Durante los treinta y cinco años transcurridos entre la abdicación de Alfonso XIII, el 15 de enero de 1941, y el reconocimiento de Juan Carlos I como Rey de España (noviembre de 1975 o mayo de 1977), la titularidad de la corona y la jefatura de la dinastía fueron responsabilidad de Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona.
Hijo y heredero del Rey que hubo de ceder paso a la República y padre de Monarca restaurado, Don Juan de Borbón cumplió en ese tiempo una de las más honestas, generosas, prudentes y esforzadas carreras políticas que la historia de un pueblo puede reservar a uno de sus príncipes.
Rey ya de hecho y de derecho su hijo, Juan Carlos I, y restablecida en el país la normalidad política bajo la monarquía constitucional, Don Juan de Borbón regresó a su patria tras el más largo exilio —¡cuarenta y cinco años!— que haya tocado vivir a un español ilustre en la edad contemporánea. Desde entonces hasta el final de sus días, la figura del Conde de Barcelona estuvo siempre acompañada por el respeto y la simpatía general que se había ganado él personalmente, en los más diversos sectores de una ciudadanía que durante tan largo tiempo había estado sometida a una tenaz acción desinformadora acerca de su persona, de sus propósitos y de su significación nacional.
En los años políticos de Don Juan, del 41 al 75, se distinguen tres períodos claramente diferenciados. El primero, de 1941 a 1948, podría titularse «Don Juan y Franco». Se inicia con la abdicación de Don Alfonso y llega hasta la entrevista con Franco en el Azor (agosto de 1948) y el acuerdo para que el jovencísimo príncipe Juan Carlos estudiara en España y en ambiente español.
El segundo momento fue el más largo: desde esos mismos acontecimientos al día en que el Príncipe Juan Carlos fue designado sucesor en la Jefatura del Estado a título de Rey (julio de 1969). Con Don Juan en Estoril desde 1946 y en relación con miles de compatriotas, y con España declarada «reino» en un referéndum sui generis de 1947, esos cuatro lustros deberían llamarse los de «Don Juan y los españoles». El tercer período y último, del 69 al 75, sería el de «Don Juan y Don Juan Carlos»
UN PRIMER TRAMO DE OCHO AÑOS
El libro del acreditado historiador Fernando de Meer, autor de importantes monografías sobre la España contemporánea, es un relato terso y bien documentado de la acción política de su personaje y de las ideas y propósitos que la animaron, durante esos primeros años del 41 al 48, que fueron decisivos para el futuro político de España. La principal conclusión a la que llega el lector del estudio de Fernando de Meer es que, como sospechábamos algunos, la gran obra de Don Juan fue lograr que gracias a lo que él hizo, declaró y soportó durante ese tiempo, la dinastía recuperó su vigencia política en el horizonte histórico de España, y pudo suceder todo lo que vendría después.
LA ABDICACIÓN DE ALFONSO XIII
El 15 de enero de 1941, en el curso de una reunión casi familiar en el Gran Hotel de Roma, Alfonso XIII entregó a Don Juan el manifiesto dirigido a los españoles en que abdicaba de sus derechos a la corona de España y le declaraba sucesor legítimo de «la institución monárquica» para que fuera el día de mañana «cuando España lo juzgue oportuno, el rey de todos los españoles». Éste es el primero de los documentos monárquicos oficiales en que se postula que el titular de la corona sea «rey de todos los españoles». Como he escrito en otra ocasión, es imposible saber si el propio Don Alfonso, o la persona encargada de redactar el documento, reparó en que Cánovas había dicho lo mismo en una sesión del Senado el 27 de marzo de 187 5, según ha recordado muy oportunamente Carlos Seco Serrano. Cánovas había afirmado que los poderes otorgados a él por instituciones y partidos eran para traer un Rey que no lo fuera ni del partido progresista, ni del moderado, ni del constitucional, «sino un Rey que lo fuera de todos los españoles, sin distinción».
La rígida y estúpida censura de prensa que en aquel enero de 1941 practicaba el régimen de Franco no permitió la difusión del documento real, e incluso ocultó que Alfonso XIII había abdicado en Don Juan.
La renuncia de Alfonso XIII fue seguida, pocas semanas después, por su fallecimiento, el 28 de febrero de 1941, a los cincuenta y cinco años de edad: cuarenta y cinco de ellos Rey y diez en el exilio. Durante esos cuarenta días, ni Don Juan ni casi nadie de su entorno tuvo tiempo ni lugar para otra cosa distinta de atender al ilustre enfermo y los ineludibles compromisos que unas circunstancias penosas como ésa traen consigo.
Pero muy pronto, tras haber agradecido a gobiernos, parientes y monárquicos sus condolencias, Don Juan, en su apartamento romano, se encontraba en una situación sin precedentes. Su padre, aún en el destierro y sin trono, maltratado en su propia patria durante los años de República, y poco menos que ignorado por los vencedores de la guerra civil, había sido Jefe de Estado durante más tiempo que nadie en siglo y medio (salvo la abuela de su esposa, Victoria de Inglaterra, fallecida siendo Reina en 1901).
Su padre, tenía que pensar Don Juan, era al fin y al cabo una personalidad conocida y respetada en los más diversos ambientes sociales y políticos del mundo, llenaba un capítulo de la historia de España y de Europa. Aún en el destierro y sin corona, la vida de Alfonso XIII tendría los problemas personales que suelen acompañar a la existencia de los humanos. Pero él sabía quién era y el resto del mundo también. Incluso en su propia patria —aunque los gobernantes de la victoria nacional quisieran aparentar que prescindían de él, sin lograrlo nunca del todo—; entre la gente común se le respetaba y apreciaba, y en los medios políticos y entre las clases dirigentes eran cada vez más numerosas las personas que contemplaban con respeto —y no pocos con mala conciencia— el patriotismo y la dignidad que gobernaron sus gestos y sus acciones.
El acta de la abdicación era también el primer documento oficial de un Rey, en que con las palabras «cuando España lo juzgue oportuno…» se postulaba la exigencia de algún modo de ratificación social para el retorno de la corona, incorporando a la filosofía política monárquica el principio de la legitimidad democrática, comúnmente aceptado en los Estados modernos.
Don Juan, que asumió para andar por el mundo el título de Conde de Barcelona —que era un título soberano—, tenía que presentar sus credenciales ante el mundo y ser conocido en su patria. El escenario internacional estaba en plena Segunda Gran Conflagración, pronto ampliada con la guerra del este, la de Alemania contra la Unión Soviética. Italia, el país donde vivía Don Juan y donde acababa de depositar los restos de su padre, era un Estado combatiente más. Por eso, en cuanto le fue posible, a fin de poder estar con un poco más de libertad en comunicación con España y con el mundo, trasladó su residencia a Suiza, que aunque cercada por todas partes de Estados beligerantes, era una nación neutral.
ENTRE LA VIGILANTE DICTADURA Y EL SUEÑO REPUBLICANO
En 1931 la proclamación de la Segunda República española, con su acogida en el país y en la comunidad internacional, pareció que ponía punto final a la milenaria institución de la monarquía, que había sido el eje de la historia nacional y el elemento aglutinador de las diversas realidades sociales, culturales y políticas de España.
A pesar del sectarismo antidinástico y antitradicional de los primeros gobiernos republicanos, el propio Alfonso XIII no había dejado de alentar a los monárquicos a estar presentes en lo que entonces era el nuevo régimen, e incluso a colaborar lealmente en sus instituciones. Fuera de reducidas minorías intransigentes o personas muy politizadas de ciertos sectores tradicionales, casi nadie pensaba seriamente en que fuera viable una pronta vuelta atrás y la gente se acomodaba a la situación.
La sublevación político-militar de 1936 no era restauracionista, aunque contara con la colaboración y el apoyo de los monárquicos, incluso del propio Don Alfonso y de su hijo Don Juan, que era entonces el príncipe heredero. Pero ni los políticos ni los generales más declaradamente monárquicos planteaban como una prioridad el retorno de la corona y del Rey. Pretendían, como los otros partidos y militares del bando que se llamó a sí mismo nacional, victoria, orden, paz y la reconstrucción material posible bajo un régimen de autoridad. La mayor parte de los generales y dirigentes del bando nacional, y la opinión adicta a ellos, eran partidarias de una dictadura, o la consideraban necesaria durante un tiempo indeterminado. Por otra parte, mientras duró la Segunda Guerra Mundial, el régimen de Franco y sus fieles se inclinaban por simpatizar con los Gobiernos del Eje y con sus formas políticas, por cierto nada propicias a las monarquías. Habían sido sus amigos en la contienda civil y, además, desde el 41, el año en que Don Juan asumió las responsabilidades de la corona, se enfrentaban con la URSS, el gran padrino comunista de los republicanos en la reciente guerra española.
Los españoles vencidos, en el exilio o en el interior —y por supuesto, los miles de ellos que estaban en campos de concentración o en prisión—, no tenían más horizonte ni más aspiración o sueño que la inversión política del resultado de la guerra civil y el restablecimiento de la República. Si bien en los primeros años del decenio de los cuarenta, en esas zonas del espectro político se pensaba que tal cosa sólo podría ocurrir si los aliados ganaban la guerra e imponían la vuelta de la República, empleando para ello la fuerza política y militar de que dispondrían tras la victoria en el escenario europeo.
Los españoles de un lado querían una cosa y los del bando opuesto, otra. La monarquía era algo que había existido durante siglos como en otras muchas naciones. Pero, ¿quién sabía si algún día volvería a significar algo en España? A poco de terminarse la guerra civil, había estallado la gran conflagración. Dentro de España se estaba pendiente de asuntos más apremiantes e inmediatos que la cuestión de las formas que revestiría el futuro Estado nacional. Fuera, con el estruendo de los cañones y las bombas, no se prestaba atención a los asuntos internos de un país que no era gran potencia ni sitio de paso para invasiones militares.
Así estaban las cosas en el mundo cuando Alfonso XIII renunció a una corona que no tenía y cedió a su hijo, Don Juan, unos derechos históricos que ni el Gobierno de su patria ni las cancillerías extranjeras le reconocían, salvo a efectos de darle en determinadas ocasiones el tratamiento honorífico de «Majestad o de antiguo Jefe de un Estado».
LA RESPONSABILIDAD DE DON JUAN
En realidad Alfonso XIII, con su abdicación, no entregaba a su hijo ningún poder ni nada que se pudiera ver ni tocar. Lo único que ponía en sus manos, y eso bajo su palabra, era una responsabilidad. Era nada más y nada menos que la responsabilidad de representar y gestionar un legado histórico inmaterial que, si lograba un día convertirse en una realidad política, podría volver a ser el eje en torno al cual se articulara el país, en un mañana que nadie sabía si llegaría a presentarse.
Para hacer frente a ese reto, Don Juan tuvo que descubrir —o inventar, que viene a ser lo mismo— su misión en la historia de España. Antepuso España a la corona y consideró que había que entender la monarquía como una institución al servicio de los intereses nacionales de presente y de futuro y que para eso era tarea principal recobrar y mantener la vigencia de la dinastía, que fue su obra histórica.
Don Juan no podía entregarse al régimen ni romper con él. No podía ponerse al servicio de las potencias aliadas ni enfrentarse con ellas. Tenía que asegurar la independencia de la institución monárquica y servir los intereses del país y de sus ciudadanos, como exigían de él su patriotismo y el sentido histórico de la dinastía nacional que él encabezaba. En determinados momentos de sus relaciones con el general Franco y su régimen político, Don Juan sabía que, con las palabras o con los actos que creía que era su deber pronunciar o realizar, cerraba la puerta a la posibilidad de que desde el poder se propiciara un restablecimiento de la monarquía contando en su persona. Y que algunas de sus resoluciones no gustarían a los que se consideraban —y eran— sus partidarios leales.
El 25 de agosto de 1948 tuvo lugar en aguas del Cantábrico la primera entrevista entre Don Juan y Franco, en la que se convino que el príncipe Juan Carlos se educara en España, mientras que, por otro lado, destacados políticos monárquicos negociaban acuerdos o posibles declaraciones conjuntas con líderes socialistas y republicanos del exilio, bajo el paraguas más aparente que real de los gobernantes laboristas británicos.
AÑO POR AÑO
Fernando de Meer examina en su libro lo ocurrido en torno a la política monárquica y a la actuación y posicionamientos del Conde de Barcelona en estos años cuarenta del primer período de su historia política.
1943 sería el año de los visibles desacuerdos entre los monárquicos del interior, opuestos a la ruptura con Franco, y los que, desterrados o no, desde fuera, la consideraban deseable. 1945, el del manifiesto de Lausanne, el fin de la Guerra Mundial y lo que de Meer llama «ruptura inevitable y acuerdo necesario».
En 1946 se instaló Don Juan en Estoril, y se negociaron «Bases y Estatutos» de partidos monárquicos con poca operatividad práctica. 1947 es el año del referéndum de la Ley de Sucesión, con todos los problemas que arrastró consigo. Finalmente, 1948 fue el año del encuentro del Azor y de la venida a España del príncipe Juan Carlos para educarse en su patria.
EL AÑO CUARENTA Y OCHO
En el último capítulo de su libro, recoge Fernando de Meer varios pasajes de la conversación de José María Pemán con Don Juan, en la que éste le refirió lo que había hablado con Franco en el Azor, el 25 de agosto de 1948. En ese relato se contiene, a mi juicio, una clara explicación de las decisiones que Don Juan tomó ese día como depositario de las responsabilidades de la corona, padre del Príncipe y patriota español. La entrevista de Don Juan y Pemán tuvo lugar pocas semanas después, el 2 de octubre de ese mismo 1948.
Don Juan manifestaba a su interlocutor que querría ser comprendido por los monárquicos, en primer lugar por los que no aprobaban o no entendían que enviara al príncipe a estudiar a España, y además por todos los españoles. Esa resolución era un deber suyo como padre y como Rey. «Yo, dijo Don Juan, no puedo privar a mi hijo de algo tan preciso para él, que es el Príncipe, como educarse en España. Aunque esto me hubiera de costar a mí la corona no podía hacerlo».
Él, Donjuán, consciente de su responsabilidad histórica con la institución que representaba y con el servicio que esta institución podía ofrecer a España, en negocios como éste no hacía política. «Yo hago dinastía», dijo. Esa fue, en efecto, su obra histórica.
El libro de Fernando de Meer ha reconstruido momentos importantes de la historia de la monarquía española de estos años de destierro y sin corona, tiempos de desengaños e ilusiones —con frecuencia defraudadas— de errores y aciertos, de rectificaciones y aparentes cambios de rumbo. Pero este libro confirma que Don Juan, en el fondo de su pensamiento y en sus acciones públicas, estuvo habitualmente inspirado por nobles motivaciones patrióticas y por la voluntad de que la dinastía estuviera al servicio de los intereses históricos de España.
A estos ocho años de Don Juan y Franco siguieron las otras dos etapas que he llamado «Donjuán y los españoles» y «Donjuán y Donjuán Carlos». Fernando de Meer, por ahora, se ha detenido en el mes de octubre de 1948, recogiendo la iluminadora conversación del Conde de Barcelona con el político y escritor José María Pemán.
El siguiente período de la vida política de Don Juan terminaría con la designación de su hijo como Sucesor del Jefe del Estado a título de Rey. En el ejercicio de su responsabilidad de Jefe de la Dinastía, Don Juan hizo pública con toda solemnidad su disconformidad y desaprobación de esa designación, como había hecho veintidós años antes con la Ley de Sucesión. Pero ahora, en 1969, con su hijo y heredero investido con amplia aceptación popular de esa función política, Don Juan se abstuvo de actos o declaraciones que pudieran ser interpretados como indicios o señales de pleitos dinásticos. Disolvió su Consejo Privado y los otros órganos políticos y servicios diplomáticos que le asistían en su vida pública y cuando, seis años más tarde, Don Juan Carlos asumió la corona, él, que era «el príncipe de mejor derecho», puso en manos de su hijo la jefatura de la dinastía, le reconoció como Rey y, en definitiva, le entregó la responsabilidad histórica que él había administrado y ejercido desde el 15 de enero de 1941.