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Profesor de filosofía y literatura en la Universitat Ramon Llull, “reaccionario a su pesar” como se define en el primer tomo de su Trilogía güelfa (Editorial Vitela), lector matizado y culto, de voz inconfundible, Armando Pego Puigbó ha trazado en estos últimos años, primero desde su blog, Donna mi prega, y, ya en papel, en su Trilogía güelfaXXI güelfos, Teología güelfa, Memorias de un güelfo desterrado, ed. Vitela-, las líneas maestras de un territorio que se quiere voluntariamente antiguo, no en lo que tiene de baldío ni yermo, sino como humus de futuro. Nueva Revista dialoga con el autor en esta extensa entrevista.

En las memorias del insigne historiador John Lukacs leemos que él se considera un reaccionario y no un conservador; del mismo modo, afirma que Chamberlain era conservador, pero Churchill sólo podía ser reaccionario. En XXI Güelfos, usted se declara reaccionario a su pesar. En una época como la nuestra caracterizada por el olvido de la tradición, cabe plantear una crítica al uso: ¿cuánto hay de idealización en la lectura del pasado que plantea el pensamiento reaccionario?

Su pregunta se dirige al corazón mismo de la búsqueda que he emprendido con mi Trilogía güelfa. Como usted indica, me defino como reaccionario a mi pesar. Es adecuado distinguir un reaccionario de un conservador, pero también es preciso marcar las distancias entre un reaccionario y un tradicionalista. Quizás la línea de separación sea muy sutil “a mi pesar”. Dicho de otro modo: todo tradicionalista es reaccionario, pero no todo reaccionario es necesariamente tradicionalista. Dado un proceso de aceleración histórica como el que estamos viviendo (en el ámbito de las ciencias, de la medicina, de las nuevas tecnologías…), hacerse la ilusión de que se puede permanecer anclado en un determinado punto para oponerse o enfrentarse al progreso no es sino estar a punto de ser arrastrado por él. Tal vez paradójicamente, mi reaccionarismo se inspira en la interpretación que da Walter Benjamin al Angelus Novus de Klee. Bien quisiera detenerme, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero el huracán del progreso amontona ruina tras ruina hasta el cielo. Ahora bien, con las alas extendidas, la mirada a estas ruinas constituye un testimonio que retiene (incluso en el sentido teológico del “katéjon” de san Pablo) la catástrofe última. Creo que el Apocalipsis consiste en el cierre de la transcendencia, en el triunfo absoluto de la inmanencia que hace ininteligible otra cosa que no sea un presente cuya presencia, al mismo tiempo, siempre echamos en falta. Mi reaccionarismo apela al pasado no para entronizar un cadáver, sino para trazar las líneas de fuga que garanticen, naturalmente, unas libertades básicas que consisten en el ejercicio consciente de las posibilidades que una tradición en crisis, hasta anémica, todavía exige repensar. Soy consciente de que la exasperación nihilista de nuestra época no puede simplemente ser remontada. De negar una negación ya no resulta una afirmación. Negar nuestros orígenes -biológicos, sociales y culturales- pone de manifiesto la presión intolerable que sigue ejerciendo sobre la conciencia occidental la metáfora de la Caída. Ante el vértigo de tal abismo creo que mirar al pasado tiene por misión, más que el restablecimiento imposible de lo abolido, resistir o “recusar” su destrucción para recobrar su imagen original, el icono divino de su creación, sin suprimir ni maquillar las huellas de su finitud. Idealizarlo, en efecto, es intentar absolverlo de una culpa que no se quiere reconocer. Condenarlo o darlo por superado, una forma de justificar nuevas formas de opresión social y moral.

En san Bernardo de Claraval encuentra un interesante modelo para nuestro tiempo. Bernardo fue santo cisterciense, fundador de monasterios, poeta, pensador, hombre contemplativo y de acción. Apelando a la autoridad de Jean Leclercq, usted observa que «conceptos como humanismo y renacimiento jamás se habrían acuñado en Europa si no hubieran sido previamente fundidos en el yunque de la oración y de la liturgia en los monasterios». Dentro de las distintas tradiciones monásticas, podríamos hablar de dos corrientes principales que beben de una misma fuente: los benedictinos y los cistercienses, los monjes negros y los blancos, el románico y el gótico. ¿Por qué esa fascinación hacia san Bernardo y sus monjes?

Es muy frecuente apelar hoy a las «periferias», a salir de las propias seguridades para construir un mundo más justo y solidario. Habitualmente suelen también asociarse los monasterios a una «fuga mundi» o «contemptus mundi». Por el contrario, creo que los monjes en la tradición cristiana, cuya institución histórica aparece tras el fin de las persecuciones romanas, representan de una manera radical un signo profético y escatológico de quienes, abandonando sus seguridades, se marchan al desierto para combatir los poderes de este «mundo» y mostrar, a través del vaciamiento de sí mismo en la oración por los hermanos, el triunfo de la vida y de la luz. No es extraño que en el cristianismo oriental los monjes hayan conservado esa función de hombres sabios y de consejo que parece oscurecida en el catolicismo latino moderno. Louis Bouyer aseguraba que en toda vocación cristiana había un germen monástico; que el monje cumple la vocación de bautizado con el máximo de urgencia, pues no puede haber otro humanismo integral que no sea escatológico, abierto a la realización plena de un Reino de amor y de justicia. Los monjes son mártires, testigos de la nueva Creación. Sin embargo, como dice Henri de Lubac, “la Iglesia asiste a la perpetua derrota del bien (también, ¡y cómo!, en su interior), pero no por ello se desanima ni se entrega a la utopía”. Su cumplimiento apunta a otro mundo que no niega este, sino que posibilita, discontinuo, su transfiguración. De nuevo debo referirme a la necesidad de esos puntos de fuga que no hacen de «efecto chimenea» sino de ventilación (sobre)natural y que, amparándose en sus errores históricos, la sociedad occidental parece empeñada en obturar, cuando no prohibir. San Bernardo, fundador de Claraval, renovador del Císter, consejero de reyes y papas, se equivocó, sin duda, en la predicación de la Segunda Cruzada, que él veía como una alta ocasión espiritual, pero su grandeza consiste en su capacidad continua de conversión, de restablecimiento, como expresa el arte gótico con tanta precisión, de la comunicación entre el cielo y la tierra que se actualiza en el “officium” de la liturgia. La escritura de san Bernardo -sus Sermones, especialmente- atestiguan y anticipan en el fluir de su tradición la transfiguración que antes comentaba. Nuestro tiempo, obsesionado en deconstruir la gramática y la retórica que, según Nietzsche, impedían que nos liberásemos de Dios, se mantiene, escolástico, fiel a la dialéctica y a la lógica que no cesa de explorar y de querer explotar, en todos los sentidos. Termino diciendo que, en cierto modo, mi relectura «monástica» se siente atraída críticamente por las reflexiones de Giorgio Agamben en las diferentes partes que componen su obra Homo sacer, aunque, ya me avanzo, a la mía se le podría reprochar una «recaída» humanista y, por tanto, metafísica. Esa recaída, tal vez por orgullo, Dios me perdone, me parece un dique de activa resistencia, no simplemente de contención, a la dispersión significante que se quieren imponer a nuestros significados históricos y culturales.

En XXI Güelfos hay un capítulo estremecedor dedicado a Thomas Merton. «Un domingo gris de septiembre de 1960 –leemos en él–, Merton recordaba el aniversario de la muerte del stárets Siluán, monje del Monte Athos. Anota en su diario las palabras que el Señor dijo a aquel santo ortodoxo: “Mantén tu corazón en el infierno y no desesperes”». Y, más adelante, ya al final del texto, usted concluye: «La oración de Jesús lo puede todo. Hasta confiar en que Dios nos pueda esconder en el infierno hasta que pase su cólera. Esto es mi vocación y mi destino, más bien». Háblenos de este infierno en el que Dios nos oculta de su cólera. Y de su vocación. Y de su destino.

Merton se aplicaba esta frase releyendo el capítulo 14, versículo 13, del libro de Job, donde se dice siguiendo a la Vulgata: “¡Ojalá me escondas y me protejas en el infierno, hasta que pase tu cólera?”. Job recibe las recriminaciones de sus amigos y opone a ellas su convicción del sinsentido de la vida ante la injusticia divina. George Steiner ha escrito, con ironía y con admiración, que la respuesta final de Dios, en el capítulo 40, desazona, porque ante la pregunta ética y ontológica sólo ofrece una salida estética. Si yo fuese ateo, encontraría un magro consuelo en ver corroborada mi presuposición de la inexistencia de Dios por la existencia del mal, el cual -lo digo también como creyente- cuestiona más bien, trágicamente, nuestra confianza en la dignidad humana, por activa y por pasiva, por el respeto que debiera merecer y por la laceración continua que se le inflige. En una frase rotunda, el mismo Steiner escribió: “Los campos de concentración y de muerte del siglo XX, allí donde existen y bajo cualquier régimen, son el infierno vuelto inmanente”. Hemos asistido al despliegue de este terror que ha convertido hoy en día ciudades enteras, como Alepo, en infiernos vueltos inmanentes. Estoy firmemente convencido de que hablar en nombre de las víctimas, no siéndolo, es de una profunda indignidad. No obstante, creo que el cristianismo ha visto y ha comunicado una palabra de esperanza, terrible si se quiere y sin concesiones, pero al mismo tiempo liberadora, que se ha revelado en la Cruz de Cristo. “Fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y resucitó al tercer día según las Escrituras”. Esta filosofía siempre ha sido necedad para el mundo. Más aún, asistimos hoy en día a su reducción al absurdo, cuando no a su caricaturización. Esta esperanza no está reservada a los perfectos, a los ejemplares, ni siquiera necesariamente a los buenos; está abierta a los que, en medio de sus infiernos cotidianos, son capaces de conservar y mantener la sencillez del corazón. Exige una fe pura y desnuda en medio de una oscuridad que Pascal llegó a atisbar en una prosa exacta y deslumbrante. ¡Ojalá fuera todo más fácil! ¡Y sólo las víctimas saben verdaderamente de su sobrehumana dificultad y pueden enseñárnosla! ¿Quién, en todo caso, aunque sea por analogía, no ha experimentado sus propios y menores infiernos? Con el suelo hundido bajo nuestros pies, seguimos el camino de nuestra familia, de nuestro trabajo, de nuestros ideales. En la Regla de S. Benito, después de enumerar todos los instrumentos de las obras buenas, se añade: “Y no desesperar de la misericordia de Dios”. En medio de la «injusticia» de Dios, ¿puede ser su cólera la manifestación de una sorprendente misericordia? Mi vocación literaria, estética, cuyo estilo está marcado por las antítesis y las paradojas, experimenta también los gérmenes de barbarie en los documentos de la cultura -¡hasta en ella misma!-, pero no por ello desespera. Aunque la letra mate, el espíritu que da vida se encarna impensadamente, por pura gracia, en ella. No olvidemos que Schiller definía la gracia como “belleza en movimiento”. Tal vez baste -¡y no es poco!- con estar atento.

 “El hombre puede ser libre en cualquier época si sigue su conciencia”, escribió el vienés Stefan Zweig poco antes de suicidarse en su exilio de Brasil. Esa conciencia, señala usted, fue para Tomás Moro “el sagrario de la verdad” y, sin duda, en su caso deviene una cualidad trágica a la vez que luminosa. En Moro, encontramos el testimonio ejemplar de que ningún poder puede someter la libertad de un alma que busca ser fiel a sí misma. Y no sólo esto; citando a Chesterton, en Teología güelfa, leemos que Moro “en su vida privada fue figura de una verdad incluso menos comprendida hoy: la verdad de que la morada real de la Libertad es el hogar”.

¡No me da usted respiro! Sin duda, el plano estético debe articularse política y moralmente. Como hemos comentado, la inclinación monástica que siento, en modo alguno supone un alejamiento del mundo. En mi trilogía güelfa he insistido en el carácter de signo profético de la metáfora del monasterio, aplicado al ámbito familiar y profesional, en medio de un mundo que desea proscribir toda legitimidad en favor de todo tipo de prácticas, siempre y cuando emanen de una legalidad positiva. Tal como he querido esbozar sus rasgos más destacados, el «güelfo» actual no pretende ni una restauración ni ninguna clase de subordinación de poderes civiles o eclesiásticos. La lección que Inglaterra aprende del desgarro que en los albores de la modernidad desemboca en su Guerra Civil me parece de una extrema vigencia. La defensa de la conciencia que el beato John Henry Newman, heredero de aquella cultura, alza en el siglo XIX me parece decisiva en el momento actual, para hacer frente a algunas de las amenazas más virulentas a las libertades individuales, que no son fruto de un consenso ni de una regulación social por más democráticos que estos sean. El Estado no tiene la autoridad -aunque pueda tener el poder- para dar el derecho a nacer, a casarse, a educar a los hijos o a morir. En sus Escritos corsarios, Pasolini lo anticipó con una gran valentía y lucidez. Es una pretensión tiránica intentar relegar al ámbito privado la disconformidad de los ciudadanos por razones morales y/o religiosas con esa usurpación de facto, obligándoles a un asentimiento público por acción u omisión. Y lo es sobre todo en una época cuya ideología dominante está tejiendo un entramado legal que intenta imponer la “transparencia” -¿como cumplimiento del ideal ilustrado?- hasta en la intimidad del hogar, que se quiere identificar, de manera gnóstica, como un ámbito de oscuridad y de freno al progreso. En la Roma imperial no se pedía a los cristianos que creyesen en la divinidad de los césares, sino que se les exigía cumplir la ley de presentarles ofrendas públicas como dioses. Tomás Moro, con su testimonio de mártir de la conciencia, nos recuerda que la riqueza y el ejemplo de Europa están atravesados por un diálogo polémico, irresoluble, entre la cultura grecolatina y la revelación judeocristiana. La historia nos ha enseñado que, cuando se ha querido suprimir o erradicar el testimonio de esta última -la conciencia individual y la familia forman su núcleo más íntimo-, Europa se ha visto arrastrada a sus peores pesadillas.

El papel de la familia me lleva a preguntarle por uno de los temas centrales que recorren esta trilogía: el de la enseñanza. O más bien, el del desastre educativo en el que se anudan el desprestigio de la lectura, de la memoria, de la belleza y del humanismo. Como profesor universitario y padre, usted palpa este colapso desde diferentes perspectivas. Mi pregunta sería la siguiente: ¿Se puede salir incólume –nosotros, los alumnos, nuestros hijos– de una situación de crisis generalizada en la que incluso las instituciones aparentemente más tradicionales se han rendido a las inteligencias múltiples?  

El psicoanalista italiano Massimo Recalcati decía recientemente: “Si nuestro tiempo es la época de la disolución de la potencia de la tradición, si es la época en la que el padre se ha evaporado, ningún docente puede vivir de las rentas”. Con la excusa de que, dejando de lado melancolías ilusorias, estamos asistiendo a un cambio de paradigma lleno de oportunidades y posibilidades, que va acompañado además de toda una jerga pseudocientífica, la escuela ha dejado de ser un instrumento de transformación social para convertirse en un laboratorio de pruebas de todas aquellas prácticas que habrían de producir la deseada emancipación de un modelo maligno que hoy sólo existe realmente en la imaginación de sus promotores. Permítame decirlo: la innovación pedagógica, tan constructivista, se ha convertido, más que en una revolución permanente, en un arbitrismo profesional. Ya lo predijo Trotski en Literatura y revolución (1924): “La necesidad fastidiosa de alimentar y educar a los niños será eliminada para la familia debido a la iniciativa social. La mujer saldrá por fin de su semiesclavitud. Al lado de la técnica, la pedagogía formará psicológicamente nuevas generaciones y regirá la opinión pública. En constante emulación de métodos, las experiencias de educación social se desarrollarán a un ritmo hoy día inconcebible”. Los índices de fracaso escolar o de pobreza infantil parecen enquistados. De hecho, todo se ha reducido a cuestiones cuantitativas y estadísticas. Se dice que la escuela y la universidad no se pueden conformar en proporcionar a su alumnado competencias que, a la postre, mejoren sólo los ránquines de ocupabilidad y de movilidad social y profesional, sino que deben favorecer una formación integral de los futuros ciudadanos. Ahora bien, el problema socrático de la enseñanza, que define el eros como engendrar en la belleza, obligaría a algo que a nuestras sociedades les indigna: preguntarse, aunque sea a tientas, por la verdad y la falsedad de ciertos juicios. Y esta pregunta sólo puede plantearse, a mi modo de ver, desde el corazón de la familia como célula básica de una sociedad libre. Comprendo que al Estado, que se quiere convertir en nuestro heredero universal, le interese más dar sólo respuestas instrumentalizando una “sociedad civil” que legitime por extensión su poder. Desazonado, Recalcati declaraba que los padres se han convertido en sindicalistas de sus hijos, mientras -añado yo- los maestros deben luchar denodadamente para evitar convertirse en comisarios políticos sin atributos de un nuevo orden pedagógico que, como el Anticristo relatado por Soloviev, se ha arrogado la obligación de abrirnos camino a la paz y la prosperidad universal.

La vieja divisa del escudo de armas de Guillermo de Wykeham, obispo de Winchester (“Manners maketh man”), le lleva a escribir un texto magnífico sobre la importancia de la liturgia. ¿Constituye la liturgia algo parecido a las manners del catolicismo? Y tras las reformas impulsadas por el posconcilio, en realidad, ¿qué permanece de esas manners antiguas?

¡La liturgia! ¡He aquí la palabra clave que ha guiado nuestra conversación! El término procede del griego y quiere decir literalmente “servicio público”. En su Tesoro de la lengua castellana (1611), Covarrubias ya decía que “por excelencia se llama la misa liturgia”. Suele asociarse a su culto el sentido de ademanes y modales solemnes. En el ámbito político, frente a las reclamaciones de los llamados «populismos», se insiste en la necesidad de proteger y conservar una liturgia laica que esté basada en la celebración de unos ritos que sirvan para cohesionar un sistema de valores y creencias compartidos. En el mundo católico, el siglo XX se inició con un movimiento de renovación litúrgica que pareció culminar con el Concilio Vaticano II. Sin embargo, como en todos los aspectos de la vida social, el último tercio del siglo ha visto desmoronarse el resultado de todas aquellas reformas llenas de promesas. No creo que la liturgia -y ahora me estoy refiriendo a su vertiente “por excelencia” católica- sea en sí y por sí sola la expresión aquilatada de ver y sentir el mundo, es decir, la expresión que configura unas manners. Este es el flanco débil que ha servido para atacar unas formas y unos ritos que son vistos como puros formalismos estetizantes. No cometeré tampoco el error de atribuir al Novus Ordo haber sido una de las causas principales de la crisis de la práctica contemporánea del catolicismo. El problema es muy hondo y se arrastra desde la Ilustración. Lex orandi, lex credendi, y no al revés, pues el orden de los factores sí altera el producto en este caso. La liturgia no es aristocrática o elitista, pero tampoco es democrática. La liturgia es teocrática. Sé que utilizar esta palabra resulta escandalosa e ¡in-to-le-ra-ble! Por eso, repito: La liturgia es teocrática. Napoleón se coronó a sí mismo emperador ante la mirada atónica y pusilánime de Pío VII. ¿Por qué el hombre moderno no va a desear renunciar a la theosis eucarística para entronizar sus emociones y sentimientos, que es ya lo único ante lo que parece capaz de arrodillarse? La liturgia une la tierra con el cielo; es oficio divino que renueva y transfigura la existencia humana, tanto si se celebra una misa cantada de Cristóbal de Morales en una iglesia barroca llena de incienso como si se recitan las palabras de la consagración con una miga de pan ácimo escondida entre las manos, en el silencio de una celda de castigo de un régimen totalitario. San Bernardo lo sintetiza: “Como la miel en la cera, la devoción está en la letra”. Hace falta, una inmensa falta, dejar de ensayar experimentos con la tradición para asumir el riesgo de injertarnos en su propia dinámica creativa, en la que parece que hemos dejado de confiar. Tal vez así, renovadas desde su interior, aquellas manners antiguas volverán a brillar no por su valor intrínseco sino por haber sido vivificadas por el espíritu de la liturgia, tal como Joseph Ratzinger tituló uno de sus libros más atractivos.

Al final de su vida, el poeta Seamus Heaney solía repetir todas las noches, como una oración, la siguiente pregunta: “Seamus, ¿qué has hecho con tu vida?” Me gustaría plantearle esta misma cuestión, aunque en clave generacional: dentro de unos años, ¿qué podremos decir de nosotros mismos? ¿Qué permanecerá del mundo que hemos amado y qué entregaremos a nuestros descendientes?

Si me permite una caricatura, parecería que durante los últimos cuarenta años nuestros “padres” han jugado a ejercer de Talleyrand y Fouché, mientras nosotros y nuestros hermanos parecemos ahora fascinados, a izquierda y derecha, por disfrazarnos de Saint-Just y Marat. El relevo generacional se está produciendo a cámara lenta y casi en diferido. Es un síntoma de nuestra debilidad generacional que simultáneamente coincide con la realidad de las dos generaciones supuestamente mejor preparadas de nuestra historia. Nos formamos y hemos creído en un orden que se había convertido en fuente de especulación por quienes lo detentaban para prolongar su dominio y su disfrute el máximo tiempo posible. Aprendimos a amarlo mientras se estaba disolviendo. Ahora las fuerzas están equilibradas y nadie parece estar interesado de momento en volcar el tablero, siempre que las piezas puedan ser recombinadas. Es el tiempo de los Chamberlain, por volver a los referentes que usted mencionaba al principio de la entrevista. Hoy en día alguien que, como Churchill, ofreciese “sangre, sudor y lágrimas” para obtener la victoria contra las fuerzas de la destrucción y del caos sería de inmediato desterrado de cualquier puesto de responsabilidad, por derrotista y por obedecer a saber a qué fanáticos e intransigentes intereses. Cierto, cualquier humanista puede ser un bárbaro, pero ello no implica que toda barbarie sea humanista. Tengo para mí además que cualquier bárbaro puede estar ilustrado, pero difícilmente habrá logrado alcanzar la perspectiva de un humanista. Resistir no es aferrarse al pasado sino empezar a reconstruir el futuro. El amor por la letra, el esfuerzo por romper las barreras del espacio y del tiempo que fundamenta el diálogo con nuestra tradición y con las tradiciones vecinas, la conversación inacabable que conjura el grito y la violencia, la búsqueda incansable de un sentido pleno que nunca poseemos del todo, permanecerá en quienes, con todos nuestros errores y debilidades y pese a las burlas y los desprecios que habremos de seguir soportando, hemos creído que no basta la totalidad y el bienestar que puede ofrecer este mundo. Es la palabra que falta, es el deseo que dibujará nuestra ausencia, la herencia precaria, tal vez indestructible, que podamos entregar a nuestros descendientes.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.