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Conversar con Gregorio Luri constituye un lujo intelectual. Su tono, sereno y penetrante, ilumina el presente desde las grandes claves de la filosofía. En esta ocasión, utilizamos su último ensayo, ¿Matar a Sócrates? (Ed. Ariel), para dialogar sobre la actualidad del pensamiento socrático, las dificultades que afronta la democracia, la necesidad de cultivar la atención y el riesgo de caer en la intransigencia de la verdad.

 –          “Sin las arbitrarias normas políticas caemos en manos de las ciegas leyes naturales”, escribe usted en ¿Matar a Sócrates? De hacer caso a Timothy Snyder en Tierra Negra, este experimento ya se realizó durante el nazismo y es curioso constatar cómo el Holocausto alcanzó sus máximas cotas de barbarie precisamente allí donde la arbitrariedad había sido sustituida por la naturaleza y la lógica de la selección natural…

 –          Un soneto amoroso es un recurso arbitrario, pero eficaz, de embridar la barbarie del deseo. Se trata de saber, entonces, qué tipo de convivencia deseamos, la que se expresa inmediatamente en el deseo natural o la que se expresa de manera mediata en la arbitrariedad cultural. En nuestro tiempo –y esta es una de esas cosas que sólo se descubren contemplando el presente desde el pasado- nos gusta creer que estamos perdiendo el miedo al deseo, que la libertad es la libertad de nuestros deseos. Sin embargo, exigimos a la ley que reconozca que “mi cuerpo es mío”, es decir, nuestro derecho exclusivo de propiedad sobre nuestros deseos. ¿Quién nos iba a decir que Locke sería el gran profeta de los progres posmodernos?

 Sobre el valor cultural de la arbitrariedad, me remito a la obra más platónica de Nietzsche, “Más allá del bien y del mal”.

 –         Usted nos presenta a un Sócrates respetuoso de las leyes e incluso, si se fuerza el paralelismo, contrario al “derecho a decidir” unilateral. Al mismo tiempo, subraya la potente conexión que existe entre la democracia y la piedad, que pervive de algún modo en nuestros días. ¿Qué entendemos por piedad y cómo afecta a nuestro sentir democrático? Y ¿hasta qué punto la democracia necesita apoyarse en un sentimiento de piedad previo para sostenerse?

 –         Sócrates no establece ninguna restricción a la interrogación. No hay nada, ni humano ni divino, que no pueda ser puesto en cuestión. El corolario de la interrogación socrática, como sabemos, es la cicuta.

 Platón quiere preservar la interrogación filosófica de la restricción de la cicuta y para ello saca a la filosofía del ágora, que pasa inmediatamente a estar ocupada por los filósofos terapeutas, y la recluye en la Academia. Sócrates es el filósofo demócrata. Platón, no; pero no por capricho, sino porque ha descubierto que la actitud de su maestro es impía. No respeta a los dioses de la ciudad. Y una ciudad es una ciudad en virtud de los dioses que venera.

 La piedad es la actitud de humildad ante la realidad de las cosas humanas y, por lo tanto, la voluntad de diferenciar las virtudes políticas y las teóricas. El teórico, en tanto que tal, es necesariamente un hombre impío y ambicioso, que no conoce la prudencia. El político, en tanto que tal, sabe que si todos los ciudadanos se dedicasen a dialogar sobre qué es el coraje, estarían, de hecho, abriendo las puertas de la ciudad al enemigo. El gran Herman Melville lo decía de otra manera en la que para mí es la mejor novela metafísica que jamás se haya escrito, “Moby Dick”: “Cuidad de no enrolar entre vuestros vigilantes pesqueros a algún tipo de frente inclinada y mirada vacía, proclives a una inoportuna actitud meditativa; y que se ofrece a embarcarse con el “Fedón”.”

 –         Algunas de las páginas más hermosas del libro giran sobre la muerte del maestro ateniense. Creo recordar que es en Pasión Intacta donde George Steiner reflexiona también sobre esta muerte y la anuda a la de Jesucristo, como dos momentos fundacionales de la historia de la dignidad humana. El paralelismo con Jesús está poco desarrollado en el libro, aunque al final del mismo, casi de refilón, se encuentra una idea magnífica: “Si el verdadero magisterio tiene el deber moral de incubar deslealtades, no hay duda de que Sócrates ha sido un gran maestro”. Ese fue también el caso de los discípulos de Jesús, como atestiguan los distintos evangelios y también las polémicas que vivió la iglesia primitiva, representadas sobre todo por Santiago y Pablo. Esta pluralidad nos indica que la verdad es siempre fecunda y que además inspira, moviliza. Y esa verdad adquiere todavía una mayor intensidad si en lugar de las ideas tomamos el ejemplo de sus vidas. Permítame una deslealtad a la filosofía: sin la cicuta, ¿quién sería Sócrates?

 –          Platón, como acabo de decir, es el Sócrates que ha aprendido la lección de la cicuta. Y la ha tenido que aprender porque Sócrates no resucitó. Platón no encontró su sepulcro vacío. Los filósofos también mueren y esta es la gran lección de la filosofía.

¿La verdad es siempre fecunda? Yo no me atrevo a responder afirmativamente porque no quiero situarme en la posición de los cínicos, esos filósofos que confundían la terapia del alma con una actitud intransigente con la verdad. Los herederos más fieles del culto fanático a la verdad de los cínicos son los nihilistas rusos del XIX. Una ciudad en la que todo el mundo dijera siempre la verdad sería invivible. Si hemos de vivir juntos, a mí me parece que la arbitrariedad de las buenas maneras es realmente higiénica. Yo no busco que todo el mundo me diga la verdad, pero sí me gusta que nos cedamos el paso.

 La verdad nunca ha sido suficiente para educar al animal político.

 No se puede pensar decentemente si se tiene miedo a hacerse mal. Pero si se adquiere el coraje suficiente para ello se descubre enseguida el inmenso poder corrosivo de la filosofía. La filosofía no se caracteriza por refutar errores, sino por refutar verdades y, por lo tanto, como dice –de nuevo- Sócrates, por arrojar al filósofo a un laberinto.

 –         Usted ha escrito varios libros sobre educación y es uno de los grandes expertos españoles sobre el tema. Los actuales gurús ponen mucho énfasis en conceptos como “creatividad” o en las nuevas tecnologías que aspiran a resolver los déficits educativos de los alumnos, pero quizás Sócrates nos ofrezca también una vía interesante: el arte de la pregunta. Aprender a preguntar, ¿no es tan importante como aprender a responder? La gran conversación de la cultura europea ¿no se sostiene precisamente sobre la difícil disciplina de leer cuestionando, con un lápiz en la mano, una y otra vez?

 –         Si tuviera que resumir el mensaje socrático lo haría de una manera kantiana. ¡Cuántas y qué fértiles son las analogías posibles entre Sócrates y Kant! Lo haría de esta manera: quizás no sepamos nada con absoluta certeza, pero vivimos en comunidad y sin vida en común, no hay humanos; quizás no sepamos nada con absoluta certeza, pero es inteligente cuidar de nuestra alma.

 Para los filósofos antiguos, de Isócrates a Aristóteles y de Platón a Polibio, la ciudad también tiene un alma: es su régimen constitucional, entendido como su manera de vivir, su “way of life”.

 La manera de cuidar tanto del alma política como del alma personal es proporcionarle experiencias de orden.

 Uno de los grandes héroes morales del siglo XX es Jan Patocka, el gran filósofo checo, que hacía oposición al régimen comunista hablando de Platón (contemplando el presente desde el pasado) y del cuidado de uno mismo. Cuidar de uno mismo es, en primer lugar, ser consciente de que nuestra alma se da forma a sí misma con nuestras experiencias.

 En este sentido, la educación es siempre, antes que cualquier otra cosa, un tropismo de la atención. Cada ciudad se juega su ser en la educación de la atención de sus jóvenes y cada individuo se juega su alma en aquello en lo que deposita su mirada. La conexión entre estas dos formas de cuidado del alma era el ejemplo del ciudadano con conciencia republicana. Aristóteles escribe páginas magníficas sobre esto. Hoy animamos a nuestros niños, desde muy temprano a ser ellos mismos, a buscar sus diferencias, a estar orgullosos de sus singularidades. La pedagogía se ha rendido a la psicología y ha olvidado su dimensión política. Este es el auténtico mal de nuestra escuela. A nuestro tiempo le corresponde la grave tarea de decidir si la educación de la atención republicana sigue teniendo sentido.

 –          Finalmente, me gustaría preguntarle por otros dos maestros suyos: Leo Strauss y Rémi Brague. ¿Por qué deberíamos leerlos? ¿Qué los hace imprescindibles? ¿Y qué los hermana?

 –        A un filósofo se lo conoce porque es capaz de mirar cara a cara a la naturaleza y dirigirle sus propias preguntas. A los profesores de filosofía se nos conoce porque tenemos que acudir a los filósofos para saber algo de la naturaleza. Quien no esté interesado en la naturaleza de las cosas y, por lo tanto, en sustituir sus opiniones por verdades, en los libros de los grandes filósofos sólo encontrará erudición.

No está nada claro que la filosofía nos haga mejores personas. Ni tan siquiera está claro que la filosofía sea una actividad democrática. Sólo podría serlo si su fin ya no fuera la contemplación desinteresada de la verdad, sino el alivio de los males del hombre. Pero para ello ya tenemos a Jerusalén y a la caridad bíblica.

 Lo único que está claro es que la filosofía te dañará la vista y te conducirá frecuentemente al borde del abismo. La filosofía es el arte de dormir con el enemigo.

 Como la filosofía sólo se nos muestra a los que no merecemos el título de filósofos a través de los grandes libros de los filósofos, cada uno ha de buscar su propia vía de acceso al pensamiento filosófico. En mi caso, Jan Patocka, Leo Strauss o Rémi Brague me han ayudado a cruzar el umbral filosófico de Platón.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.