La gran cuestión de la Comunidad no es qué pasa dentro de una organización en la que casi todas las cosas funcionan bastante bien en casi todos los órdenes. La estructura actual está consolidada; entre los gobiernos reina una armonía razonable; están definidos con cierta precisión los objetivos inmediatos e incluso fijados los plazos para ultimar en el 93 los tres grandes proyectos en curso: unión económica y monetaria (EMU o UEM), unión política y mercado único. Se avanza en todas esas direcciones: el 80 por 100 del territorio y de los ciudadanos de la Comunidad disfrutan de libertad para el movimiento de capitales, y casi la mitad de ellos (el 40 por 100 para ser más precisos) habitan en «Schongeniandia», o grupo de cinco países entre los que han caído las fronteras, volviendo a algo parecido a lo que ocurría en casi todo el Continente antes de 1914.
Pero en el mundo entero, y en especial en Europa, han ocurrido tantas cosas desde el mirabilis annus de 1989, que la Comunidad de los Doce no puede dejar de verse afectada en su funcionamiento y, sobre todo, en sus finalidades y en su concepción misma.
Quedarse en doce o llegar al doble
La gran cuestión es si se amplía o no la Comunidad, en qué condiciones y, en caso afirmativo, para hacer qué. ¿Cuáles son las definiciones políticas y culturales, incluso las económicas, de esa «unión política» en la que casi todo el mundo está de acuerdo a la hora de las declaraciones? ¿Qué nos proponemos conseguir?: ¿una «federación», culturalmente unitaria, y políticamente tan centralizada como las de Alemania, Suiza o Norteamérica?, ¿una asociación regional de países independientes y sueltos como la OEA, o tan inoperante como la OUA? ¿Se aspira a un patriotismo europeo, que se imponga sobre los patriotismos históricos nacionales de ahora, hasta reemplazarlos? Oficialmente, el plan de Bruselas —Comisión y gobiernos— es aplazar las posibles nuevas incorporaciones hasta después del 93. A Turquía, que la tiene solicitada desde hace dos años, y a Malta y a Chipre si lo llegan a pedir, se les puede hacer esperar por razones técnicas, económicas o políticas, y, en algún caso, también geográficas. La mayor parte de los antiguos Estados comunistas pretenden, de momento, más una ayuda que una integración; entre los seis países de la EFTA, sólo Austria ha manifestado su voluntad de acceder a Bruselas; algún otro en su momento no quiso, aunque probablemente ahora esos mismos noruegos se decidirían por una respuesta afirmativa, si tuvieran otra vez un referéndum; Suecia y Suiza, oficialmente, no se plantearon la cuestión por ser neutrales y porque la Comunidad todavía no había demostrado que ofrecía muchas ventajas a los países miembros; Finlandia ocupa una posición singular por sus peculiares relaciones con la URSS.
Nuevos aspirantes para una nueva ola
Pero ahora resulta que ni la «finlandización» ni la neutralidad son objeciones de recibo en el orden político; que en la opinión pública sueca se advierte un cambio de tendencia a favor de la opción comunitaria y el partido conservador que ahora encabeza Cari Bildt, buen amigo de España desde el principio de la transición, se inclina por ella; que los suizos no desechan e! planteamiento del tema, y que los países de la EFTA disfrutan de una renta por habitante (me) Europa tendrá que generar un modelo de asociación política diverso y flexible, para el que quizá no haya exactos precedentes. Pero posee la base de comunidad cultural y el sentido de la historia precisos para acometer la empresa. dad son objeciones de recibo en el orden político; que en la opinión pública sueca se advierte un cambio de tendencia a favor de la opción comunitaria y el partido conservador que ahora encabeza Cari Bildt, buen amigo de España desde el principio de la transición, se inclina por ella; que los suizos no desechan e! planteamiento del tema, y que los países de la EFTA disfrutan de una renta por habitante (media entre los seis) superior a la de 1a CE, y que poseen una riqueza instalada y potencial que también excede, proporcionalmente, a las de conjunto de los actuales Doce.
En estas condiciones, si no se tuerce el curso de los acontecimientos mundiales y si desde esos seis países se ejerciera una presión, es dudoso que la Comunidad pueda aguardar hasta el 93, como si no hubiera pasado nada. La historia no ajusta su paso al ritmo regular de las previsiones racionales y tecnocientíficas de Bruselas. Sobre todo cuando por la puerta de atrás, y sin pedir permiso a nadie, se ha introducido en la Comunidad la antigua República Democrática Alemana, con 17 millones de habitantes, que son más de los que tienen Austria y Suiza juntas, o tantos como los del combinado báltico-escandínavo de noruegos, suecos, finlandeses e islandeses. Sin olvidar que la entrada de los alemanes del Este pone largos los dientes de checos, polacos y húngaros. Aunque reine el «marco», tampoco en la RDA se sabe de quién es cada cosa.
La ampliación a 18, o quizá más, que parece inevitable, antes o después del 93, obliga a una reflexión sobre la naturaleza política de la Comunidad. El federalismo americano no es válido como modelo para Europa. Aquello fue el resultado de un proceso de continuidad histórica, desde la monarquía británica a la racionalización republicana de los Estados Unidos, En Europa reina la cultura patriótica de las naciones-Estado, a cuyas características esenciales obedecen hasta los ejemplos federales. El sentimiento de pertenecer a un conjunto mayor que la propia patria nacional, y que ése sea Europa, también existe, pero sin que la gente deje de ser ni de sentirse, en primer lugar, italiana, alemana o francesa.
Europa tendrá que generar un modelo de asociación política diverso y flexible, para el que quizá no haya exactos precedentes. Pero posee la base de comunidad cultural y el sentido de la historia precisos para acometer la empresa. Poco después del año 900 de nuestra era, un anónimo poeta, probablemente germánico, compuso un epos caballeresco, que empezaba proclamando que la tercera parte del mundo —las otras dos serían Asia y África—, hermanos —es decir, lectores u oyentes— se llama Europa, pueblos diversos en costumbres y en lenguas y también en nombre, que se distingue por sus modos de vida y por su religión. Pero con todas estas sensibles diferencias, la Europa del viejo rapsoda era algo de lo que se podía proclamar que constituía una unidad en relación con el resto del orbe.