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El país necesita un nuevo discurso político: la claridad de sus fines y la firme voluntad de cumplirlos debe llegar con nitidez a todos.

Mil novecientos noventa y cinco promete ser un año arduo para España. Los indicadores económicos, sociales y políticos presentan signos pesimistas. En el orden político planea sobre la vida nacional el gran interrogante de unas posibles elecciones generales. Pero ni siquiera el Presidente del Gobierno, que es quien habría de disolver las Cortes y convocar los comicios, se halla en condiciones de responderlo. Tanto él como su gobierno y su partido, seguros de perder, prefieren seguir como están. Desde la oposición, por el contrario, convencidos de que ganan -ganar del todo o ganar mucho-, se quiere que se vote, y cuanto antes.

Con el calendario en la mano y la obligada fecha de las municipales y autonómicas de mayo, sólo habría tres momentos para esas eventuales elecciones: marzo, el propio mayo y octubre. El primero de estos meses requeriría una temprana disolución de las Cortes, durante las vacaciones de enero. Pero un gobierno precario como el actual, si las circunstancias no le obligan, aplazará una disolución que no le reportaría ventajas, con tanta gente como tiene colocada.

Más fácil sería convocar para mayo o para octubre. Se habría dejado algo más de tiempo para ver en qué paran -si es que paran- los ajetreos judiciales de estos meses. La presidencia de la Unión Europea del segundo semestre no es ningún obstáculo. Alemania ocupaba esa función en el 93 y tuvo elecciones en pleno mandato. Igual va a suceder ahora en Francia. La tarea de presidir la Unión es más administrativa que política, especialmente cuando el turno toca a una nación como la nuestra, que no pertenece al club de los tres grandes. Las elecciones administrativas de mayo tampoco constituirían mayor dificultad. Menos gastos para todos con la coincidencia de comicios. Y el país saldría beneficiado con un gobierno nuevo, más apoyado en la nación.

El Presidente, sin embargo, se inclina por continuar con el parlamento actual hasta que las coyunturales mayorías que lo sostienen se quiebren. Pero haya o no elecciones este año, lo que más interesa a los españoles es saber a dónde quieren dirigir el país los diferentes partidos. En su reciente libro sobre Maura, Javier Tussell ha recuperado una frase del estadista mallorquín, digna de ser meditada y convertida en lema para la acción política. En un discurso parlamentario, cuya fecha no recoge el biógrafo de don Antonio, éste dijo que «gobernar no es desear las cosas buenas y a la menor resistencia abandonarlas. Gobernar es tener un concepto perfectamente claro de lo que se persigue y una voluntad firmísima de llegar a donde se quiere»: eso debería ser lo primero que propusieran los partidos y los políticos encabezando sus ofertas.

Hay que conocer la bases de partida y el punto de destino de los posibles gobiernos: no basta con saber que el PP ya no es AP y que el PSOE rio son los rojos.

Después de 1979, nuestros socialistas proclamaron que abandonaban el discurso ideológico marxista. De la mano de su líder, almacenaron en el baúl de los recuerdos las recetas de sus mayores, pero sin definir ni conocer bien su nuevo itinerario, para embarcarse, más ligeros de equipaje, en la ambigua nave de la socialdemocracia. Ya Churchill había dicho que los pilotos de estos socialismos democráticos se parecían a Colón, que no sabía adonde iba, ni donde llegó, pero hizo todo el viaje por cuenta del gobierno, o sea, de la nación.

La gran oportunidad de la oposición «popular» española es que los socialistas han agotado su discurso y que su credibilidad se halla muy mermada. Más que por el desgaste del poder y lo dilatado de su mandato, por la desproporción entre las ilusiones que en algún momento suscitaron y lo exiguo de sus realizaciones. Los escándalos, además, dañan siempre al gobierno bajo cuya égida se producen, y más cuando se compara la situación con la decencia de la época -hoy casi mitificada- de Suárez y de la UCD.

La oposición debe presentar ante el país el nuevo discurso político para la segunda mitad de los noventa. Y tiene que hacerlo con nitidez y conseguir que llegue a todo el mundo.

Hay unos valores éticos y humanos que no han perdido nunca su vigencia en España, y hay otros que han ganado terreno en estos años democráticos. Entre los primeros se encuentran núcleos sociales básicos como la familia y los círculos próximos que la amparan y la envuelven. Igual ocurre con valores morales tan históricos y vigentes como los cristianos, que son compartidos y respetados por una inmensa mayoría de los españoles, practiquen luego o no la religión. Otro es el patriotismo, también en sus versiones menores de nivel local o regional, que no dejan de ser igualmente historia y espíritu. Y así en muchos más campos de la vida del país.

Pero a esa serie de valores han de añadirse los que han sido promovidos o alentados por la experiencia de la transición y que antes no brillaban entre las virtudes nacionales. Son el principio de la legalidad, tantas veces proclamado en las invocaciones a la Constitución y a lo constitucional. El respeto a la Corona, que no tiene nada que envidiar al que en sus buenos tiempos disfrutaban en el Reino Unido los Windsor. La aceptación del Parlamento como instancia superior del debate político y de la representación de la nación. La tolerancia y el reconocimiento del derecho de los demás a mantener sus propias opiniones, etc.

Esos valores y otros de género semejante, constituyen las piezas del concepto perfectamente claro que decía Maura que debe perseguir un político, para poner luego al servicio de su realización una firme voluntad de llegar a la meta propuesta.

Fundador de Nueva Revista