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En su reciente La imagen de tu vida (Galaxia Gutenberg, 2017), Javier Gomá nos ofrece una sentida reflexión sobre el misterio de la memoria ejemplar y de la vida cumplida como fuente de luz ética. En esta larga y honda entrevista, el filósofo español se adentra en alguno de los temas cruciales de su último libro: el papel de la dignidad y su relación con la muerte, la necesidad del humor inteligente y de una ejemplaridad “limpia y osadamente igualitaria”, el deber de la piedad filial y el ideal cervantino…

Daniel Capó. La imagen de tu vida es un libro sobre el fulgor de la memoria ejemplar, cifrada en un modelo ético: la vida realizada, cumplida, que perdura en el tiempo a través de los demás. Esta ejemplaridad memorable invita a un mimetismo de la excelencia que nos atañe a todos, de modo que para llegar a ser primero hay que admirar a los mejores modelos. Además de a su padre, a quien dedica usted este libro, ¿a quién admiraba el Javier Gomá niño y adolescente?

Javier Gomá. El libro no defiende tanto que la vida del difunto haya sido necesariamente ejemplar sino que, al morir, una larga existencia -por ejemplo, 85 años de vida, como la de mi padre- se condensa en una imagen sintética extremadamente concentrada y simbólica, en la cual adquiere un carácter paradigmático, modélico. De hecho, la conexión con el padre en vida es fuente de una extraordinaria energía psíquica y por eso mismo de potencial conflicto. Mi caso no es una excepción. Cómo dar forma al propio yo emancipado de quien te lo ha dado y lo ha moldeado antes de tener la madurez de filtrar esa influencia. No soy un hombre muy inclinado a admirar, salvo quizá a individuos aparentemente insignificantes que te vencen por su ternura o su humildad. Hay en mí un igualitarismo extremo que me hace sentir con fuerza la evidencia de que todos somos iguales, todos nacidos de madre y por igual conducto. Así que a nadie juzgo por debajo, a nadie por arriba, todos participando igualmente de ese enigma cotidiano y sublime del vivir y envejecer. Hay personas, eso sí, cuyo ejemplo ayuda a vivir o a elevarse. A esas me acerco. Por otra parte, en mi adolescencia se desataron todas las furias de una vocación literaria-estética-mística, se liberaron súbitamente fuerzas muy heterogéneas en diferentes direcciones y, para administrar ese yo en combustión, más que buscar la fórmula secreta en una sola persona admirada y reverenciada, recurrí a todas las fuentes y todos los medios, reales, literarios, intelectuales, que encontrase a mano para someter ese yo inflamado a una cierta armonía, a un orden vivible. El sentimiento dominante hacia mi padre no era la admiración (quizá sí en mis hermanos de igual profesión que él). Eran más bien los de respeto, amor filial, orgullo y también otros que justificaban una ocasional reserva.

D.C. La apelación a la excelencia moral en la vida plantea una cuestión antropológica que me resulta especialmente interesante: la de la paternidad frente a la filiación. Todos somos hijos y, sin embargo, no todos somos padres. En esa fragilidad del que se sabe dependiente surge también una imagen de la vida o, al menos, establece unas condiciones para que esta vida se desarrolle plenamente.

J.G. Cuando estaba escribiendo mi “tetralogía de la ejemplaridad”, vi con mucha claridad que debía rescatar el concepto de ese halo olímpico, divino y aristocratizante que siempre lo había rodeado. Ejemplaridad como atributo de una minoría de “bellos y buenos”, el kalos kai agathos de la aristocracia griega. Debía depurarse de esa tradición y proponer una ejemplaridad limpia y osadamente igualitaria. No una minoría que se propone a sí misma como modelo a una mayoría cuyo único deber es la docilidad, sino la conciencia de que, de hecho, todos somos ejemplos para todos. La diferencia entre unos y otros es sólo de grado, no de naturaleza. Y eso lo desarrollé en Imitación y experiencia en el capítulo “Principio de facticidad” y en Ejemplaridad pública en el titulado “Red de influencias mutuas”. Lo cual chocaba con el principio que ha sustentado la modernidad: el ideal kantiano del sujeto autónomo. Nada habría por encima de un yo autó-nomo, que se da leyes morales a sí mismo, autolegislador, y no sigue a nadie. Mi presupuesto es el inverso: todos nos influimos a todos, nadie se salva, todos arrojados en un horizonte de modelos. La tarea no consiste en imitar o no a un modelo, pues todos imitamos, nos guste o no, sino en elegir bien los modelos. Ser heterónomos… autónomamente. De modo que la dependencia y la interdependencia son constitutiva del ser humano, en mi visión: tanto la del padre como la del hijo. A veces es al hijo a quien más le cuesta reconocer esa interdependencia constitutiva del padre. Por otro lado, la imitación se conjuga con la mortalidad. Todos somos interdependientes con la dependencia propia de quienes van a morir: frágil, vulnerable, caduca. La conciencia de esta condición efímera hace nacer los bienes que reconocemos como distintivamente propios: el amor, la ternura, la educación, la belleza, el Derecho, la sociedad, la amistad, la ciencia, la técnica, la filosofía o la religión. Y el compendio de todos ellos: la dignidad. La dignidad como esa resistencia diamantina a la destrucción inevitable. Moriremos pero haremos sentir a todo el mundo, con la afirmación de nuestra dignidad de vida, que esa muerte es estúpida.

D.C. “Conocer a alguien consiste principalmente en recordarlo”, escribe usted en el ensayo inicial, y recalca que, “si la esencia de una persona se revela por completo sólo tras su fallecimiento, entonces el auténtico conocimiento de ella, la aprehensión de su verdad, depende de la pervivencia de su recuerdo”. Esa memoria puede ser, por supuesto, de dos tipos: una memoria del bien o una memoria del dolor y de la injusticia. Uno de los evidentes riesgos de la memoria pasa por enquistarnos en un dolor que nubla la mirada y que acaba confundiéndose con la autocompasión e impidiendo percibir el dolor ajeno. ¿Cómo cultivar en la sociedad una memoria del bien que no se confunda con la memoria de un dolor que se encierra en sí mismo?

J.C. Dejemos sentado un punto de partida. Uno abre los ojos y ve por todas partes dolor y pesadumbre de vivir. Si algo reprocho a Job bíblico es que tuviera que ser azotado con cuatro plagas para empezar a lamentarse. Antes de sufrirlas, ¿no mantenía abiertos los ojos? ¿No veía a su alrededor la desolación, la injusticia, el oprobio, las vidas rotas y tachadas, las vidas con destino lúgubre y las vidas simplemente sin destino? Sentado esto, se plantea uno qué hacer, pues cada cual es responsable de su ejemplo. Puede uno añadir más tiniebla y tristeza a un mundo que regala la tristeza a cualquiera que pasa, sin hacer nada, sumándose así al coro de plañideros, o puede tratar de añadir un poco de luz, con las dos funciones de la luz: iluminar y transmitir calor, el calor del entusiasmo, la alegría inteligente, el gozo, pese a todo y pese a todos. Y eso con el discurso de palabras, escribiendo y esforzándose por contrarrestar la ideología dominante, que consagra al aguafiestas, pero también con el trabajo sobre el libro de la propia vida. Y al final de ella, legar a los supervivientes una imagen que sea una invitación a una vida digna y bella.

D.C. La democracia apela, al menos de forma ideal, a una igualdad radical que se fundamenta en la dignidad común de todos los hombres. Frente a la concepción aristocrática del mundo antiguo –y también de la visión romántica–, usted reivindica la ejemplaridad del ciudadano normal. Sin embargo, la memoria inevitablemente es selectiva. Su auctoritas sobre nosotros, ¿no exige cierta concepción aristocratizante de lo bueno y de lo malo? “Una sociedad sin ideal está fatalmente condenada a no progresar”, leemos en su libro. ¿Cómo incardinar este ideal en una sociedad de masas?

J.G. En mi libro propongo el ideal universal-igualitario de ejemplaridad resistente a la corrupción, incluida la corrupción de la muerte, y en ese sentido memorable. Luego, el mismo libro lo dice, la memoria de los hombres es selectiva y sólo recordará algunas de esas vidas. Ahora bien, lo más importante, lo decisivo, no es de hecho perdurar, pues también las piedras y los esqueletos lo hacen largo tiempo; no es perdurar sino hacerse digno de perdurar, con independencia de la posición que luego la posteridad le otorgue a uno. En la dignidad reside todo. Y a ese imperativo, el hacer de la propia vida una invitación a una vida bella y digna, alcanza a cualquiera, abstracción hecha de cuna, raza, lengua, educación, género, posición social. Todos universalmente llamados a esa excelencia. La igualdad democrática señala ese mismo punto de partida. Me gusta decir que no existen masas, término en el que los elitistas compendian su desprecio a las mayorías, ese famoso “Odi prophanum vulgus et arceo”de Horacio (odio al profano vulgo y de mí lo aparto). No existen masas, sino muchos ciudadanos, todos ellos llamados a la excelencia moral y estética (el buen gusto) y a reformar la vulgaridad de sus inclinaciones naturales. Ahora bien, el igualitarismo de partida no asegura una igualdad de resultados, por supuesto que no. Habrá resultados distintos, unos se elevarán a alguna forma de excelencia, otros permanecerán en su vulgaridad no educada, y otros pulularán en tierras intermedias o de nadie. Igualdad de origen, variedad de vidas.

D.C. “Lo sublime, durante la modernidad, pierde el resplandor luminoso de la belleza y se adentra en una oscuridad muchas veces siniestra”, escribe en La imagen de tu vida. Al leer este pasaje pensé en el relato del jardín del Edén en el que el Paraíso trae consigo las semillas de su destrucción posterior. Se diría que, a veces, un exceso de luz conduce a la oscuridad.

J.G. Describo en el libro el ideal como una propuesta de perfección. La perfección se alía con lo sublime, el estilo elevado y el entusiasmo. Esta aleación de conceptos presenta un riesgo: su conversión en absoluto. Lo sublime entonces muta en totalitario; el estilo elevado, en enfático y didáctico; el entusiasmo, en fanatismo. Claro está, esta transformación pervierte el ideal: no es en realidad un ideal, sino su degeneración, una traición del ideal. Porque el ideal es una propuesta de perfección, pero la realidad es consustancialmente imperfecta. Confundir ideal con realidad ha sido uno de los vicios de los utopistas a lo largo de la historia. Hay que conjurar ese riesgo: no ser utopistas, sino realistas con ideal. Y para exorcizar el peligro de fanatismo, nada mejor que la fórmula hallada por Cervantes. No abdicar del entusiasmo por el ideal, pero aspirar a sólo a un ideal que resista la prueba del humor y la autoironía. Estadísticamente es muy improbable un totalitario autoirónico.

D.C. En Cervantes usted encuentra el hilo de la mejor tradición española: una tradición hecha de idealismo, cortesía y buen humor. Y apunta que “España sería mejor, más cívica, más urbana, más humana, si se asemejase más a Cervantes”. ¿Cuándo y cómo se perdió ese ideal cervantino en España? O planteándolo de otro modo: si España no es cervantina, ¿a qué tradición o tradiciones recurrimos preferentemente para explicarnos quiénes somos?

J.G. Para mí España es sólo una manera específica de ser contemporáneo. Una manera sólida, gozosa y práctica de serlo. Y, hoy, ser español implica lealtades múltiples: a la historia de este país, con los sus territorios ganados y perdidos, a la tradición de Europa –Grecia, Roma, cristianismo, ilustración-, a anhelos de la modernidad, a valores inventados por Occidente y con frecuencia imitados por otras civilizaciones. Y a unos progresos colectivos materiales y sobre todo morales que nos empeñamos neciamente en ridiculizar. En ninguna de esas tradiciones, tampoco en la estrictamente española, el ideal cervantino ha estado vigente nunca. Como antes dije, el ideal es una propuesta de perfección, no una realidad. Un ideal civilizador levantado hace siglos, pero ciertamente vivo gracias a la literatura y particularmente eficaz para la cultura contemporánea. Porque nos enseña a mantener el anhelo de un ideal humano elevado, que abre cortésmente espacio al otro, lo acoge y no lo niega, y supera la prueba relativizadora del buen humor.

D.C. Al final del libro, en su monólogo teatral Inconsolable, usted se enfrenta desde el dolor y la esperanza a la muerte de su padre y se pregunta: ¿qué es, al final, la vida de un hombre? Lévinas escribió al respecto unas líneas muy hermosas: “Ninguna lágrima debe perderse, ninguna muerte debe quedar sin resurrección”. Uno diría que el deber del hijo es hacer patente la memoria y la resurrección de su padre en el testimonio de una vida lograda…

J.G. Hay dos planos. El de la creencia en una vida postmortem y los deberes en vida con el padre. Respecto a lo primero, yo comparto la esperanza en una vida postmortem en los términos expuestos en mi libro Necesario pero imposible. Espero que mi padre siga viviendo y además en forma personal e individual, no convertido, como dicen muchos, en energía, en átomo, éter, eco, viento o cosmos. Una mortalidad llagada pero prorrogada. Pero La imagen de tu vida no toca este tema sino que se centra en la perduración de la persona en los límites de este mundo a través de la obra o de la vida. El deber del hijo se resume en el sintagma “piedad filial”, dar al padre lo que se le debe en vida y lo que se le debe una vez muerto. Habiendo sido testigo de la dignidad de su vida, que hace de su muerte un suceso estúpido, innecesario e inhumano, el hijo, que recibe su imagen póstuma, sentirá el impulso de custodiarla, mantenerla viva y transmitirla cuanto pueda para que, a través del recuerdo, no acabe nunca de morir del todo.

D.C. El poeta irlandés Seamus Heaney se repetía insistentemente cada noche, en forma de oración, una pregunta: “¿Qué has hecho con tu vida, Seamus?, ¿qué haces con ella?”. Este interrogante expresa un problema universal que confronta el ideal de la vida con la constitutiva fragilidad humana. “La naturaleza –leemos en Humana perduración– regala la tristeza a cualquiera que pasa, mientras que la alegría inteligente es un arte raro, más que humano, casi divino”. Entiendo que esa difícil apelación a una alegría inteligente es la respuesta de Javier Gomá a la pregunta de Heaney y a la cuestión de forjar la imagen de una vida.

J.G. Podría serlo, sí. Me gustaría pensarlo. Y me parece muy bien traída esta asociación de pregunta y respuesta que Ud propone. Y la mejor manera imaginable de coronar esta conversación.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.