la Revolución Gloriosa fue precisamente la restauración de la monarquía, la vuelta al verdadero orden de las cosas (Revolución, p. 57; Libertad, p. 18).

En Francia primó la comprensión del proceso revolucionario como movimiento irresistible, «que era algo irrevocable que escapaba al poder de un rey» y también al poder del pueblo

Inicialmente los revolucionarios americanos y franceses se entendieron a sí mismos de ese modo. Deseaban volver al origen y «ambas estuvieron dirigidas, en sus etapas iniciales, por hombres firmemente convencidos de que su papel se limitaba a restaurar un antiguo orden de cosas que había sido perturbado y violado por el despotismo de la monarquía absoluta o por los abusos del gobierno colonial» (Revolución, p. 58). Conscientemente querían volver a lo antiguo, cuando las cosas eran como debían ser.

¿Cómo se dio el giro a un sentido directamente contrario del término revolución? «Solo durante el curso de las revoluciones del siglo XVIII los hombres comenzaron a tener conciencia de que un nuevo origen podía constituir un fenómeno político, que podía ser resultado de lo que los hombres hubiesen hecho y de lo que conscientemente se propusieron hacer. Desde entonces, un «continente nuevo» y un «hombre nuevo» que de él surgiese no fueron ya necesarios para inspirar la esperanza en un nuevo orden de cosas. El Novus ordo saeculorum ya no era una bendición dispersada por el «gran proyecto y designio de la Providencia», ni la novedad la posesión orgullosa y, a la vez, espantosa de los pocos. Una vez que la novedad había llegado a la plaza pública, significó el origen de una nueva historia, que habían iniciado, sin proponérselo, los hombres de acción, para que fuese hecha realidad, ampliada y prolongada por su posteridad» (Revolución, p. 62).

La expresión recién citada, Novus ordo saeculorum, aparece en los dos textos de Arendt, y es clave en ambos. La idea de novedad está en el corazón de toda la obra de la filósofa alemana. Se trata de una noción que suele aplicar al nacimiento de cada persona, y que enfrenta a Arendt con la inclinación de la tradición filosófica moderna (especialmente desde Hegel) de poner a la idea por encima del individuo. La idea de novedad es la piedra de toque en Los orígenes del totalitarismo. También resulta clave en el capítulo, titulado Acción, de La condición humana.

Por último, la utiliza con inusitada fuerza en su reportaje Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal (6), tanto para criticar la abstracción burocrática que permitió que un nazi como Eichmann pudiera organizar la «solución final del problema judío» con la mentalidad que se aplicaría para preparar los horarios de tranvía en la ciudad de Viena, como para destacar la generosidad de los ciudadanos de Dinamarca al salvar a sus compatriotas judíos de esa so- lución final. En los dos textos que nos ocupan, esa misma idea —la novedad que comienza con cada nacimiento— vuelve a tener un papel determinante.

LA DERIVA QUE CONDUJO A LOS TOTALITARISMOS

La razón de ello es la toma de conciencia de un hecho: la raíz de toda revolución, entendida no como restauración sino como ocasión de lo nuevo, tiene sus raíces en la condición de comienzo de cada persona humana. Arendt realiza un esfuerzo ímprobo en todas sus obras por denunciar la deriva abstracta, generalizante, de la filosofía moderna. Esa deriva es la que condujo a los totalitarismos. Y nace por una idea que se ha alejado del ser real.

Ella, citando a Virgilio, hace «una alabanza al nacimiento como tal, a la llegada de una nueva generación, al gran suceso salvífico o milagro que redimirá a la humanidad una y otra vez. En otras palabras, es la afirmación de la divinidad del nacimiento y la creencia de que la salvación potencial del mundo radica en el propio hecho de que la especie humana se regenera de forma constante y eterna» (Libertad, p. 47).

Ese determinismo de los dirigentes (fanáticos como Robespierre) llevaría a muchos ciudadanos franceses a preguntarse con angustia «¿quién nos libertará de nuestros libertadores?»

Cada nacimiento supone la aparición de algo inédito, de alguien absoluto, de un quién que antes no estaba. Ese es el milagro de la condición humana. Los seres humanos no son casos de una especie, sino «una paradójica pluralidad de seres únicos» (La condición humana, p. 204). Eso significa que «podemos comenzar algo porque somos comienzos y, por ende, principiantes» (Libertad, p. 47). En ese sentido el peso de la tradición se relativiza: lo entregado es importante, pero siempre mejorable. También se relativiza el peso de lo cíclico. La inspiración agustiniana de la obra de Arendt es clara desde su tesis doctoral (7), aunque ella fuera una mujer judía. Con san Agustín descubre la concepción cristiana de la historia, donde esta no es cíclica sino rectilínea.

«Es evidente que solo son concebibles fenómenos tales como la novedad, la singularidad del acontecer y otros semejantes cuando se da un concepto lineal del tiempo. La filosofía cristiana rompió con la idea de tiempo de la Antigüedad, debido a que el nacimiento de Cristo, que se produjo en el tiempo secular, constituía un nuevo origen a la vez que un acontecimiento singular e irrepetible» (Revolución, p. 34). La estricta novedad del nacimiento de Cristo dota a los cristianos (explica Arendt siguiendo a san Agustín) de una independencia respecto de los ciclos repetitivos de la historia. Y en la medida en que cada ser humano puede revivir en él la realidad del Salvador (un santo es quien se convierte en el mismo Cristo), en cada decisión de santidad, de romper con lo impuesto desde fuera, se constituye un comienzo y una revolución.

Cada nacimiento «nos revela una vez tras otra la erupción de nuevos comienzos dentro del continuum temporal e histórico. (…) El significado de la revolución es la actualización de una de las potencialidades más grandes y más elementales del hombre, la experiencia sin igual de ser libre para emprender un nuevo comienzo, de donde proviene el orgullo de haber abierto el mundo a un Novus ordo saeculorum» (Libertad, p. 49).

LA LIBERTAD DE SER LIBRES Y LA LIBERTAD APARENTE

El título del opúsculo, cuenta Thomas Meyer en el epílogo, viene de un texto escrito en 1863 por Thoreau. Decía el ensayista norteamericano: «¿Qué sentido tiene ser libres si no es vivir libres? ¿Qué valor tiene una libertad política sino como medio de alcanzar la libertad moral? ¿Es de la libertad de ser esclavos o de la libertad de ser libres de la que nos jactamos?» (citado en Libertad, p. 60).

El rey, la nobleza, la plebe no pueden considerarse autores del proceso sino fichas de la astucia de la razón de la que habla Hegel

Arendt utiliza esa expresión justo en el ecuador de sus palabras, cuando explica que «la libertad de ser libres significaba ante todo ser libre no solo del temor, sino también de la necesidad» (Libertad, p. 32).

La autora considera que esto se consiguió en Estados Unidos, a pesar del problema ya señalado sobre la esclavitud. En aquel país, tras una primera etapa de violencia (la guerra de las colonias contra Gran Bretaña), se pasó a una etapa de discusión y persuasión en la que todos eran iguales («“We the people…”, “Nosotros, la gente…”, comienza la constitución americana»; Libertad, p. 35).

En cambio, como señala en Sobre la revolución, no ocurrió lo mismo en Francia. En Francia la primera etapa fue de desintegración de lo anterior y la violencia llegó con especial fuerza en un segundo momento, en nombre de la liberación del pueblo. Pero, sobre todo, fue distinto el modo de entender el proceso revolucionario. En Estados Unidos fue la sociedad civil la que expresó su deseo de hablar, la necesidad que tenían los ciudadanos de convertirse en políticos activos en todos los niveles. En Francia, por el contrario, primó la comprensión del proceso revolucionario como necesidad histórica: se trataba de un movimiento irresistible (esto es, no fruto de la libertad, sino determinista, como ocurre con las revoluciones de las estrellas), «que era algo irrevocable que escapaba al poder de un rey» y también al poder del pueblo. En el proceso revolucionario francés reconocen el imperio de una corriente subterránea mucho más fuerte que la autoridad del monarca o que las decisiones de los agentes libres (Revolución, pp. 62-69). Nadie podría haberlo detenido, los actores del proceso revolucionario (el rey, la nobleza, la plebe) nunca pueden llegar a considerarse realmente como autores del mismo, sino como fichas de la astucia de la razón de la que hablaba Hegel y que anula por completo la idea de iniciativa y de libertad.

«Teóricamente, la consecuencia de mayor alcance de la Revolución francesa fue el nacimiento del concepto moderno de la historia en la filosofía de Hegel» (Revolución, p. 69). En él la historia se entiende como un proceso necesario de movimiento dialéctico. Es la idea que tomaría Marx como motor de la historia bajo el nombre de revolución del proletariado. En ambas el individuo no es más que una ocasión, no novedad. De ese modo, denuncia Arendt, se acaba en la «famosa dialéctica de la libertad y la necesidad, proceso en el que ambos términos pueden coincidir, lo que constituye sin duda una de las paradojas más terribles de todo el sistema de pensamiento moderno (…) como si en el curso de la Revolución francesa el movimiento irresistible y sometido a las leyes de los cuerpos celestes hubiera descendido sobre la tierra y los asuntos humanos, confiriéndoles una necesidad y regularidad que parecían estar más allá del oscuro azar» (Revolución, p. 72).

Si la revolución es necesaria, entonces la libertad es aparente. La acción de los revolucionarios sería accidental, irrelevante. Como mucho, un catalizador, pero no una causa. Del mismo modo será irrelevante la oposición a ese proceso necesario. Lo más que se podrá hacer será extirpar a aquellos que obstaculicen el desarrollo del proceso, acelerar la historia. Los Comités de Salud Pública fueron instituciones lógicas de la Revolución francesa. La guillotina, también. Ese determinismo de los dirigentes (fanáticos como Robespierre), tan distintos en actitud y carácter a los padres fundadores de los EE.UU., llevaría a muchos ciudadanos franceses a preguntarse con angustia «¿quién nos libertará de nuestros libertadores?». Y lo mismo se repitió algo más de un siglo después en el totalitarismo soviético. Se puede concluir con otra paradoja que subraya Hannah Arendt: «Resulta extraño ver cómo la opinión ilustrada americana de este siglo [el XX] tiende a interpretar la Revolución americana a la luz de la francesa y a criticarla por no haber asimilado las lecciones que se desprendían de esta. Lo triste del caso es que la Revolución francesa, que terminó en el desastre, ha hecho la historia del mundo, en tanto que la Revolución americana a la que sonrió la victoria, no ha pasado no ha pasado de ser un suceso que apenas rebasa el interés local» (Revolución, p. 74).

NOTAS
(1) H. Arendt, La libertad de ser libres, Taurus, 2018.
(2) H. Arendt, La condición humana, Paidos, 1993.
(3) H. Arendt, Sobre la revolución, Alianza, 2006.
(4) H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, 2001.
(5) D. Runciman, La hipocresía política. La máscara del poder de Hobbes hasta nues- tros días, Avarigani Editores, 2018.
(6) H. Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, Lumen, 2000.
(7) H. Arendt, El concepto de amor en san Agustín, Encuentro, 2009 (1ª ed. Original de 1929).

Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.