Los grandes pensadores transforman nuestra percepción del mundo. Tras cada uno, en consecuencia, nace una nueva crítica que aplica a la literatura esa visión recién adquirida de la realidad. Así han surgido la crítica marxista, la freudiana, la analítica o incluso el big data aplicado a la filología… La tercera escuela psicoanalítica de Viena tiene también mucho que decirnos.
Según su fundador, Viktor E. Frankl (1905-1997), autor de El hombre en busca de sentido, el ser humano necesita, mucho más y antes que cualquier cómo, un porqué, y ha de encontrarlo a través del lenguaje. Nada más natural, por tanto, que los principios de Frankl se apliquen a un entendimiento más profundo y, a la vez, más práctico de las grandes obras literarias. Él postula que la herramienta esencial en la búsqueda de sentido es la palabra, que es la herramienta esencial de la literatura. Mientras Freud llamó a su método «psicoanálisis», evocándonos en el subconsciente el mundo de los laboratorios y la ciencia, Frankl propuso la «logoterapia», instalándose en el lenguaje y en la sanación.
Esa propuesta tenía ilustres precedentes. Pedro Laín Entralgo en su La curación por la palabra en la Antigüedad Clásica (1958) concluye: «La logoterapia es en la medicina occidental tan antigua como la cultura occidental misma». Y más allá del ámbito terapéutico, la literatura ha asumido desde siempre un papel más o menos implícito de consuelo, ejemplaridad y orientación. En Grecia, el comentario a Homero era el instrumento pedagógico por excelencia para forjar el modelo de ciudadano. En el otro extremo de los siglos, la poeta argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972) ha escrito: «Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En ese sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos». Estas confluencias de Frankl no le restan originalidad, la duplican. Él les aporta la seguridad expositiva de los avances psicológicos y filosóficos de su tiempo, ofreciendo nuevos términos de comprensión para la literatura de siempre y de hoy.
Frankl aprovechó literariamente su teoría en varias ocasiones. Diagnosticó la falta de sentido del hombre actual basándose en el síntoma de que la desesperación existencial resulta uno de los temas recurrentes de la literatura contemporánea.
En otra ocasión, Viktor Frankl hubo de confortar, días antes de su ejecución, a Aaron Mitchell, último condenado a muerte en cámara de gas en la prisión de San Quintín. Frankl apenas le pudo ofrecer el recuerdo de su propia experiencia en el campo de concentración nazi y, sobre todo, el relato de la muerte de Ivan Illich, de Tolstói. Más tarde, explicó por qué: «Es el relato de la muerte de un hombre que, enfrentado con la realidad de que ya le quedaba muy poco tiempo, adquirió de pronto lúcida conciencia de cómo había disipado su vida. Pero precisamente esta idea le hizo crecer tanto en su interior que fue capaz de llenar de un sobreabundante sentido retrospectivo una vida tan insensata». Antes de ser ejecutado, Mitchell concedió una entrevista en la que, según Frankl, «se advierte con meridiana luz que había hecho suya, en todos los aspectos, la historia de la muerte de Ivan Illich».
En la explicación de esta capacidad de la literatura de afirmar lo inmutable, de entender lo ininteligible o de redimir lo insensato radica el valor de la tercera escuela vienesa de psicoterapia. De ella se deriva una crítica reconocible por su humanismo, su amplitud y su disposición a asomarse a los casos más extremos de la creación y de la vida.
«El autor ha de buscar el sentido, pero al crítico le basta con encontrar el sentido… de su búsqueda»
Una crítica más necesaria que nunca en nuestra sociedad desorientada, ya sea por la sombra alargada en posmodernidades varias de los maestros de la sospecha; ya sea porque la sobreabundancia de medios ahoga los fines, según Adophe Gesché (El sentido, Ediciones Sígueme, 2004) o porque el progreso ha sustituido al sentido, como afirma Fabrice Hadjadj. Algo, sin embargo, está cambiando, como concluye en Mayo del 68 [Rialp, 2018] Josemaría Carabante: “[Hoy] el individuo disfruta de una libertad inigualable y de un marco propicio para reavivar las fuentes que dotan de sentido su existencia. Nuestra decepcionante era del vacío coexiste, por fortuna, con una ilusionante época de búsqueda, y está empezando a desempolvar los valores, culturales y morales, que aclaran nuestra naturaleza, orientan nuestras vidas y nos permiten atisbar su significado. […] Esta es la verdadera revuelta, la auténtica revolución”.
La literatura no es el sentido
Un matiz de la teoría de Frankl se convierte en esencial cuando se aplica a la literatura: el hombre necesita el sentido, pero, ya con buscarlo, crea la tensión que sostiene su espíritu. Del mismo modo que Viktor Frankl tuvo antiguos precedentes en la psicoterapia, también tiene ilustres confluencias en la aplicación crítica de este método. Nótese esta máxima de Max Jacob en Consejos a un joven poeta (1941): «Lo que hace a un gran médico o a un gran poeta no es el número de libros que hayan leído, sino la calidad de su vida interior: la asimilación de los conocimientos y la búsqueda».
La obra del sacerdote belga Charles Moeller (19121986), autor de la magna Literatura del siglo xx y cristianismo, se basa en valorar en todo momento la autenticidad de la búsqueda del sentido que emprende el escritor, con independencia de que lo encuentre o no. El autor ha de buscar el sentido, pero al crítico le basta con encontrar el senti-do… de su búsqueda. Eso propicia un acercamiento siempre sensible a los méritos de cada obra. Es esta la actitud que permite entender en toda su radicalidad la respuesta de Goethe cuando le preguntaron si cabía redención para su Fausto a pesar de su gravísima culpa: «A aquel que se afana siempre aspirando a un ideal, podemos nosotros salvarlo». Y comprender a Albert Camus: «Solo hay una cosa en el mundo que me parece más importante que la justicia: si no la verdad en sí misma, al menos el esfuerzo hacia la verdad».
Otro espíritu afín dio con la imagen perfecta de esta actitud. John Senior (1923-1999) fue el impulsor del Programa Pearson de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas. Dejemos que la novelista española Natalia Sanmartín, declarada admiradora de Senior, lo explique: «Leer los recuerdos de los antiguos alumnos de Senior, narrados en decenas de actos de homenaje en su memoria, es de una belleza que deja sin aliento. La historia de cómo esos estudiantes fueron rescatados de un mundo escéptico y estéril, y conducidos a través de la literatura, la poesía, el conocimiento y la experiencia de lo real hacia la Verdad, el Bien y la Belleza merece un libro entero. Las conversiones, las vocaciones, la multitud de historias que nacieron en el programa Pearson; la silenciosa aventura que va desde el campus de Lawrence a la abadía de Fontgombault en Francia y al claustro del monasterio de Nuestra Señora de la Anunciación de Clear Creek, en Oklahoma, tiene todos los elementos de un viaje a Ítaca».
«El sello del Programa Pearson refleja la estrella que —marcando el norte— nos orienta»
El único secreto de aquel programa fue exponer a sus alumnos al contacto con los grandes y los buenos libros y con la naturaleza, y nada más. El supremo paradigma de este sistema lo ofreció Dante y fue el Estacio de la Divina Comedia. El poeta latino al encontrarse en el canto XXII del Purgatorio con Virgilio, exclama, agradecido: «Por ti poeta fui, por ti cristiano». Virgilio (en la Divina Comedia) está en el Infierno porque no conoció a Cristo y, sin embargo, la excelencia de su gran poesía pagana ha sido capaz de convertir doblemente (fe y obras) a su lector Estacio.
El sello del Programa Pearson refleja este planteamiento. Representa la constelación de la Osa Mayor o el Carro que, como se sabe, es la mejor manera de descubrir en el brillante laberinto de la noche estrellada a la Polar, la estrella que —marcando el norte— nos orienta. Basta prolongar una línea recta imaginaria desde la parte de atrás del «carro», es decir, desde las estrellas Merak y Dubhe, y, a una distancia más o menos cinco veces la existente entre éstas, se halla la Polar. Con una belleza tan icónica como cósmica, se significa que las Humanidades no son la suprema estrella fija del universo, pero sí esa constelación —visible todo el año y muy sencilla de identificar— que habrá de dirigirnos —tras una indispensable proyección personal— al norte. La lectura del relato «Una historia aburrida» de Chéjov, en el que una joven pregunta a un anciano sabio qué hacer con su vida y este le responde: «De veras, Katia, no lo sé», convenció a Thomas Mann de que ningún hombre está facultado para aportar «la verdad redentora». El arte solo puede acompañar al hombre en su trayectoria vital; y proyectarlo.
En su vida, John Senior experimentó esa identificación de las Osas Mayores de los buenos libros y su prolongación hacia el sentido definitivo. Ofreció a sus alumnos su experiencia, según la cuenta en La muerte de la cultura cristiana (1978): «Recuerdo muy bien estar en la universidad, de pie, frente a un buen profesor que había hecho mucho por promover los cien grandes libros, diciéndole: «¡Pero yo no puedo leer todos esos libros!». En medio de la Crítica a la Razón Pura, me desesperé. «Por supuesto que no puede», me dijo Mark van Doren. «Nadie puede leer cien grandes libros; pero aquí tiene uno: léalo». Cogió al azar un volumen de su escritorio y me lo dejó; y resultó ser una colección de los Diálogos de Platón que ayudó a cambiar mi vida. Por supuesto, nunca lo terminé; aún leo a Platón, porque todavía no he finalizado mi vida».
Del mismo modo, identificar y conocer los nombres de todas las estrellas del firmamento es imposible, pero basta la Osa Mayor para encontrar la estrella Polar. Basta leer. No cualquier libro, por supuesto, nunca uno malo ni —todavía menos, paradójicamente— uno insignificante, pero tampoco solo los grandes ni todos los grandes con afán de coleccionista, como proponían los programas de los Grandes Libros que Senior, tan elegante y constructivamente, critica. Esa es su intención al hablar de «los mil buenos libros», que incluyen a los grandes, por supuesto, pero a muchos otros. El criterio legitimador será la existencia de una búsqueda de sentido análoga a la propuesta por Viktor Frankl.
Senior no pudo dejarlo más claro: «El primer paso, silencioso pero definitivo, para una verdadera reforma de la educación es que los padres y los profesores lean. Comenzando por ellos mismos, estén donde estén y se sientan lo cansados que se sientan, deben leer. No leer los cien grandes libros, o aquellos que creen que deben leer, sino cualquier buen libro que tengan a mano; y comenzando por él, llegar no solo a apreciarlo, sino a conocerlo y amarlo, y después pasar a otro, y a otro».
La búsqueda no es el sentido
La idea de la búsqueda como fuente de sentido late en el Simurgh que Farid al-Din Attar, persa de la secta de los sufíes, concibió en el siglo xii. En Nueve ensayos dantescos (1982), un rendido Jorge Luis Borges resume la historia: «El remoto rey de los pájaros, el Simurgh, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el último se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurgh. La contemplan al fin; perciben que ellos son el Simurgh y que el Simurgh es cada uno de ellos y todos».
Pero cuidado, porque la búsqueda de sentido, según Farid al-Din Attar, se transmuta en el sentido mismo, trascendido y trascendente. Ni la Osa Mayor de Senior, ni la generosidad perspicaz de Moeller ni la logoterapia de Frankl cometieron esa última identificación. No perdieron de vista que la literatura es una herramienta de búsqueda, pero que el lector (el hombre) sigue necesitando el sentido.
Siempre se leyó así, siquiera de forma inconsciente. Sin pulsión personal no existe lectura honda. Julián Marías lo supo cuando recetaba las mejores novelas como «vitaminas de vida biográfica». El lector auténtico extrae de los libros la energía necesaria para intensificar su existencia. La tenacidad con que muchísimos de los grandes libros narran una búsqueda no es, desde luego, casual. Ya sea la del Simurgh, la del Santo Grial, la del Vellocino de Oro, la del regreso a Ítaca, la del tesoro, la de su isla, la de la ballena blanca, la de tuertos que enderezar, la del Dorado, la del padre, la del tiempo perdido o la del amor verdadero, la búsqueda recorre la literatura de norte a sur, de este a oeste.
La crítica encuentra su sentido
Nuestras críticas han de estar imantadas como brújulas por esta búsqueda. Son muchos los hallazgos que nos depararán. Algunos de ellos servirán para desatar los viejos nudos gordianos de la teoría literaria.
Afrontemos uno especialmente enrevesado; en apariencia, paradójico: sin duda, paradigmático; en última instancia, ineludible: la relación entre la literatura y la moral. En El canon occidental (1994), Harold Bloom estalla contra T. S. Eliot por considerarlo demasiado moralista. Bloom juega con el viento a favor porque instintivamente el buen lector es alérgico a los moralismos, incluso aunque esté de acuerdo con el mensaje concreto que transmita un texto particular. A un libro le pedimos que señale el sentido, no que lo imponga. Como la búsqueda forma parte del sentido, el texto que nos priva —con las mejores intenciones— de la emoción, del esfuerzo intelectual, del riesgo y del compromiso de buscar mutila el sentido o lo asfixia. No debería quedarnos duda tras recordar el método socrático o las parábolas evangélicas. La mayéutica tiene como objetivo obvio incitar la búsqueda. Hay una ambigüedad parabólica, manejada por Jesús con pasmosa maestría literaria, que exige del oyente que encuentre la clave a sus relatos o, como mínimo, que acuda a preguntar después al maestro.
«Nadie puede leer cien grandes libros; pero aquí tiene uno: léalo»
Como advierte Rob Riemen en Nobleza de espíritu (2017), esta es una de las constantes más antiguas de la historia del conocimiento. No está permitido abarcar ni acaparar la verdad absoluta ni tampoco lo que la simboliza: el Santo Grial, el caballero del Cisne, la manzana del Edén, la imagen velada de Sais… Una verdad fácilmente empaquetada y ofrecida al lector en cómodas dosis no es verdad del todo.
Por efecto contagio, el justo rechazo de la moraleja conlleva a menudo un injusto desdén a la moral. Como ya sabemos la razón de nuestras prevenciones frente al moralismo, comprendemos que no es un rechazo del carácter moral implícito en la literatura, sino todo lo contrario: su necesaria protección. El delicado equilibrio estriba en que, del mismo modo que exigimos que no se nos prive de la búsqueda, tampoco queremos que se nos niegue qué buscar. Ni que se nos escamotee. Eso es lo que defiende Eliot, aunque Bloom no cae o no quiere entenderlo. Roger Scruton advierte del peligro que supone sustituir el sentido por la sensibilidad en el centro de una cultura. Un libro que, aunque desborde sensibilidad, carezca de sentido no puede contarse, en última instancia, ni entre las grandes obras ni entre los buenos libros. Andrés Trapiello lo ha explicado en Miseria y compañía (2013): «Me gusta pasármelo bien leyendo, pero no leo para pasármelo bien. Y si al final de un libro solo me lo he pasado bien, aborrezco ese libro (como un pájaro el nido) y me aborrezco yo».
La incalculable responsabilidad
No hay que renunciar a la crítica más formalista, que se apoya en los hallazgos verbales, retóricos y estructurales para determinar casi científicamente la calidad textual. Es indispensable, pero no suficiente. Frente a nuestra propuesta de lectura vivencial, liberal, humanística, transida de experiencia y con vocación de creadora de mayores vivencias, pueden alzarse también reparos esteticistas. Los recibiremos con los brazos abiertos, porque también buscamos el sentido… estético. La belleza, nos explicó Dostoievski, salvará el mundo. Miguel d’Ors nos ha enseñado a leer el viejo lema de «El arte por el arte» con un guiño de calor humano: «El arte por no helarte».
«Una narración no se puede contentar con contar: ha de conmover los corazones, sostenía san Agustín»
La crítica literaria actual parece haber pasado por un proceso paralelo al descrito en el documental La teoría sueca del amor (Erik Gandini, 2015). La aplicación racional de una aséptica, estanca y autosatisfecha independencia estructuralista, por más compacta que resulte en teoría y confortable para los profesionales, acaba dando en el frío y en la sole-dad del desinterés de los lectores. La literatura no puede aislarse del confuso ajetreo de la confrontación de ideas y culturas, de los compromisos históricos, de la complejidad de la vida. La preceptiva clásica lo avisaba con los cuatro sentidos (subrayo: sentidos) superpuestos que han de buscarse en todo libro valioso: el literal, el alegórico, el moral y el anagógico. San Agustín sostenía que una narración no se puede contentar con contar: ha de conmover los corazones («historiam narrare et ad dilectionem monere»).
Se entenderá mejor con una anécdota. El director de la exquisita editorial Pre-Textos, Manuel Borrás, empezó a exponer las inmensas satisfacciones que le había dado su trabajo, aunque solo nos contó una. En México, un escritor yugoslavo exiliado decidió suicidarse. Una locutora de radio consiguió su número de teléfono e intentó disuadirle durante horas. Al fin, sin argumentos, agotada, afónica, para ganar siquiera unos minutos, abrió el primer libro que encontró a mano y le leyó una página al azar: era un poema de W. H. Auden. Aquellos versos le conmovieron. Llorando de gratitud y de alegría, decidió vivir. El libro había sido publicado por Pre-Textos.
Haber salvado la vida de un desconocido de una forma muy indirecta —Borrás no era el poeta magistral ni el meritorio traductor ni la tenaz locutora— es el primer ejemplo de la dignidad de su oficio que se le viene a la cabeza al aclamado editor que ha sacado a la luz centenares de libros hermosísimos de autores indispensables. La historia ilustra el valor supremo que damos instintivamente a la vida, y la capacidad salvadora de la literatura.
En Nueva Revista iremos acercándonos a los buenos autores en su condición de grandes buscadores del sentido de la vida. Hemos aprendido, con Charles Moeller, que la autenticidad del afán los hace verdaderos. Comprendimos, con John Senior, que la labor del crítico consiste en decirle al lector: «Lee un libro —ya sabemos, ay, que todos no se puede—, pero sí alguno de los buenos libros, este, por ejemplo, y léelo sin tapujos ni siquiera prestigiosos y académicos». Por último, Viktor Frankl lo resume todo: «De lo dicho se desprende qué es lo que un libro puede dar al sencillo hombre de la calle en su camino, en el camino hacia la vida y en el camino hacia la muerte. Al mismo tiempo, se hace luz también sobre la incalculable responsabilidad social que recae sobre los escritores». También sobre los críticos y las revistas que los recomendamos.