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A mediados del siglo XX China vivió el paulatino acomodamiento del comunismo en el poder. Son los años en que empieza a asomar la «nueva China », encaramándose sobre los símbolos de la «vieja China» y obligándola a empequeñecerse, a esconderse y, finalmente, a desaparecer.

El norteamericano David Kidd llegó a Pekín a finales de 1946, recién licenciado y con la intención de estudiar poesía china y enseñar inglés en la Universidad de Yenching, y permaneció allí hasta 1950.

En Historias de Pekín, versión revisada de All the Emperor’s Horses (1960), el autor atesora los recuerdos de esos años turbulentos, contemplados desde la privilegiada atalaya que le proporciona su matrimonio con la hija de una antigua familia de la aristocracia china.

Kidd, que años después se convertiría en un reputado coleccionista de arte oriental, rescata del olvido, una a una, estas anécdotas —el triste fin de las piedras vivientes, una fiesta de disfraces a la luz inquietante de la luna, el leve olor a sándalo y jazmín de una dama de buena familia, la sabiduría ancestral de Tía Qin o la nueva sabiduría de Hermana Mayor— con la misma delicadeza que si se tratase de antiguas porcelanas, y las almacena en anaqueles de rótulos genéricos y desconcertantes: «dragones, bebés rosados y asuntos consulares» o «cuadros, cocineros y criminales».

Ciertamente, parecen presagiar un cajón de sastre, pero en su lugar el lector encuentra una narración fluida y cronológica, amena, sin pretensiones de objetividad y sin sentimentalismo, con la suave pátina de añoranza que tiñe sin excepción los recuerdos de aquello que fue y ha dejado de ser.

Porque de eso se trata: de relatar los últimos vestigios de una cultura milenaria, reflejados en la suerte que corren una mansión en decadencia y la familia que la habita.

Los Yu y el propio autor son en estas páginas meros actores, responsables de transmitir, con sus historias agridulces, el punto de giro en el destino de Pekín, la ciudad del eterno resplandor.