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Miguel Ángel Garrido Gallardo, catedrático de Gramática General y Crítica Literaria, profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), se jubila, aunque en realidad continúa. Sigue vinculado al CSIC como director del «Diccionario Español de Términos Literarios» (DETLI), preside el comité científico de UNIR (Universidad Internacional de La Rioja), es el editor de Nueva Revista y está al frente de la división de cultura de la Fundación Pizarro, entre otras tareas. Por abreviar la mención de méritos, baste recordar que Garrido Gallardo ha sido galardonado con el premio «Julián Marías» de Investigación Humanística de la Comunidad de Madrid, y con el Internacional «Menéndez Pelayo». Es académico correspondiente de las academias de la lengua de Argentina, Chile y Uruguay y solo la lista de sus publicaciones ocupa de la página 23 a la 39 de «Vir bonus dicendi peritus» (CSIC, 2019), el libro que sus compañeros de filología le dedican: 1.232 páginas de tamaño casi folio y densa tipografía.

—Vayamos con orden… al principio. ¿Qué supuso en su carrera el Congreso Internacional sobre Semiótica e Hispanismo, que usted organizó y que se celebró en Madrid en 1983?

Para mí, una gran sorpresa, aunque en mi medio profesional se convirtiera casi en mi carta de presentación. Lo organicé porque entonces la semiótica era un tipo de estudio que se había desarrollado mucho, pero no tanto en el ámbito del hispanismo. Pensé que sería bueno propiciar un encuentro en Madrid con algunas de las figuras más relevantes de la semiótica en aquella época y el congreso tuvo una enorme repercusión, por número de asistentes y también mediática. En gran medida, con él, aunque no solo con él, comenzó la modernización de nuestra crítica literaria académica al difundir las estrategias semióticas de investigación en el campo más tradicional de la filología hispánica. Se trataba de descubrir la importancia del contexto y no solo del texto, de que eran relevantes las palabras, pero también las imágenes. Se iniciaba el recorrido de los estudios literarios a los estudios culturales, al análisis del discurso. Las actas de ese congreso (son dos tomos de mil páginas cada uno) fueron, durante bastantes años, una de las obras más citadas en la especialidad.

—¿Al congreso asistió Umberto Eco?

—No. De los grandes previstos, ni Eco, ni Roman Jakobson, que había fallecido durante la preparación. Umberto Eco ya había publicado «El nombre de la rosa» y tenía un compromiso en esa fecha, contraído con mucho tiempo de anticipación. Me parece que en los Estados Unidos. Tampoco dejaron venir a Iuri Lotman, porque estaba mal visto por las autoridades soviéticas. Recuerdo que el alcalde Tierno Galván denunció el hecho en la inauguración  del congreso. Tuvieron ponencia Gianfranco Bettetini, Claude Brémond, Cesare Segre, Tzvetan Todorov, Harald Weinrich y Fernando Lázaro Carreter. A Eco lo conocí ese mismo año en Palermo, en el Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica. Él era secretario general y me nombró de la junta directiva, en la que permanecí quince años.

«Vir bonus dicendi peritus» (CSIC, 2019). Homenaje al profesor Miguel Ángel Garrido Gallardo
«Vir bonus dicendi peritus» (CSIC, 2019). Homenaje al profesor Miguel Ángel Garrido Gallardo

—Ha enseñado en cursos regulares de las universidades de Sevilla, Navarra y, sobre todo, en la Universidad Complutense, durante treinta y cinco años. ¿Qué tipo de profesor ha querido ser usted? ¿Con quién se medía cuando daba una clase?

—Lo mejor es manifestarse de la manera más natural posible, intentando hacerlo también lo mejor posible según las cualidades que cada uno tenga. Recuerdo que yo era muy admirador de Rafael Lapesa, que fue profesor mío de Historia de la Lengua. Cuando empecé a dar clase, lo que hice enseguida de terminar la carrera, precisamente en la Universidad Complutense, sin darme cuenta intentaba imitar a don Rafael. Eso no daba ningún buen resultado. Él era un hombre premioso, yo soy extravertido; él, tímido, yo locuaz…, en fin, muchas diferencias. Una vez coincidí con él en el ascensor y le dije: «Don Rafael, he tenido que dejar de imitarle porque no soy capaz y me sale una catástrofe». Él, como era enormemente humilde, no supo qué decir. Se escapó en cuanto pudo de aquel ascensor del edificio B de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense… Lo que hay que hacer, yo pienso, no es intentar imitar a nadie. Sí se puede buscar un paradigma científico, pero no personal. Hay que manifestarse tal como uno es.

—Para los cursos de doctorado, que también ha impartido muchos, ¿vale lo que ha dicho o piensa que hay que fomentar unas determinadas cualidades en los futuros doctores?

—Si por cualidades entiende valores: conocimientos rigurosos, rectitud, afán de servicio, eso se debe fomentar en todo momento, sobre todo, con el ejemplo. Y no solo en los cursos de doctorado. Yo me estaba refiriendo a la metodología, a los usos prácticos de llevar a cabo la enseñanza. En los cursos de doctorados se trata con colegas, con gente que se va a incorporar normalmente al mundo académico, que son de tu especialidad y que están haciendo la tesis. Para los cursos de doctorado es importante respetar escrupulosamente las expectativas de cada uno y establecer un diálogo sincero. Procurar enseñar, sí, pero no solo enseñar, también aprender. Me parece que esa podría ser la receta general. Pero no es diferente un curso de doctorado que un curso de licenciatura o de grado. Se puede afirmar para el doctorado lo que acabo de decir para la licenciatura: hay que actuar con naturalidad y procurar sacar de uno lo mejor.

Tengo una magnífica experiencia con la dirección del Curso de Alta Especialización en Filología Hispánica que creé en el Instituto de la Lengua del CSIC. Cada año se seleccionaban 25 estudiantes de entre los alrededor de 500 que optaban, y se configuraba un claustro de profesores de entre los más relevantes del hispanismo internacional. Hoy hay muchos estudiantes de aquellos, repartidos como profesores o investigadores por los departamentos de español de universidades y centros de investigación de medio mundo y muchas publicaciones que tienen su origen en las 250 tesis de magíster que presentaron como trabajo final. Y no apliqué ninguna técnica especial. Selección y labor constante.

Toda nueva investigación rigurosa suele ser cierta en lo que afirma y falsa en lo que niega

—Usted fue vocal asesor de humanidades y ciencias sociales de la presidencia del CSIC (1996-2000). ¿Qué experiencia saca de esa época?

—Me habla de mi única experiencia de política, aunque fuera de política académica. Nunca he tenido vocación política. Cuando llegó César Nombela de presidente del CSIC acepté cuidar de la investigación en ciencias humanas durante un período tasado de cuatro años. Nombela había sido compañero mío de preuniversitario en el Instituto «Ramiro de Maeztu» de Madrid y fue un gran presidente. Pero, visto desde ahora, lo que saco es la sensación de que en política uno no hace lo que quiere, con buena voluntad, en pro del bien común, sino que se termina haciendo lo que se puede, como resultado de un entramado de acciones y reacciones difíciles de prever. Por otro lado, la política que yo vi es una actividad frenética que te lleva de la mañana a la noche. Con mi deformación profesional, días en que otros hubieran estado contentos por la múltiple actividad desarrollada, yo tenía la impresión de que había perdido el tiempo porque no había leído ni escrito una línea.

—Hay un autor marxista muy influyente en la teoría de la literatura, al que usted ha estudiado en detalle, György Lukács. ¿Dónde ve sus puntos fuertes y sus puntos débiles?

—Realicé la tesis doctoral sobre Lucien Goldmann, la figura más eminente de la escuela de Lukács. Se tituló «La crítica literaria de Lucien Goldmann». Lo que yo me planteaba era: «¿Qué hay de aprovechable para la crítica literaria en la teoría de Goldmann, que es un crítica literaria académica marxista, si tenemos en cuenta que su fundamento epistemológico —el marxismo—  es erróneo?». Eso, cuando yo defendí la tesis, suponía un escándalo para la mentalidad dominante en las universidades de todo el mundo, excepto en Polonia. «¿Cómo puede decir alguien que esa base epistemológica es errónea?». Muchos años después, cuando publiqué una segunda edición de la tesis sobre Goldmann, lo escandaloso era que afirmara que había algo aprovechable. Ya había caído el muro de Berlín y, para la nueva mentalidad dominante, del marxismo teóricamente no había nada que aprovechar. Sigo pensando lo que pensaba. He tenido oportunidad de ver cómo el péndulo ha pasado de extremo a extremo.

—¿Pero qué hay de aprovechable?

—Los análisis culturales marxistas están basados en la afirmación de que, en último término, todo fenómeno cultural tiene una raíz económico-social. A esa afirmación, hay que aplicarle el principio general que enunció, me parece, Leibniz: toda nueva investigación rigurosa suele ser cierta en lo que afirma y falsa en lo que niega. En lo que afirma el marxismo: la importancia de la infraestructura económico-social es absolutamente cierta. Y resultan brillantes las explicaciones a este respecto del género novela, tanto de Lukács como de Goldmann. Es falso en lo que niega: no todo es económico-social, como pretende el marxismo, no se puede juzgar la realidad cultural, literaria, solo por la vinculación con unas claves económico-sociales. Las claves económico-sociales, no obstante, condicionan todo hecho cultural y, por supuesto, también la literatura.

—¿Podría resumir en qué consiste la crítica literaria?

—Crítica literaria, en el sentido en que estamos empleando el término, quiere decir teoría literaria, lo que en alemán se llama «Literaturwissenschaft». Crítica literaria en este sentido es reflexión, filosófica y lingüística, sobre ese fenómeno que llamamos literatura. Eso es distinto de la crítica literaria militante, en que una persona, antes solo con buen gusto y con mucha práctica de lectura, decía a otros por qué es conveniente leer un libro o que no perdiera el tiempo en leer un libro que él, porque tenía esa obligación de discernir, había tenido que leer y sabía que no merecía la pena. Desde luego que hay una relación entre estas dos clases de críticas. Porque el análisis literario que hago, e incluso el juicio que doy, en parte está basado en unos fundamentos: por qué algo es bueno o es malo, es estimulante o no es estimulante, etc. De manera que la crítica militante, que antiguamente era la crítica literaria que se hacía en los periódicos normalmente, es distinta de la teoría de la literatura o ciencia de la literatura, que se practica en el ámbito académico para proporcionar los elementos de reflexión sobre ese elemento cultural de primera  importancia que es la literatura. Ahora también los suplementos culturales están llenos de colaboraciones basadas no solamente en el propio buen gusto, sino en la formación teórica del crítico.

—Hablemos de retórica, una especialidad de la que ha publicado mucho y domina también de forma práctica. ¿Qué huellas más notables de la retórica ve usted en la sociedad hoy? ¿Por qué la voz «retórica» tiene también una connotación negativa?

—En el ámbito académico, «retórica» no es un término sospechoso. Cuando se dice, por ejemplo, «No me vengas con retóricas», como cuando se dice «No me vengas con  filosofías», se quiere denunciar que el que habla utiliza los procedimientos del discurso para convencer y seducir, pero no los utiliza al servicio de la verdad, se queda en el puro procedimiento  Pero la retórica, la técnica del hablar persuasivo, de intentar convencer de nuestro punto de vista, es connatural al ser humano. Por eso, la retórica ha existido, existe y existirá. Al principio se vinculó con el ámbito forense, como ayuda para los abogados. Enseguida pasó a la deliberación política y al discurso público en general. También surgió la retórica literaria porque los procedimientos que se utilizan para llamar la atención y conseguir la adhesión son, al menos en parte, los mismos que se emplean para llamar la atención con una finalidad artística. Actualmente, podríamos decir que la retórica no es más que el nombre clásico de semiótica, de estudio de los procedimientos de comunicación. A finales del siglo XX, y principios del siglo XXI, con los nuevos medios de comunicación, con las nuevas tecnologías, la retórica se ha puesto en un primerísimo lugar. La publicidad, el discurso político y el «marketing» son géneros contemporáneos de retórica. Pero sí, la retórica puede servir para convencer de algo con fundamento o se puede emplear para engañar al interlocutor: eso es la demagogia que cunde en la cultura posmoderna, que propicia el reino de la posverdad. Aristóteles ya subrayó que no podíamos prescindir de la retórica porque existiese ese peligro que, por otra parte, acecha siempre al ser humano: el mal uso de las facultades y dones más importantes. La retórica se puede emplear también en una dimensión crítica, que hoy llamamos análisis del discurso: analizar lo que manifiestan los otros y entenderlo en sus propios términos. A la vez, la retórica es entrenamiento para que lo que uno piensa y quiere decir, pueda comunicarlo a los demás, sabiendo lo que dice y con eficacia.

Un clásico puede haber calado en una dimensión permanente del ser humano, pero no es un personaje del túnel tiempo

—¿Qué ha aportado usted en lo que ha escrito sobre el Quijote?

En mis publicaciones con motivo del centenario del Quijote me detengo a propósito en la obviedad de que Cervantes es un hombre de su tiempo. Quise resaltar eso ante la moda absolutamente trivial de que, al celebrar cualquier aniversario, hay que defender contra viento y marea que el personaje en cuestión, en el fondo, era de nuestro tiempo. Por ejemplo, que Cervantes era un tipo antisistema, que se escapaba totalmente de los referentes ideológicos de su momento. Eso es absolutamente falso. Suele ser absolutamente falso y es absolutamente falso en Cervantes. En un artículo mío para el congreso que se celebró en Jerusalén sobre Cervantes y las religiones, muestro que Cervantes, como es natural, tenía asimilada la catequesis del Concilio de Trento, punto por punto. Es cuestión de cotejar los textos. Eso es sencillamente una llamada al sentido común. Una llamada contra la demagogia. Un clásico puede haber calado en una dimensión permanente del ser humano, pero no es un personaje del túnel tiempo.

—¿Por qué dice usted que el análisis del discurso enseña a percibir y a combatir la superficialidad? ¿Dónde está el nexo?

—El análisis del discurso, la retórica crítica, proporciona instrumentos para entender qué se dice y qué se quiere decir, porque lo malo no es ya el engaño, la demagogia, lo malo es que se habla mucho y no se quiere decir nada porque no se tiene nada que decir. No hay más que escuchar por las calles las conversaciones entre móviles o determinadas tertulias de la radio y la televisión.

—Entre sus artículos hay uno titulado «Los zapatos de Concha Velasco». ¿A qué se debe?

—Estudiaba por entonces la crónica como género fronterizo entre el periodismo y la literatura. Francisco Umbral acababa de publicar una columna en la que relataba que en una fiesta a la que había asistido, había visto que Concha Velasco, con las prisas, se había puesto un zapato de cada par. El texto irónico de Umbral iba en el sentido contrario de lo que vengo comentando: se puede convertir en literatura lo más cotidiano y transmutarlo en metáfora que interroga sobre la rigidez y la intolerancia.

—Menciona a Francisco Umbral. Se podrían añadir Jaime Campmany, Wenceslao Fernández Flórez, Julio Camba y otros. Son autores de los que se lee un solo párrafo al azar y automáticamente se piensa: «¡Qué estilo!». ¿A qué se debe? ¿Qué conforma el estilo? ¿Qué hace el estilo de ellos tan sobresaliente?

La capacidad de estilo, la capacidad de hacer atrayente lo que se dice o se escribe se trata en la parte de la retórica llamada elocución. Hay una lista inmensa de procedimientos y en la primera mitad del siglo XX una disciplina dedicada específicamente a su estudio, la estilística. Pero hablar o escribir bien son capacidades innatas. Además, la capacidad de hablar bien es diferente de la capacidad de escribir bien. Se puede hablar bien y escribir mal. Y viceversa.

Lo malo no es ya el engaño, la demagogia, lo malo es que se habla mucho y no se quiere decir nada porque no se tiene nada que decir

—¿Es innata la capacidad de escribir bien?

—Unos tienen una gran habilidad para escribir y a otros les cuesta un trabajo ímprobo enfrentarse al folio en blanco. Unos hablan con la soltura de un vendedor de feria y a otros se les hace un mundo hablar, sobre todo en público. La retórica es útil no porque enseñe a hablar con eficacia digamos a alguien como Felipe González o Mario Vargas Llosa (hablan bien de forma innata), sino porque puede entrenar a los que no tienen esas facultades, fijándose en los procedimientos  que emplean los que saben hablar bien de manera espontánea. La retórica en ese sentido es como la clase de natación. Nadie se convierte en un campeón por recibir clases, pero al menos dotado le permiten defenderse, e incluso al campeón le pueden servir de entrenamiento.

—¿Por qué Menéndez Pelayo esté tan olvidado?

—Volvemos a las conmemoraciones. Me lamenté yo en su centenario de que no se tuviera más presente a don Marcelino, que había configurado el mapa de investigación literaria y cultural para la España del siglo XX.  Menéndez Pelayo, que muere en 1912, representa una visión de España que es la visión de la España cristiano-occidental. Teniendo en cuenta que nos hallamos en una situación de cultura dominante que denominamos posmodernidad, es decir, de relativismo absoluto, Menéndez Pelayo, que en la euforia de  un brindis de sobremesa habló de España como «martillo de herejes y luz de Trento», es la contrafigura de lo que muchos defienden hoy, y, en ese sentido, no puede estar de moda. Sin embargo, cuando Rosa Regàs fue directora de la Biblioteca Nacional y decidió quitar la efigie de su más ilustre predecesor, don Marcelino, del vestíbulo, no solo yo escribí una tercera en ABC, denunciando el intento de llevarlo a la intemperie (ante las protestas habían pensado colocar la estatua en el jardín), sino que simultáneamente Juan Goytisolo escribió en El País en el mismo sentido. Y la estatua no se movió. Es mucho lo que significa Menéndez Pelayo en la historia de la cultura española.

—Usted menciona mucho el nominalismo. ¿Qué es? ¿Cuál es la razón de que vuelva una y otra vez sobre él?

—La cultura contemporánea, relativista, tiene ahora una referencia emblemática en el mayo de 1968 francés y, de modo más general en la cultura de la Ilustración, en la llamada modernidad, en la filosofía de la sospecha. Pero el proceso por el que se llega en la cultura occidental al relativismo actual comienza en el siglo XV con el fraile Guillermo de Occam y su doctrina filosófica: el nominalismo. Consiste en afirmar que los nombres, que el lenguaje, no tienen nada que ver con la realidad. Aunque Occam no se diera cuenta, si el lenguaje no tiene nada que ver con la realidad, si verdaderamente no sabemos de qué estamos hablando —dando por descontadas las limitaciones y los errores de los humanos—, es imposible la comunicación, es imposible el conocimiento y es una falacia el derecho natural. La supuesta imposibilidad del conocimiento de la verdad es justamente la base de lo que hoy llamamos posmodernidad. Es el principio del relativismo absoluto.

Hablar o escribir bien son capacidades innatas. Además, la capacidad de hablar bien es diferente de la capacidad de escribir bien

—Una persona normal no admite que el lenguaje no remita a la realidad. Si uno va al bar y pide un café, le traen un café.

No es todo tan simple. El principio filosófico de que antes hablaba se traduce en consecuencias prácticas, aunque quien las acepte no conozca su fundamento. Un ejemplo muy de actualidad puede ser el siguiente. Si ser hombre o ser mujer depende del nombre que yo quiera dar, tiene razón la ideología de género: ser hombre o mujer es simplemente una opción, o sea, se está llevando a sus últimas consecuencias el principio nominalista, aunque no se sepa qué es el nominalismo.

—Por último, ¿en qué consiste su tarea en el «Diccionario Español de Términos Literarios»?

—El «Diccionario Español de Términos Literarios» (DETLI) corresponde en nuestra lengua a otros voluminosos proyectos como el francófono de Robert Escarpit o, en la cultura anglófona, «The Princeton Encyclopedia of Poetrty and Poetics». Es una obra colectiva de miles de páginas que hicimos en el Instituto de la Lengua, del CSIC. Lo que dirijo ahora es su edición digital, cosa de suma importancia, porque, si el resultado del proyecto hubiera quedado en una base de datos archivada, sería prácticamente inútil. De esta manera, todo especialista que quiera consultarlo puede acceder al DETLI en la web de CSIC como cualquier hablante de español accede al Diccionario de la Lengua (DRAE) en la web de la RAE.

Director de «Nueva Revista», doctor en Periodismo (Universidad de Navarra) y licenciado en Ciencias Físicas (Universidad Complutense de Madrid). Ha sido corresponsal de «ABC» y director de Comunicación del Ministerio de Educación y Cultura.