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¿Habrá que rendirse a Azorín? ¿Habrá que resignarse a su impiedad? ¿Habrá que aceptar la impropiedad de su nombre como un mal menor del estudio de la literatura española? ¿Cómo se hace también con ciertos conceptos o categorías manifiestamente inadecuados, y sobre cuya inadecuación hay amplio consenso, pero tan arraigados en la costumbre de nuestros usos, y más aún de nuestros abusos, que, pese a todo, ahí siguen coronando manuales e historias de la literatura y aumentando sin tasa el número de monografías fundadas en la renuncia a entender lo que anuncian, inoportunas unas veces y otras francamente inconvenientes, impertinentes quizá? Tal es el caso, por ejemplo, y además hace al nuestro, de la famosa «generación del 98». Y no es que no hubiera tal, ni que el «método de las generaciones» deba ser necesariamente arrinconado, sino que el nombre quedó envuelto desde el principio en un enredo crítico —del que no faltó un posterior fuego ideológico cruzado— que le hizo inservible para el estudio eficaz de la literatura española de principios del siglo XX. Inservible, en efecto, por ineficaz: porque a través de su enredo no se ve bien —ni ahora ni antes— la literatura de nuestra «edad de plata». Su «eficacia» era otra que el rigor del estudio, y su uso obligado y repetido acabó por instalarse como lugar común de nuestra conciencia —literaria, cultural, histórica—. Se desveló el engaño y el nuevo celo crítico se hizo desplante de moda en frecuente nota a pie de página: se decía que no pero que sí, que era sí pero no, que se usaba solo porque había ya un arraigo del nombre, quizá incluso una tradición de estudio, y que era solo para entender de qué se hablaba, pero que, en el fondo, se sabía que era no donde decía sí. Y se hacía sin caer en la cuenta de que solo nos entendíamos en la reiteración de un malentendido. Sin caer en la cuenta que los nombres son «formas» que se ponen a la realidad, y de consecuencia la informan, y que las categorías de análisis no son contenedores vacíos de significado, sino que son ya theoría, es decir, un modo de ver —de aprehender y comprehender— la realidad que intentan aproximar. Es como mirar al cielo con un telescopio mal calibrado y pensar que no vale la pena ajustar la visión porque no hay más estrellas en el firmamento, y además, de todos modos, así —se diría— se pueden comparar los datos nuevos con los anteriores y lograr una verificación mejor fundada. Pero lo que ocurre es que este suma y sigue solo funda un despropósito. Y en él la verdad se hace aún más inalcanzable. No porque de suyo no lo sea, que es siempre alétheia, sino porque renuncia a serlo para salvar la insuficiencia de un modo de ver y acaba embocando el camino de la falsedad y de la mentira. Con Azorín pasa lo mismo. Que no es lo que parece ni mucho menos nombra lo que dice que es. También aquí la inercia y la pereza, la falsa comodidad intelectual que juega a esconderse detrás de un nombre que solo usamos —decimos— para entender rápidamente y sin demasiado esfuerzo de qué estamos hablando, encaminan hacia el lugar común de un reiterado malentendido. De otro. Es decir: del mismo. Pero es que ni siquiera las mentiras piadosas caben en la disciplina del método que busca la verdad sin tasa —sin escamoteos, porque no hay consuelo, porque no es lo que se encuentra o sale al encuentro, sino el buscar, estar en camino, quizá ser camino—. Aunque se trate de la misma verdad de las mentiras, que es lo que es, en el fondo, la literatura.

¿Quién teme a J. Martínez Ruiz? ¿Por qué su nombre aparece siempre perdido entre la niebla, envuelto en una cortina de humo que lo cela y solo deja ver bien a Azorín? ¿Por qué tanto misterio no afrontado a su alrededor, tanto silencio aceptado, tanta sombra tácitamente aprobada y consentida? ¿Qué es lo que creemos entender y qué lo que en efecto entendemos cuando usamos su nombre? Pero ¿cuál? ¿Qué nombra cada uno de ellos? ¿Qué refieren uno y otro? ¿Acaso lo mismo? ¿O son realidades distintas? ¿Y por qué uno va siempre delante y otro detrás, como si hubiera grado y servidumbre entre ellos? ¿O es lo mismo? ¿Y por qué uno lo ocupa todo y otro apenas nada en nuestra consideración? ¿Por qué uno está siempre al fondo y su presencia incomoda, aunque no se diga, pero se advierte, y el otro está incluso donde no debe y nadie protesta? ¿Qué son, en verdad? ¿Qué o quién? ¿Quién es el uno y quién el otro? ¿O son el mismo? Ha habido entre ellos, en efecto, una deliberada confusión que habrá que intentar despejar: primero por parte de J. Martínez Ruiz, en aquel juego en que arriesgó su vida en la literatura y perdió, o quizá no, y después por parte de Azorín, en el desalojo de J. Martínez Ruiz de la escena literaria y en la sucesiva e ilegítima apropiación de casi toda su obra. Pero ha habido también una confusión de la crítica, de otra índole, sin duda, y por ello, aunque indeliberada, no fácilmente excusable ni exenta de gravedad. Tiremos, pues, del hilo, pero procuremos tenerlo tenso para que no se trabe o se enrede en algún punto.

En una entrevista publicada por Víctor Arlanza en El Español el 19 de diciembre de 1942, el entrevistado declaraba«Antonio Azorín, naturalmente, soy yo mismo».No era el flaubertiano «c’est moi», sobre todo porque con quien Flaubert se identifica es con la novela, no con el personaje. Era otra cosa. Pero aquí la crítica ha tirado por el camino más fácil y más cómodo, y sin hacer cuestión de nada, ni de la identidad del entrevistado («yo mismo»)ni de la naturaleza de la identificación («naturalmente»),pasó a una suerte de «Azorín soy yo» capaz de englobarlo todo y de evitar problemas mayores. En fondo, pudo pensarse que quizá no había para tanto y que la imprecisión y la inexactitud podían seguir sosteniendo una ecuación cómoday de fácil resolución a través del concepto de pseudonimia. Pero no había tal, sobre todo porque el «yo mismo» que dice ser el entrevistado no es Azorín, sino José Martínez Ruiz, y dice «naturalmente» para indicar que sobre ello no podía caber duda ninguna, que era así, que el personaje de Antonio Azorín había sido creado literariamente a partir de algunas vivencias suyas. Lo que no dice, pero tampoco desdice y la crítica deja pasar como agua clara, por eso hay que mantener siempre tenso el hilo, es que ese personaje no fue creado por él, sino por uno de los dos autores a los que había dado vida en su vida: J. Martínez Ruiz —el otro, obviamente, es Azorín—.

Azorín estaba entonces escribiendo una serie de libros de memorias (Valencia, Madrid, París): memoria no suya, desde luego, sino de José Martínez Ruiz, pero era él, Azorín, quien la daba forma en una escritura obligada a hacer equilibrismos de concepto frente al nuevo régimen político instaurado en España tras la guerra civil. Uno de esos libros, quizá el más complejo, empezó titulándose Memorias de X y después pasó a ser Memorias inmemoriales. La incógnita de la primera edición ponía en el mismo título la evidencia de un problema de identidad que iba a ser desarrollado en el texto a través de la técnica del «desdoblamiento». Llama la atención la desenvoltura con que la crítica, incluso en tiempos relativamente recientes, se ha aproximado a este libro: «Vengo llamando relator a quien actúa en el libro como interlocutor de X, primero, y, después, como fiel cronista, y esto requiere una explicación. En la primera línea del capítulo I se declara que X es un antiguo amigo mío; y a nadie se le oculta que X es igual a Azorín pero ¿quién es tal amigo, conversador con él, su visitante cotidiano, metido a memorialista, relator y a veces comentador de las vicisitudes y palabras de X? Digamos que el propio X, pues ¿quién desde fuera de X es capaz de saber tanto de él como X mismo?»1. No, Azorín no es X. El libro, quizá el más bello de todos los de memorias de Azorín, se presta al ejercicio deconstruccionista como pocos otros. No es aquí cosa del caso, pero allí quedaría claro quién es quién. Para el nuestro basta con la cita que sigue a la dedicatoria, o mejor, con la puntual referencia del autor de la cita: «José Soriano García, abuelo paterno de X»2. X es, pues, no Azorín, sino José Martínez Ruiz. Pero hay más, porque el primer capítulo de Memorias inmemorialesse titula «Nadie» y empieza, en efecto, de este modo: «Equis no es nadie; X es un antiguo amigo mío»3. El libro lo firma Azorín y no hay ninguna razón —ninguna marca textual— que impida identificar el «yo» que narra y da forma en la escritura a las «memorias de X» con Azorín. No puede ser de otro modo, además, por la razón apuntada en la cita del crítico de marras: ¿quién sino él, Azorín, puede estar tan cerca de José Martínez Ruiz, tanto que no se le escapan ni los más nimios detalles ni la misma modulación de su pensamiento? ¿Quién sino Azorín podía estar entonces tan cerca de él, tan metido con él en intimidades, tan con él, o en él, en aquellos años difíciles que hubieron de seguir al regreso del exilio? Aquí Azorín es el cronista de X, y X no puede ser otro que José Martínez Ruiz, el nieto de José Soriano García.

¿Adónde llevan todos estos distingos? ¿Es que acaso no es lo mismo Azorín que José Martínez Ruiz? ¿No es Azorín el pseudónimo o el nom de plume de José Martínez Ruiz? No, no lo es.

—Pero ¿qué me dice?

—Que no lo es.

—¿Que no lo es?

—No.

—Pues en los libros que he estudiado yo…

—Hay mucho error repetido entre los libros; la imprenta no es garantía de la verdad, aunque Lutero bien que se sirvió de ella para difundir la suya.

— ¿Es usted protestante?

—No, pero me atraen las reformas.

—Pues yo he oído decir que Azorín…

—El viento lleva y trae muchas cosas, a veces con fundamento y otras sin él.

—Oiga, y si Azorín no es un pseudónimo ¿qué demonios es?

—No lo sé.

— ¡Demonios! ¿Y dice que no lo sabe?

—No. Tal vez un reformado.

—Vaya.

En el cierre de ese capítulo magistral que es «Nadie», el «antiguo amigo» de X —aquí identificado en primera y segunda instancia como Azorín— se interroga por el destino de lo que se dispone a escribir: «Lectores, no los tendré. Si publicara el libro, no los querría tampoco. ¿Quién me iba a entender? ¿Cómo iban a compaginarse, cómo se compaginan en un libro dos sensibilidades diversas, acaso antagónicas?»4. ¿A qué dos sensibilidades se refiere? ¿A las de José Martínez Ruiz y Azorín? ¿O a las de Azorín y J. Martínez Ruiz? ¿Y por qué dice que son antagónicas? ¿Quién es J. Martínez Ruiz y qué tiene que ver en todo esto? Quizá nada. Pero quizá aflora siempre como complejidad irresuelta en la conciencia de Azorín. Uno sucede a otro en la creación literaria reconducible a la persona de José Martínez Ruiz. Pero J. Martínez Ruiz y Azorín son dos autores distintos. Dos diferentes modos de entender la literatura —dos modalidades de ella—. Dos diversas estéticas —quizá antagónicas—. Dos personalidades literarias. Dos firmas manifiestas. Dos identidades en movimiento. El uno llega hasta Las confesiones de un pequeñofilósofo y el otro comienza en Los pueblos; aunque después este otro se apropie de buena parte de la obra de aquel uno, acaso sin la protesta de nadie, quizá con el consentimiento del mismo José Martínez Ruiz, o quizá no, quizá fue que la «voluntad de escritura» que este mismo animaba en su vida era siempre —sin poder dejar de serlo— voluntad, una voluntad ciega e irrefrenable que quería siempre más, ser más, afirmarse siempre sobre lo demás, incluso sobre la escritura de quien le había abierto el cauce hacia la vida. El uno, el otro, el mismo: una suerte de triángulo imposible, aunque todos ellos, repetidamente y en vario modo, se declararan amigos.

— ¿Lo entiende ahora?

—Más o menos.

— ¿Y sabe quién es el que se desdobla?

—Sí, el nieto: José Martínez Ruiz.

— ¿Y Azorín?

—Sí, también él se desdobla.

— ¿Y J. Martínez Ruiz?

—También.

—Bien, veo que lo ha entendido.

—Pues no crea.

José Martínez Ruiz se desdobla para dar vida a dos autores, a dos modos de ser autor, a dos modalidades de la literatura. Pero lo hace en un proceso: primero es uno y luego es otro. Primero es uno y después, cuando no puede seguir siendo uno, se hace otro. Es los dos, pero no a la vez —salvo en un breve período de coincidencia de las firmas de uno y de otro en la prensa de 1904—. Uno y otro se suceden en él para ser el mismo.

Azorín también se desdobla. Lo hace sutilmente, como todo. El licenciado Vidriera, Don Juan, Doña Inés incluso, como antes lo fueran «Las nubes» o «La novia de Cervantes», por ejemplo, son «dobles» de la literatura clásica española. Azorín es el escritor del doble moderno de lo antiguo. Nadie lo interpretó como él —acaso porque él mismo era ese doble—. Quizá la lectura más correcta de Memorias inmemoriales sea la que se ofrece como desdoblamiento de Azorín; pero de un Azorín que ha engullido a J. Martínez Ruiz y se desdobla en otro José Martínez Ruiz. «He examinado yo muchas veces con atención producciones de X antiguas y producciones recientes. […] En los escritos de X advertía yo ahora un mayor dominio de la técnica y una mayor eliminación de lo accesorio. Y aparte de esto, como es natural, estaba la materia de la obra. Había variado enteramente el procedimiento en X; había variado, con el procedimiento, la estética formativa. Paralelamente, por afinidad espiritual, he ido variando yo también»5. ¿Quién es X aquí, sino un J. Martínez Ruiz perfectamente identificado hacia atrás con José Martínez Ruiz?

También se desdobla J. Martínez Ruiz. Lo hace al final de La voluntad, en el epílogo que cerraba la novela y abría en él un íntimo conflicto con su personaje Antonio Azorín. Ese conflicto es la madre de todas las batallas que se iban a dar después en su escritura y, a la postre, acabaría cambiándolo todo, incluso las mismas reglas del juego ya iniciado —el mismo juego—. En la tercera parte de la novela había hecho desdoblarse al personaje: «Yo soy un rebelde de mí mismo; en mí hay dos hombres. Hay el hombre-voluntad, casi muerto, casi deshecho por una larga educación en un colegio clerical, seis, ocho, diez años de encierro, de comprensión de la espontaneidad, de contrariación de todo lo natural y fecundo. Hay, aparte de este, el segundo hombre, el hombre-reflexión, nacido, alentado en copiosas lecturas, en largas soledades, en minuciosos autoanálisis»6. También lo hace en la dedicatoria de AntonioAzorín, la novela siguiente, en aquel «y si él y no yo, que soy su cronista»7 sobre el que habrán de volver las páginas del libro que aquí se presenta, donde «él» es el personaje Antonio Azorín y «yo» el autor J. Martínez Ruiz, a la sazón también «cronista», como lo fue después Azorín de X en Memorias inmemoriales.

El triángulo no cierra la identidad. Esta queda siempre abierta, irresuelta y problemática bajo una superficie de apariencias pacíficas. Pero es guerra dentro. No de ideas, que estas a la postre van a contar poco en ellos, sino de sensibilidades. De estética, porque lo que sí que va a ser fundante en la «pequeña filosofía» es el «sentir»: nótese que en el gozne entre uno y otro quedaron clavados los versos de Garcilaso («No me podrán quitar el dolorido / sentir…») como Lutero hizo con sus tesis a la puerta de la catedral de Wittenberg. De otro modo, pero con el mismo fondo.

—Pero es el modo lo que cuenta.

—Sí, para la «pequeña filosofía» es la forma lo que más cuenta.

José Martínez Ruiz da vida a uno y a otro. Es su modo de corresponder a la «llamada» de la literatura; una correspondencia siempre veraz, incluso en los momentos de mayor tormento, pues «respondía» desde la íntima verdad que era. Que es como decir que iba siendo, porque él es siempre el mismo ser en movimiento —siempre en devenir hacia lo mismo—. Como los otros, siempre uno y otro y nunca quietos, siempre en trance para alcanzar —querer y no poder— a ser el mismo. El final del uno es el principio del otro, pero la puntual coincidencia no los hace idénticos: distintas son sus obras, distintas sus trayectorias, distinto su sentir y su estética y, aunque cuente menos, distinto es también su pensamiento y el correr de sus ideas. José Martínez Ruiz se identifica con ambos, pero no al mismo tiempo: primero con uno y después con otro, pero, en el movimiento que les anima a todos ellos, siempre diferente y siempre el mismo, hay que suponer dos movimientos distintos, en cierto modo contrarios, como de ida y vuelta: uno —tres más bien— de construcción de la identidad de cada uno de ellos, y otro —otros tres— de usura y desgaste de sus puntos de coincidencia e identificación. Tres en uno —y en la «trinidad» siempre hay misterio—. Atar aquí todos los cabos no es posible, siempre ha de quedar alguno suelto. En geometría siempre hay una línea capaz circunscribir un triángulo: esa circunferencia siempre posible lo encierra, pero no lo comprende. Ese es su límite y también su limitación: su curvatura solo se fija en los vértices y no entiende de ángulos. Pero no es lo mismo un rincón que una esquina: lo sabe bien quien queda arrinconado y también quien se rompe la crisma en la vuelta de una calle. También el triángulo está sujeto al movimiento: la fijeza de las formas de la geometría clásica es una ilusión de la matemática que no se corresponde con la vida. En la vida todo está sujeto a cambio, y en lo que hace a los triángulos hay una ley no escrita

—quizá del mismo Pitágoras— que ve siempre perdedor uno de sus lados. Para poder dar cuenta de su derrota, quizá de su fracaso, hubieron de inventarse las geometrías no euclidianas y ser capaces de pensar un triángulo con un ángulo plano —y los otros dos necesariamente con amplitud de cero grados— y un lado de longitud equivalente a la suma de los otros dos.

—Se llama triángulo degenerado.

—Eso es, pero la matemática huye de connotaciones morales.

—Pitágoras entendía que también los números tienen alma.

—Tal vez, pero por menos no hace tanto que a usted le hubieran quemado vivo.

En nuestro triángulo es J. Martínez Ruiz el que pierde. Y Azorín el que gana —aunque quizá, hacia el fondo de sus días, no sepa muy bien qué es lo que ha ganado y, tal vez como una quimera, le sobrevenga a la memoria aquella duda radical envuelta en melancolía que Cervantes puso en boca del ingenioso hidalgo tras tanto fatigar caminos y batallas: «y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos»8, y en esto, acaso, pudo Azorín cerrar un círculo imposible con J. Martínez Ruiz, el otro, el mismo, quien acaso, llegado a un punto del decurso de su escritura, tampoco supiera bien qué ganaba a fuerza de su esfuerzo, porque la escritura es fuerza y es esfuerzo, aunque no se sepa de dónde viene la una y adónde conduce el otro, como él no lo sabía entonces, sobre todo a partir del final abierto de Antonio Azorín («Y comienzo»9) y durante toda la escritura de Las confesiones de un pequeño filósofo. Pero no era círculo, desde luego, sino triángulo en el que también cupo un infierno. Para él, si acaso solo para él.

Azorín es el que gana porque fuerza el triángulo hasta hacerlo «degenerado». Él es el lado mayor y a quien corresponde el ángulo plano: los ángulos de los otros no tendrán apertura ninguna y la extensión de la suma de sus lados coincidirá con la suya. Y en esa coincidencia fatal tenderán a confundirse y a desaparecer. No del mismo modo ni en el mismo grado, por eso es J. Martínez Ruiz el que pierde, porque se lleva la peor parte. Se aleja poco a poco y va quedando en silencio. Va perdiéndose entre una niebla cada vez más espesa. Cubriéndose de olvido hasta hundirse en las sombras de la noche de todos los tiempos.

—Y sin embargo hay que imaginarle dichoso.

—Sí, como a Sísifo.

De lo olvidado cabe hacer arqueología, pero esta sitúa el resultado en el «destiempo». También en lo que hace al estudio de la literatura. Es siempre como volver de un exilio. Nada devuelve el regreso —nada de lo perdido, se entiende—. Hay siempre un sustantivo fracaso. Pero el ejercicio de las «salvaciones» hace de su conciencia un vector de indudable valor moral. Nadie podrá devolver nunca a J. Martínez Ruiz los lectores que no tuvo en el tiempo. Nadie nunca podrá darle el tiempo que no tuvo. Pero el destiempo sí. Y si no es mero límite de un conocimiento con exclusivas pretensiones de cientificidad académicas, sino limes moral capaz de acoger el legado del olvido, entonces habrá sido una auténtica «salvación». Eso es lo que mueve al libro que aquí se presenta, El uno,el otro, el mismo —y quizá haya fracaso. Pero no importa: perder no es experiencia vana. Saber hacerlo es lección que vale para la vida y para la literatura.

— ¡Y que la suerte acompañe!

—Vale y así sea. _

 

 

 

N O TA S

 

* Nueva Revista agradece la autorización para publicar estas páginas del libro El uno, el otro, el mismo (Vindicación de J. Martínez Ruiz) que editará Biblioteca Nueva.

1 J. M. Martínez Cachero, «Azorín memorialista», en Azorín, Obras escogidas, vol. III: Teatro, Cuentos, Memorias, Epistolario, edición coordinada por Miguel Ángel Lozano Marco, Madrid, Espasa Calpe, 1998, p. 782.

2 Azorín, Memorias inmemoriales, en Obras escogidas, ob. cit., vol. III, p. 1051.

3 Ibíd., p. 1055.

4 Ibíd., p. 1057.

5 Ibíd., p. 1061.

6 J. Martínez Ruiz, La voluntad, edición de Inman Fox, Madrid, Castalia, 1989, p. 267.

7 J. Martínez Ruiz, Antonio Azorín, edición de Inman Fox, Madrid, Castalia, 1992, p. 47.

8 Quijote, II, 58.

9 J. Martínez Ruiz, Antonio Azorín, ob. cit., p. 217.

Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y en Filología por la Universidad de Pisa. Ha enseñado en las Universidades de Münster y Siena, y actualmente es profesor titular de Literatura Española y de Historia del Pensamiento Hispánico en la Universidad de Turín.