Nueva Revista me ha pedido que vuelva sobre las cuestiones que traté el pasado mes de marzo en relación a la política comercial de Trump. Como ya han pasado algunos meses desde la elección del controvertido presidente norteamericano, ya va quedando más claro a qué podemos atenernos.
Lo primero que debemos subrayar es que el Trump presidente será muy parecido al Trump candidato. Como parte de su campaña se basó en defender el nacionalismo económico y el proteccionismo comercial, es muy probable que el sistema global de comercio tal y como lo conocemos cambie durante su mandato. Sin embargo, es poco probable que el mundo entre en una espiral proteccionista que genere caos económico y desglobalización.
El eslogan que llevó a Trump a la Casa Blanca, Make America Great Again, tenía un importante componente comercial. En su discurso de toma de posesión del pasado 20 de enero, el presidente afirmó que:
From this day forward, it’s going to be only America first, America first. Every decision on trade, on taxes, on immigration, on foreign affairs will be made to benefit American workers and American families. We must protect our borders from the ravages of other countries making our product, stealing our companies and destroying our jobs. Protection will lead to great prosperity and strength.
Es difícil dilucidar si esta retórica neomercantilista se va a traducir en un creciente aislacionismo económico estadounidense que recuerde a la doctrina Monroe («América para los americanos») o si, por el contrario, veremos un EEUU agresivo y beligerante que utilice su poderío económico y militar para intentar abusar de sus socios comerciales. En cualquier caso, si EEUU, que ha sido el principal garante del orden comercial liberal multilateral que ha estado en vigor desde que en 1947 se estableciera el GATT, opta por dar la espalda al sistema, es poco probable que el mismo pueda continuar funcionando como hasta ahora. Tanto la Unión Europea como China y otras potencias emergentes están interesadas en preservar el régimen de comercio internacional basado en reglas multilaterales que opera bajo el paraguas de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Sin embargo, nada garantiza que este pueda sostenerse tal y como lo conocemos sin el apoyo de EEUU, sobre todo si se tiene en cuenta que a lo largo de las últimas décadas el sistema comercial global ha estado sustentado implícitamente por el paraguas de seguridad que EEUU desplegaba tanto en el Atlántico Norte a través de la OTAN como en Asia mediante el apoyo a Japón y Corea del Sur, paraguas que también se está cuestionando. Por lo tanto, aunque es imposible predecir qué aspecto tendrá el sistema comercial global dentro de unos años, no es aventurado anticipar que, tras la elección de Trump, sufrirá cambios.
En las próximas páginas se analizan los cambios que ha experimentado el sistema comercial internacional antes de la llegada de Trump, se esbozan las líneas maestras de lo que parece que será la política comercial de la nueva Administración y se especula sobre su posible impacto tanto sobre los intercambios económicos internacionales como sobre la gobernanza de la globalización.
Un sistema comercial global en cambio
Más allá de que la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca suponga un terremoto para el sistema comercial mundial, lo cierto es que ya se estaban produciendo transformaciones importantes tanto en la geografía como en la gobernanza del comercio y las inversiones internacionales. En primer lugar, como explica Richard Baldwin en su nuevo libro The Great Convergence, la naturaleza del comercio internacional ha sufrido una transformación radical en las últimas décadas. La globalización y el cambio tecnológico han creado nuevas cadenas de suministro, que permiten a las empresas multinacionales ubicar distintas partes del proceso productivo en distintos países para aprovechar las ventajas de costes, lo que supone que los bienes y servicios ya no se producen en un solo país. Así, el comercio internacional tiene hoy poco que ver con el que existía hace medio siglo, cuando más del 70% de los bienes manufacturados se producían en los países avanzados y su proceso productivo era relativamente sencillo, al no incluir inputs intermedios de otros países ni procesos de deslocalización. Hoy, aunque sigue habiendo comercio tradicional, sobre todo en sectores como las materias primas o el textil, han aparecido cadenas de producción globales —especialmente en manufacturas industriales relativamente sofisticadas y cada vez más en servicios— que dominan cada vez más los patrones de intercambio internacionales y en las que muchas economías emergentes se han insertado con gran éxito.
En segundo lugar, y en parte como consecuencia de la creciente importancia de las cadenas globales de suministro, que hacen que se desnacionalice la ventaja comparativa y se pase del comercio de bienes y servicios al comercio de tareas o inputs necesarios para la producción de bienes y servicios, la OMC ha quedado relegada a un segundo plano. Esto se debe a que, para incorporarse a las cadenas de suministro globales, los países emergentes, además de bajar sus propios aranceles, tienen que abrirse a las inversiones y ofrecer a las empresas de los países avanzados seguridad jurídica, un marco sólido de protección de inversiones y reglas claras y predecibles sobre su política económica; es decir, políticas que no casan bien con sus compromisos en la OMC (que cubren de forma muy débil estos ámbitos por centrarse sobre todo en el acceso al mercado mediante la reducción de los aranceles). Esto implica que la regulación del desarrollo de las cadenas de suministro globales se haya estado haciendo de espaldas a la OMC básicamente a través de acuerdos comerciales regionales y bilaterales de tipo preferencial, así como mediante acuerdos de protección de inversiones. Como resultado, la Ronda de Doha de la OMC, que se inició en 2001 y cuya agenda de liberalización agrícola y manufacturera pertenece más al siglo XX que al siglo XXI, ha quedado olvidada. Pero como el interés por aumentar los intercambios no se detiene, han surgido con fuerza nuevos acuerdos preferenciales de amplio espectro, que se suelen llamar megarregionales y se centran en su mayoría en estos nuevos aspectos regulatorios (y en menor medida en el tema arancelario), como el Acuerdo Transpacífico (TPP), que eeuu no ratificará a pesar de haberlo liderado bajo la Administración Obama, los ya aprobados entre EEUU y Corea, la UE y Corea y la UE y Canadá (CETA), o los grandes acuerdos en proceso de negociación, como el TTIP entre la UE y EEUU, el UE-Japón, el UE-India o el UE-Mercosur, entre otros, con los que la UE intenta dinamizar sus exportaciones y contrarrestar el auge de EEUU y China como grandes potencias comerciales en el Pacífico. Es evidente que estos nuevos acuerdos no eliminan la importancia de la OMC como garante principal del sistema de reglas multilateral, pero sí habían dejado a la institución en un espacio de creciente irrelevancia como foro de los debates más actuales sobre liberalización y regulación del comercio y las inversiones internacionales. Como veremos, la llegada de Trump resucitará el interés de la comunidad internacional por recuperar la centralidad de la OMC, ya que la nueva administración estadounidense, más allá de no querer avanzar en una mayor liberalización comercial, está yendo un paso más allá y socavando los cimientos del sistema multilateral de comercio.
En tercer lugar, en los últimos años, el comercio internacional ha mostrado claros síntomas de desaceleración. Tras décadas creciendo por encima de la producción salvo en momentos puntuales de recesión como 1981 o 2009, su dinamismo se ha frenado. Las causas son múltiples, e incluyen la caída de la inversión, que reduce la demanda efectiva y con ella el comercio; el cambio del modelo productivo chino, menos orientado hacia las exportaciones que en el pasado; cierta saturación en las cadenas de suministro globales, que no crecerán al mismo ritmo que en las últimas décadas; y la posibilidad de que estemos midiendo mal los intercambios internacionales debido a la desmaterialización de la economía o la dificultad para capturar las nuevas formas de consumo vinculadas a las nuevas tecnologías con nuestros obsoletos métodos de medición. Esta desaceleración del comercio no es en sí misma una mala noticia. De hecho, aunque para los defensores de acuerdos como el TTIP o el TTP es necesario seguir expandiendo el libre comercio para generar más crecimiento, autores como Dani Rodrik sostienen que una mayor liberalización generaría ganancias relativamente reducidas y tendría un impacto negativo sobre la cohesión social de muchos países avanzados, que sería peligroso para sostener la legitimidad de la globalización. En todo caso, de lo que se trata es de evitar que este frenazo en las tasas de crecimiento del comercio sea la antesala de una nueva desglobalización alimentada por el neoproteccionismo.
Por último, y en relación con el punto anterior, en los últimos años se ha producido un creciente rechazo al libre comercio en los países avanzados. De hecho, el voto a favor del Brexit en el Reino Unido, la victoria de Trump o el auge de los partidos antiestablishment en Europa, refleja con claridad ese sentimiento de rechazo a la apertura al comercio, la inversión y la inmigración de amplias capas de la ciudadanía, que buscan recuperar la soberanía económica y comercial perdida levantando nuevas fronteras. Este resurgir proteccionista se traduce en cada vez más contestación por parte de la opinión pública a los nuevos acuerdos comerciales megarregionales, sobre todo el tpp en eeuu, el ttip en Europa y, en mucha menor medida, la OMC.
Es en este convulso contexto en el que pasamos a analizar la visión de la Administración Trump en materia comercial.
La filosofía comercial trumpista
Tanto el nuevo presidente como sus principales asesores en materia comercial, Peter Navarro, Wilbur Ross y Robert Lighthizer, parecen tener cuatro principios sobre los que están diseñando la nueva estrategia comercial norteamericana. El primero es que el sistema comercial multilateral de corte liberal imbricado en la Organización Mundial de Comercio (OMC) ha servido para que el resto del mundo abuse de eeuu y debe ser modificado. El segundo es que los déficits comerciales son perjudiciales y que, por tanto, hay que eliminarlos. El tercero es que EEUU debe utilizar su fuerza para negociar acuerdos comerciales bilaterales más favorables (especialmente con los países con los que tiene déficits comerciales abultados, como México o China), y que saldrá exitoso de dichas negociaciones tanto porque Trump es un astuto negociador como porque, en caso de guerra comercial, los demás países podrían perder más que EEUU, lo que los llevará a someterse. Y, el cuarto y último principio, es que este neomercantilismo debe servir para reindustrializar EEUU y crear empleo.
Estos principios ya se están volviendo operativos. En un documento que la Administración Trump ha hecho público a principios de marzo, en el que se trazan las líneas generales de la política comercial estadounidense (disponible aquí), se plantea, entre otras cosas, que EEUU no debe someterse a las decisiones de la OMC (ya que solo debe obedecer las leyes estadounidenses), así como que su política comercial debe utilizar todos los instrumentos disponibles para abrir los mercados de otros países y para defenderse de prácticas comerciales por parte de terceros que considere injustas. También hay que añadir que la versión final de este documento es más suave que el primer borrador (que fue filtrado al Financial Times), lo que sugeriría que dentro de la Casa Blanca hay cierta división de opiniones sobre la conveniencia de llevar al límite estos principios e iniciar, por ejemplo, una guerra comercial con China o acusar de manipular sus monedas a prácticamente todos los países con los que eeuu tenga un déficit comercial bilateral.
En todo caso, el problema es que estos principios, así como de su plasmación práctica en forma de medidas proteccionistas y desdén por el multilateralismo, se han mostrado como equivocados varias veces a lo largo de la historia. De hecho, el mercantilismo, que fue la doctrina económica imperante en Europa antes de que Adam Smith planteara en el siglo xviii las bases teóricas del liberalismo, y que se resume en que las exportaciones son buenas y las importaciones son malas, no logró elevar los niveles de prosperidad económica ni estabilizar las relaciones internacionales como lo harían posteriormente las prácticas de apertura comercial bajo reglas multilaterales.
Del mismo modo, el déficit comercial (o, mejor dicho, por cuenta corriente) no es bueno ni malo per se. Implica que se está gastando más de lo que se produce, pero si ese gasto se plasma en inversiones que aumentan el crecimiento futuro, no debería haber ningún problema. Además, en todo caso, un déficit por cuenta corriente elevado durante muchos años puede no ser sostenible si el resto del mundo no está dispuesto a financiarlo. Y esto, por el momento, no le sucede a eeuu, entre otras cosas porque el dólar es la moneda de reserva global y su economía es fuerte e innovadora. En todo caso, un déficit permanente suele ser un síntoma de otros problemas de la economía, como la debilidad de su productividad derivada de carencias en su sistema educativo o de infraestructuras. Pero, en estos casos, si el objetivo es reducir el déficit, los aranceles o la negociación de acuerdos bilaterales agresivos con los países con los que se tiene un déficit comercial bilateral no es una buena estrategia, ya que, como demuestra la historia, puede desencadenar guerras comerciales que terminen empobreciendo al país.
Asimismo, la idea de que el déficit comercial de EEUU con México, China o Alemania se podría reducir fácilmente imponiendo aranceles, y que esto permitiría elevar el empleo industrial en EEUU, es bastante engañosa. Es cierto que los trabajos de David Autor y sus coautores han demostrado que existen determinadas áreas de EEUU donde las importaciones chinas han eliminado mucho empleo manufacturero, así como que los trabajadores industriales que han perdido su empleo no han logrado encontrar nuevos trabajos en otros sectores. Sin embargo, la cruda realidad es que el declive industrial ha afectado a todos los países avanzados (incluida Alemania, que suele ponerse como ejemplo de país industrial), que la producción industrial ha aumentado aunque el empleo industrial haya caído (debido a un aumento de la productividad), y, lo que es más importante, que la automatización parece ser mucho más importante que el comercio a la hora de explicar la reducción del empleo industrial manufacturero. Por todo ello, el proteccionismo no servirá para recuperar empleos industriales en EEUU, ya que la mayoría de actividades de bajos salarios que hoy se hacen en México o China, de trasladarse a EEUU, seguramente serían automatizadas en pocos años. Esto no quiere decir que no haya que ayudar a los desempleados de larga duración que solían trabajar en la industria y, sobre todo, a las regiones deprimidas que han sufrido la desindustrialización y necesitan que el gobierno les preste apoyo. Pero, el proteccionismo no es la solución. Como tampoco lo es revocar el Obamacare que, al menos, da a estos desempleados acceso gratuito a la salud.
Por último, pensar que el sistema GATT/OMC que EEUU puso en pie tras la segunda guerra mundial ha servido para que otros países abusen de las buenas intenciones norteamericanas es, cuando menos, exagerado. Es cierto que los países europeos primero, y los emergentes después, se beneficiaron del orden económico liberal y abierto que lideró EEUU. Pero también es cierto que la principal razón por la que EEUU creó y mantuvo dicho orden fue geopolítica, y sirvió tanto para evitar el avance del comunismo por Europa occidental durante los primeros años de la guerra fría como para acomodar a las potencias emergentes en un orden internacional en el que EEUU seguía siendo la principal potencia hegemónica. De hecho, el principal objetivo del TPP, que ha sido la primera víctima del proteccionismo de Trump, era contener el auge geopolítico de China en Asia. Pero si tenemos en cuenta que el documento de estrategia comercial de la Casa Blanca dice textualmente «we reject the notion that the United States should, for putative geopolitical advantage, turn a blind eye to unfair trade practices that disadvantage American workers, farmers, ranchers, and businesses in global markets», lo que supone que no debería utilizarse la política comercial como instrumento de política exterior, algo que va en contra de siglos de estrategia diplomática.
¿Qué podemos esperar?
Si Trump y sus asesores son fieles a sus principios, debemos estar preparados para ver súbitos cambios en el sistema comercial global. Lo primero que sucederá es que los acuerdos en curso se frenarán. El TPP ha muerto. Y EEUU pretende negociar acuerdos bilaterales con los principales países firmantes, algo que tal vez nunca llegue a ocurrir si China aprovecha la oportunidad para liderar un gran acuerdo Transpacífico que no incluya a EEUU. Por su parte, el TTIP, el acuerdo que EEUU estaba negociando desde 2013 con la UE, si no ha muerto también, ha entrado en una larga hibernación. De hecho, parece que EEUU estaría interesado en negociar acuerdos comerciales bilaterales con los países de la Unión Europea (sobre todo uno más favorable con Alemania, con quien tiene un déficit comercial bilateral abultado), algo que no es posible ya que los Estados miembros de la ue tienen cedida su política comercial a Bruselas. Tal vez sea por eso que Trump ha declarado su animadversión por la Unión, a quien ve más como un rival económico que como un aliado geopolítico.
Por otra parte, es muy probable que EEUU renegocie el NAFTA (el acuerdo con Canadá y México). Esto será importante desde el punto de vista simbólico porque, aunque existe amplia evidencia empírica de que el impacto del nafta sobre la economía de eeuu fue pequeño (véase, por ejemplo, el análisis de Bradford DeLong disponible aquí), gran parte de la opinión pública (y sobre todo sus votantes) piensan que el acuerdo sirvió para llevarse muchos empleos estadounidenses al sur. Esta primera negociación (sobre todo en lo relativo a México) será el primer test para evaluar si la estrategia del negociador duro le funciona o no. Y dada la dependencia de México de la economía estadounidense, es posible que le funcione, si bien el nuevo acuerdo no servirá para crear nuevo empleo en EEUU y elevará los precios para los consumidores estadounidenses.
A partir de ahí, y en función de cómo vaya la negociación con México, lo más probable es que Trump se centre en China, a quien ha amenazado con aranceles del 45%. Mientras que México podría ceder, no es probable que China lo haga, aunque sí es posible que haga algunas concesiones para apaciguar a Trump, como ya ha anunciado. En todo caso, es en un futuro conflicto comercial China-eeuu donde están los mayores riesgos para la globalización y el sistema multilateral de comercio. Una escalada arancelaria entre China y eeuu generaría una importante caída del comercio mundial porque ambos países son parte fundamental de las cadenas de suministro globales, y podría abrir una dinámica como la de los años treinta del siglo pasado, que agudizó la Gran Depresión debido a la intensidad de la guerra comercial. Y, además, si China denunciara ante la omc las medidas proteccionistas de eeuu y ganara, habría que ver si Trump sacaría a su país de la organización como prometió en campaña electoral. Si lo hiciera, sería el principio del fin del multilateralismo. Pero, afortunadamente, esto es cada vez menos probable que ocurra.
NOTA
Véase El orden comercial multilateral ante el neomercantilismo de Trump. Análisis del Real Instituto Elcano. Disponible aquí.