La vida electoral de los países democráticos registra, cada cierto tiempo, uno de esos trastornos que el léxico sajón, empleando una metáfora marítima, denomina seachange (cambio oceánico), y que hacen las delicias de los historiadores. Son la versión civilizada y democrática -y, por tanto, mucho menos traumática- de las revoluciones de fines del siglo XVIII y el siglo XIX con las que republicanos de distinta ideología enterraron el absolutismo monárquico en buena parte de Europa (los ingleses, tan excéntricos como de costumbre, habían hecho su revolución un siglo antes).
Ni cruentos como las revoluciones ni irreversibles como las avalanchas, los trastornos que produce la alternancia en el poder al cambiar el mapa electoral pueden, sin embargo, durar más y mejor que las primeras y ser lo contrario de las segundas, no una fuerza de destrucción sino una energía vivificante para el país. Todo el mundo ha dicho que se ha producido en 1997 en el Reino Unido un seachange, una verdadera avalancha electoral del Partido Laborista, y los historiadores han salido a explicar, con toda razón, que en términos estadísticos se trata del mayor triunfo laborista de su historia en este siglo (el de 1945, que había sido cataclísmico, no le dio ni tantos escaños como el de ahora ni una diferencia tan grande sobre la suma de todos los otros partidos como la que tiene esta vez en los Comunes). Efectivamente, con una mayoría de 179 escaños en Westminster y un número de parlamentarios que triplica al del Partido Conservador, se trata de un acontecimiento electoral histórico. Mi opinión, sin embargo, es que, por primera vez en el Reino Unido, un cambio masivo del mapa electoral no vendrá aparejado de un cambio político e ideológico sustancial y que, por ello, esta abrumadora victoria laborista no será realmente el seachange que parece.
Los trastornos políticos de este siglo
Los tres grandes virajes políticos de este siglo se produjeron en 1906, 1945 y 1979. El de 1906 inauguró la era del Partido Liberal en el Gobierno británico, con Lloyd George a la cabeza. El de 1945 ocurrió cuando, contra todos los pronósticos, el vencedor de la guerra, Winston Churchill, fue derrotado por el Partido Laborista, que había formado parte de la coalición de Gobierno durante el conflicto bélico y, bajo el mando de Clement Atlee, empezaron a echarse los cimientos del moderno Estado del bienestar británico. El de 1979 llevó a una mujer a la cabeza del Gobierno de Londres por primera vez en la historia y abrió las puertas a la más exitosa ofensiva registrada en Europa contra el socialismo, aun cuando la tarea, obviamente, no está terminada. Mayor que esas tres victorias desde un punto de vista estadístico, el triunfo del Partido Laborista de Tony Blair de 1997 es exactamente lo contrario de aquellos tres trastornos históricos. El primero lo había sido no tanto por razones ideológicas, pues la era liberal no alteró los fundamentos sobre los que estaba construido el país que heredó, sino porque por primera vez se rompió, de un modo real y más o menos duradero, el sistema bipartidista, representado a lo largo del siglo que acababa de terminar por whigs y tories. El segundo y el tercer trastorno sí tuvieron un contenido que apuntaba al tema esencial de la política: el papel del Estado o, para ser más abstractos, las relaciones entre el poder y la libertad. El cambio que encarna Tony Blair no altera el sistema de dos partidos hegemónicos, por más que el Partido Liberal-Demócrata haya aumentado sus escaños a 46, ni viene a cuestionar los fundamentos del modelo de sociedad que hereda su Gobierno. Al contrario: algunas de las objeciones que hace al modelo apuntan a una profundización de las reformas ya hechas.
La victoria de Blair, en cambio, sí representa un trastorno de proporciones enormes en un pequeño sector de la sociedad británica: el propio Partido Laborista. Los cambios de este partido no son obra exclusiva del período, entre 1994 y 1997, en que Tony Blair ha estado al mando. Ya venían dándose, de manera tímida, desde los últimos tiempos de Neil Kinnock y, durante el lapso breve que le tocó dirigir a sus huestes antes de morir de un infarto cardíaco, desde John Smith. Pero fue Blair, sin duda, apoyado en una guardia pretoriana ideológica en la que destacan los nombres de Peter Mandelson, Gordon Brown, Robin Cook, Jack Straw y Harriet Harman, entre otros, el que aceleró la transformación de su partido, liberándolo de dos ataduras tiránicas: la ideológica y la institucional. Ambas estaban estrechamente vinculadas, pues uno de los intereses creados en el interior del laborismo que impedían renovar la propuesta política era el de los sindicatos, institución que, por controlar el 70% de la financiación del partido y casi en igual proporción las votaciones de los miembros del congreso anual de los laboristas, había secuestrado a la organización.
Desde el comienzo, Blair mostró que iba en serio: al cambiar la sacrosanta cláusula de la constitución del Partido Laborista referida a la propiedad estatal de los medios de producción, inauguró una serie de cambios tanto del ideario como de la organización que dejaron atrás el marxismo, redujeron el peso de los sindicatos a proporciones manejables, atrajeron a una nueva clientela de clase media numerosa y muy visible, mordieron la base del Partido Conservador y embarcaron a cientos de miles de jóvenes en la aventura de llevar al Nuevo Partido Laborista al poder. El adjetivo «nuevo» se convirtió casi en el epíteto homérico del Partido Laborista, y no hubo desde entonces hasta la victoria del pasado 1 de mayo una sola referencia al Partido Laborista en boca de algún miembro significativo de los dirigentes que no lo utilizara. La pericia técnica de Peter Mandelson en la transformación de la imagen del partido y la disciplina cuasi leninista impuesta por Blair a su organización (reproducida ahora en el poder, con la centralización de las comunicaciones de todos los departamentos gubernamentales y una coordinación política con el partido manejada desde las mismas oficinas del primer ministro) hicieron el resto.
Se llegó así a una situación insólita: la aceptación, por parte del socialismo británico, de todas las reformas importantes de la era conservadora, dominada por Margaret Thatcher y, en mucho menor medida, John Major. Entre ellas las privatizaciones, desregulaciones, reducciones de impuestos y demás pilares de la ofensiva contra el Estado socialista que habían sido denunciadas con furia a lo largo de estos años por el Partido Laborista. Pero no solo eso: también el aspecto «conservador» de Margaret Thatcher y John Major fue aceptado por el laborismo, especialmente el papel cada vez más intromisor de la Policía que, bajo el manto de la lucha contra el crimen, se ha ido verificando en este país, proceso que felizmente los jueces han logrado desacelerar. Esta aceptación no venía acompañada, claro, de un mea culpa laborista, y en muchos casos era disimulada con críticas más ruidosas que sustanciales. En el caso de la privatización de los ferrocarriles, hecha muy recientemente bajo el Gobierno de John Major, el Nuevo Laborismo osó elevar la voz para denunciar el desastre que sería arrebatar al Estado un medio de locomoción tan importante. Aun así, a pesar de que el propio Blair denunció con virulencia esta privatización, el nuevo Gobierno no revertirá el cambio. Todo esto lleva a la lógica conclusión de que, si no fuera por los conservadores, la transformación de la era conservadora no se habría producido. Pero hay una segunda conclusión, menos obvia: el socialismo laborista es tan consciente del éxito de las reformas liberales del Partido Conservador que prefiere, antes que la coherencia política, es decir, antes que actuar de forma consecuente con aquello que su denuncia permitía presagiar, poner en evidencia que el socialismo se ha convertido en una retórica hueca e insustacial como un fuego fatuo. Importa poco preguntarse qué hace que Blair no nacionalice los trenes, un año después de oponerse a su privatización (el cálculo electoral juega un papel decisivo en gentes que han escarmentado después de estar 18 años fuera del poder). Mucho más importa constatar que los laboristas han sido derrotados por la realidad.
Paradojas del fracaso conservador
Si la era conservadora fue tan buena, ¿por qué perdieron los conservadores? Antes de responder a esta pregunta, hay que matizar la premisa. Las reformas conservadoras han introducido cambios extraordinarios, pero no han acabado la tarea. El Estado del bienestar británico sigue intacto, a un costo de 140.000 millones de libras anuales (incluyendo los 40.000 millones de la Sanidad pública y los cerca de 100.000 millones de la Seguridad Social, pero excluyendo la educación pública). Todavía el Gobierno consume algo más del 40% de la renta nacional, porcentaje no muy distinto del que consumía cuando Margaret Thatcher subió al poder en 1979. Uno de cada cuatro hogares británicos depende de algún subsidio como ingreso esencial. De todos aquellos hogares británicos que reciben subsidios, el número de quienes se beneficiaban de subsidios no vinculados a su nivel de ingresos era menor antes de 1979 (20%) que ahora (30%). Por tanto, el subsidio indiscriminado ha aumentado bajo los conservadores. Todo lo cual quiere decir que el peso del Estado sigue siendo grande y la cultura de la dependencia -con sus secuelas sociales- todavía muy extendida, por lo que la mediocridad de ciertos servicios o prestaciones sociales -desde las pensiones hasta la educación- es muy alta y afecta la calidad de vida de muchas personas.
Lo que permitió a los conservadores potenciar en ciertas áreas el Estado del bienestar que heredaron -en contra de la retórica socialista que los acusó desde 1979 de querer acabar con él- fue, justamente, la prosperidad de la era Thatcher. Al reducir en un 60% la presencia del Estado en la industria británica (Major continuó reduciéndola), liberalizar la economía a través de las desregulaciones y reducir los impuestos sobre la renta, los Gobiernos de Thatcher inauguraron una era de bonanza que, a pesar de los altibajos propios de la economía global, se mantiene hasta hoy. Uno de cada cuatro británicos es dueño de acciones gracias a los conservadores y casi un millón de puestos de trabajo ha pasado del sector estatal al mercado libre. La reducción impresionante del poder de las cúpulas sindicales tuvo el efecto de acelerar la creación de riqueza y por tanto la creación de empleo, a lo que también contribuyó de forma decisiva la desregulación laboral. Luego de un período alto en los años ochenta, el paro se redujo de un modo sostenido hasta llegar, en estos tiempos, a un nivel -6% de la población activaque es la envidia de Europa. El clima antes descrito ha convertido a este país en el mercado preferido en la Unión Europea para las inversiones extranjeras de fuera de Europa. Gracias a una disciplina monetaria rigurosa y a una política fiscal que, a pesar de no haber sido siempre muy prudente, fue mucho menos irresponsable que la de sus antecesores, los Gobiernos conservadores crearon un clima de estabilidad y confianza que constituyó el marco adecuado para las reformas institucionales o microeconómicas.
Pero -vaya paradoja- aquí mismo está una de las claves de la derrota conservadora. La agenda del partido, sobre todo por culpa del liderazgo mediocre de este hombre decentísimo pero sin ideas que es John Major, se agotó. En lugar de proceder, empinándose sobre estos éxitos económicos indiscutibles, a desmontar el Estado del bienestar con fórmulas radicales que embarcaran a los británicos detrás de nuevas aventuras de cambio, los tories se dedicaron a una guerra civil por el tema de las relaciones con Europa que estuvo a punto de desintegrar al partido. La propuesta, en las últimas semanas de Gobierno, de traspasar la pensión suplementaria al sector privado fue una excepción que confirmó la regla de una Administración Major a la que se le había secado la imaginación y detenido el pulso. En ese clima apático, las guerras intestinas corroyeron el cuerpo del partido y ofrecieron un espectáculo lamentable, dando la impresión de que la Moneda Única -el tema que aparentemente motivaba la lucha de facciones- era en realidad la punta del iceberg de una crisis más honda. Esa crisis honda es la que hoy enfrentan los conservadores, cuando varias de sus figuras han sido derrotadas en sus respectivas circunscripciones y alejadas por tanto del Parlamento y de toda figuración política, y cuando la elección de un nuevo líder viene acompañada de innumerables dudas acerca de la posibilidad de volver a crear una maquinaria moderna y eficiente, unida en torno a un conjunto de ideas tan revolucionarias como las que presidieron a ese partido en los años ochenta. Que el Partido Conservador se haya quedado sin escaños en Escocia y Gales no es tanto consecuencia de sus prevenciones contra la autonomía -que quieren amplios sectores de esas regiones (especialmente de Escocia) y que el Partido Laborista ha cosquilleado con su propuesta de Parlamentos autónomos- cuanto una consecuencia de su parálisis política.
La «opción neozelandesa»
No sería raro que, bajo las presiones de un país que va agotando su capacidad de financiar ai Estado del bienestar como hasta ahora, Tony Blair acabe poniéndole el cascabel a ese gato y, en contra de todas sus proclamas, privatizando de una u otra forma las pensiones, limitando drásticamente los subsidios, extendiendo a niveles superiores el muy tímido plan de reparto del bono escolar que los conservadores empezaron con las guarderías y, quién sabe, potenciando, en lugar de abolir, ese «mercado interno» creado por los tories en la Sanidad pública, mediante el cual los médicos pueden manejar sus propios presupuestos y competir entre ellos.
Profundizar las reformas conservadoras sería la «opción neozelandesa», un modelo de laborismo liberal que Blair tiene bastante presente. Tan presente que su primera medida importante ha sido, inspirándose en él, otorgar al Banco de Inglaterra libertad para fijar las tasas de interés, responsabilidad que hasta ahora recaía en el Ministro de Economía. Aunque otorga mayor independencia real al Banco de Inglaterra y despolitiza la política monetaria británica, la medida no es, por supuesto, suficiente indicio de que Blair hará un Gobierno de cambio liberal en lugar de un Gobierno conservador, de preservación de lo ya hecho con algunos retoques llamativos, aunque secundarios. A estas alturas no es posible determinar cuál de las dos vías emprenderá, pero sí es posible constatar que los cambios que han beneficiado a la sociedad británica ya han creado un bolsón de resistencia tan grande contra cualquier intento de revertir, desde el socialismo, el aumento de la libertad económica que los propios socialistas han hecho suyas las enseñanzas de la realidad.
Es probable que Europa determine el éxito o el fracaso político de este Gobierno. También en ese tema -a pesar de una retórica más amable hacia Europa- los laboristas se han dejado ganar la moral por los conservadores, pues han dicho que no creen que el Reino Unido participe en la primera ola de países que se integren en la Moneda Unica. Las presiones europeístas en el partido, sin embargo, son grandes y la inclinación del propio Blair -a pesar de que en 1983, cuando era candidato al Parlamento, pedía sacar al Reino Unido de la Comunidad Europea- es europeísta. Ya lo ha demostrado, confirmando que firmará el Capítulo Social, peligroso caballo de Troya por donde pueden colarse aquí una serie de regulaciones laborales que desvirtúen las reformas gracias a las cuales se ha reducido el paro tan dramáticamente. Aunque esa medida evidencia que todavía quedan átomos de socialismo en él, Blair probablemente la ve como una forma de simbolizar el nuevo espíritu de las relaciones con Europa y como compensación adelantada a decisiones menos europeístas, en el futuro, forzadas por un clima euroescéptico en el país. El nuevo primer ministro sabe bien que la presión de los tories euroescépticos y la muy influyente prensa conservadora han puesto a la defensiva a quienes hasta hace poco podían jactarse de que una mayoría de británicos era partidaria tanto de la Unión Europea como de la Unión Monetaria. Aunque las objeciones al socialismo que se pretende introducir desde Bruselas en el Reino Unido por la puerta trasera son muy legítimas y válidas, el movimiento euroescéptico británico no tiene en el fondo una entraña liberal sino peligrosamente nacionalista. ¿Querrá Blair, en defensa de una Europa a la que el Reino Unido podría volver menos socialista desde adentro, enfrentarse a la ola nacionalista y arriesgar un éxito que hasta ahora se debe en buena cuenta a su lectura correcta del espíritu de los tiempos? De la respuesta a esa pregunta dependerá probablemente que Blair sea reelegido en el 2002 o que, como les ocurrió ya a Margaret Thatcher y a John Major, Europa sea su tumba.