Tiempo de lectura: 9 min.

Con un lenguaje desinhibido y mordaz, y con no poca inspiración en C. S. Lewis, Alfonso Basallo y Teresa Díez continúan en Manzana para dos (Planeta Testimonio) el éxito de las reflexiones de Pijama para dos en torno a la familia y el matrimonio en la sociedad contemporánea.

Seré directo: el matrimonio, ¿está en crisis?

La institución del matrimonio no está en crisis, porque es la cuna de la humanidad: al principio era… el matrimonio, Adán y Eva. Mientras haya humanidad habrá matrimonio. Fíjese que ha habido uniones de hombres y mujeres (el matrimonio natural) en todos los momentos de la Historia, en todas las latitudes de la Tierra y en todas las culturas. ¿Por qué? porque el matrimonio está inscrito en nuestros genes, hombres y mujeres hemos sido diseñados para unirnos y vivir juntos y tener hijos.

 Los que están en crisis son algunos matrimonios de una parte del mundo: Occidente; y sólo desde hace 50 años aproximadamente. ¿Qué es eso comparado con los milenios que nos preceden? De tanto mirar el móvil hemos perdido perspectiva. Yo diría que esta es una crisis cultural y antropológica muy grave, porque es el mayor ataque que ha recibido la familia, pero no puede durar porque el río termina volviendo siempre a su cauce: es pretender luchar contra la naturaleza. Eso sí dañará a varias generaciones y sembrará Occidente de infelicidad.

 Lo que hay es una formidable cruzada contra el matrimonio, impulsada por quienes debían protegerlo: los gobiernos. En Occidente hay una legislación antimatrimonio y antifamilia. Lo cual es suicida porque si te cargas el matrimonio te cargas la civilización. Las leyes divorcistas, por ejemplo, han generado una mentalidad divorcista, que se traduce en pensar que todo matrimonio es rompible mientras no se demuestre lo contrario. Es decir, hay un clima pesimista respecto a la indisolubilidad, de suerte que los jóvenes van a casarse, con ganas de hacerlo bien, sin duda, pero sabiendo que la unión conyugal es rompible y que la suya podrá también romperse. Hace medio siglo a nadie se le pasaba por la imaginación que el matrimonio no fuera para toda la vida.

Pero no sólo es rompible el matrimonio sino que los Gobiernos ponen las máximas facilidades para que rompa a la velocidad del rayo y sin posibilidad de recomponerlo. Así, la Ley de Divorcio Exprés de Zapatero, eliminó el trámite previo de las separaciones con lo que ha propiciado más rupturas y más deprisa, la prueba es que los divorcios se han multiplicado en España; o la Ley contra la Violencia de Género impide la reconciliación en caso de conflicto… alguien puede alegar “pero es que la reconciliación en casos de violencia es remota”, y, en efecto, es remota pero no imposible, y el Estado se está encargado de cerrar esa portillo por minúsculo que sea.

Se ha llegado a difuminar jurídicamente a la institución familiar. Así, matrimonio ya no es lo que ha sido durante milenios, ahora puede ser la unión de dos hombres y dos mujeres, por ley, fíjese qué arbitrariedad. No podemos acostumbrarnos a ese nivel de delirio: es como si yo ahora digo que el sol es la luna y la luna el sol. Una cosa son las uniones homosexuales, ante las que no hay nada que objetar, y otra llamar a eso matrimonio. El nombre de las cosas tiene su importancia y cambiarlo arbitrariamente es una exhibición de poder arbitrario, como todos sabemos por Humpty-Dumpty, el personaje de Alicia en el país de las maravillas cuando dice que lo importante no es el valor de las palabras “lo que importa es saber quién manda”.

¿Las madres han sido, en el último siglo, las grandes culpables? Si nos querían demasiado, porque nos sobreprotegían; si eran distantes, porque eran “madres frigorífico”…

Las madres parten con ventaja: genéticamente están vacunadas contra el egoísmo (sólo piensan en su niño) y contra la soberbia (son conscientes de que no son las creadoras de la criatura que crece en sus entrañas y de que esa nueva vida es muy superior a su pequeña contribución).

Pero tienen un inconveniente: su olvido de sí en favor del hijo le puede llevar a olvidar también al marido. Digamos que el amor al hijo sale solo, es natural, pero el amor al cónyuge exige cierto esfuerzo. Y esa tendencia a defenestrar al padre, una vez que se ha parido, y contra la que toda mujer debe luchar, se ha acentuado en el siglo XX-XXI, con la emancipación de la mujer y el destronamiento del varón. Hoy en día es muy frecuente ver a madres que sólo hablan de sus hijos y el marido es como si no existiese. Pero no se puede ser buena madre si no es buena esposa (ni buen padre si no se es un esposo solícito).

Ese olvido del padre y excesiva atención al pequeño explica que muchas madres en Occidente hayan pecado de sobreprotectoras. La obsesión de muchas mujeres es evitarle a su hijo el dolor y preservarle del fracaso, pero tal cosa no sólo es quimérica sino anti-educativa, porque el carácter se forja en la adversidad.

Invierno demográfico: ¿qué pueden hacer los Gobiernos?

Los Gobiernos poco. La gente tiene hijos no por las ayudas que reciban (aunque los Gobiernos estén obligados en justicia a ayudar a la familia, dado el papel crucial que juega), sino por convicción. Los hijos nunca son un negocio: al revés la familia es por definición deficitaria, como casi todas las empresas que, de verdad, valen la pena (como el Descubrimiento de América, por ejemplo, y otras epopeyas… la familia es una pequeña epopeya, podríamos decir chestertonianamente).

Los hijos se tienen porque te gusta tu mujer o tu marido; y porque crees en la vida. Pero eso no depende de los Gobiernos, sino de la educación recibida, de las creencias, de tus convicciones. Y en el Occidente secularizado y relativista, mucha gente piensa que nada tiene sentido porque la muerte es el final. Y esa es la causa más profunda del invierno demográfico.

La Historia demuestra que la vitalidad de una civilización se cifra en la familia y ésta a su vez está relacionada con su religiosidad. Una sociedad nihilista no sólo no cree en Dios, sino tampoco en la vida, y a la postre ni siquiera en sí misma. Por ejemplo, Europa 2015: ¿en qué cree? ¿en el euro?, ¿en los partidos de fútbol por la tele? ¿en la dermoestética que te permite operarte el pecho (ellas) o detener la calvicie (ellos)? ¿En eso? Y si no cree en sí misma, si carece de fuelle moral, termina suicidándose.

La conciliación, ¿es un mito?

Depende, si por conciliación se entiende conciliar trabajo y hogar es un mito, porque tal cosa es imposible en la práctica, sobre todo si se tienen hijos, ya que para éstos la madre es insustituible. Lo de la guardería es un craso error: es, por decirlo caricaturescamente, la madrastra de los cuentos infantiles. Los niños quieren a su madre en exclusiva, no a una asalariada. Que esto sea lo más habitual no quiere decir que sea bueno, también es habitual la corrupción en los ayuntamientos o la mafia en Sicilia, pero eso no quiere decir que sea bueno… al pan, pan.

Pero si por conciliación se entiende conciliar marido y mujer, no sólo no es un mito, sino que es lo natural, lo “fetén”, lo que funciona. Históricamente no había nada que conciliar porque hombre y mujer trabajaban juntos en la casa y en el campo, y ella lo mismo daba de mamar al crío, que ordeñaba las vacas o vendimiaba. Eso termina con la Revolución Industrial y en el siglo XX muchas mujeres se ven obligada a elegir entre trabajo y hogar y se olvidan de que la verdadera conciliación no es trabajo-hogar sino la conciliación marido-mujer. Se olvidan que el trabajo en el hogar es un verdadero trabajo, aunque no tenga visibilidad, y no esté remunerado ni reconocido. Pero es un trabajo crucial en la civilización, porque criar y educar hijos es “hacer personas” como señalaba Julián Marías. Y ahí el varón no puede sustituir a la mujer, el varón podrá llevar las cuentas de la casa, poner el lavavajillas o hacer las cenas, pero no podrá embarazarse, ni parir, ni amamantar, ni transmitir la ternura y los cuentos infantiles como lo hace la mujer.

Menudo dilema dirá usted. En efecto, en menudo lío nos ha metido el sistema capitalista-consumista. ¿Solución? Salvar el trabajo de la mujer en el hogar. ¿Cómo? Pagándole. No es una limosna ni un subsidio (horrendo vocablo) sino un acto de justicia. Queda, por tanto, una revolución pendiente en el siglo XXI: remunerar el trabajo de la mujer en el hogar, ya que es insustituible en la crianza y educación de sus hijos.

¿Pero eso no sería percibido como un retroceso social?

¿Por qué? No estoy diciendo que la mujer no trabaje fuera de casa, y que no aporte su sensibilidad femenina al mundo laboral. Lo que mi mujer Teresa y yo decimos en Pijama para dos y Manzana para dos, es que la que libremente quiera quedarse en el hogar, pueda hacerlo, pero con una remuneración. Es decir que exista la libertad para elegir entre optar por el trabajo externo (mundo laboral) o el trabajo interno (el hogar).

El problema es que la mujer, en líneas generales, se ha tragado el camelo de la liberación, y en lugar de eso está más sojuzgada que nunca. Antes tenía un poder inmenso, dentro y fuera del hogar, de transmitir la vida y también la cultura (fíjese que se dice “lengua materna”). Y ahora ha tirado el cetro y se ha convertido en una superwoman cargada de trabajo, que no llega a nada, que va siempre con la lengua afuera, que imita al varón, en lugar de poner su sello femenino, y que está inevitablemente frustrada porque ha renunciado a ser madre. Lo supo ver tempranamente Chesterton cuando ridiculizaba el mito de la igualdad: “la mujer ha dejado de ser reina de su familia para convertirse en esclava de su jefe”.

En países como Gran Bretaña, hay muchas más posibilidades de que un niño tenga una TV en su cuarto a que tenga a los dos padres en casa. No en vano, se dice que hoy, la decisión de casarse –tan arriesgada- cuesta mucho menos de tomar que la de, simplemente, tener un hijo…

Los hijos son las grandes víctimas de la revolución sexual del 68. Porque muchos nacen en hogares rotos o que terminan rompiéndose, otros porque la tele ha sustituido a sus padres, otros porque la madre trabaja fuera y nunca está. Y otros porque no llegan a nacer, tienen un “accidente” por el camino.

Los niños están dotados de una antena muy sensible que detecta si sus padres les quieren sinceramente y también si se quieren entre sí. La peor faena que se les pueda hacer es el desamor conyugal. Y al revés: la mejor receta educativa que se puede dar a los padres no es que llenen de mimos al niño, le enseñen 27.000 idiomas y 18.000 masters, sino algo mucho más sencillo: que se quieran entre ellos. El mejor nutriente para los niños, con el que crecen sanos y robustos es el amor de sus padres. El papá no está para tirarse a jugar en el suelo con el niño y cubrirle de besos, sino para cubrir de besos a la esposa.

La educación sexual de hoy, y el ambiente, no parecen favorecer extraordinariamente los matrimonios “felices y para siempre”…

Efectivamente, el hedonismo lleva a sustituir el amor por el placer, y el placer sacado de contexto embota, impide ver con lucidez, y encima frustra sí o sí, porque tiene la particularidad de nunca te llena. Cuando la base de la felicidad y el ‘para siempre’ es la entrega al otro, el desinterés y luchar constantemente con dos tiranos que todos llevamos dentro: el orgullo y el egoísmo.

 El problema es que lo que hoy se entiende por educación sexual es liberación del instinto, puro Freud. Y la verdadera educación sexual es aprender el lenguaje del amor, que implica autodominio, respeto, delicadeza y buscar la felicidad del otro no el desahogo animal o la búsqueda compulsiva del placer.

 ¿Qué incentivos puede tener para el matrimonio un chico de treinta años, cuando hay gran permisividad sexual y un matrimonio con divorcio puede arruinarle la vida?

Ninguno. Y eso explica la destrucción del matrimonio en la sociedad occidental. Las mujeres están renunciando a la monogamia y a los hijos, y a los varones ya no les compensa casarse. Pero de esta forma Occidente está renunciando a la supervivencia. Sin monogamia no hay recambio. Ni futuro.

A ellas no les compensa casarse o lo retrasan tanto que apenas tienen hijos, no sólo por su dedicación casi exclusiva al trabajo, sino también porque han renunciado a la monogamia. Dicho toscamente, desde la Edad de Piedra hasta ahora ella pactaba un contrato con el varón: yo te doy sexo, te cuido y te garantizo la perpetuación de la especie, y tú me das seguridad económica y protección. El varón podría tener devaneos pero no rompía el statu quo. Una cosa eran las canas al aire y otra muy distinta ese contrato entre varón y mujer. En el siglo XX (y sobre todo tras la revolución sexual del 68) la mujer comienza a despreciar la monogamia, deja de necesitar la protección del varón –porque se ha emancipado económicamente- y ese statu quo se quiebra. El matrimonio se difumina porque es rompible, incluso fácilmente rompible, gracias a las leyes divorcistas, como hemos visto, y quien sale ganando en esas rupturas es la mujer.

Pero a ellos tampoco les compensa casarse, porque el varón lleva la peor parte en caso de divorcio (y el riesgo de divorcio es ahora mucho más alto que hace 30 años) Tienen asegurado el sexo sin compromiso y sin las cargas de por vida que éste supone: sacar una familia adelante y educar a los hijos, si el matrimonio dura; o cargar con la manutención de mujer e hijos, si se rompe. El varón ha dejado de ser el padre, en la familia, para convertirse en semental en las relaciones promiscuas o en matrimonios breves y rotos.

Entonces, ¿a quién le puede compensarse casarse y tener hijos?

Sólo compensa casarse si se tiene una dimensión trascendente de la vida. Porque  ¿qué aliciente puramente humano puede tener formar una familia, trabajar arduamente por mantenerla, y traer hijos a un mundo hostil y en la que el sufrimiento es la regla? ¿Qué aliciente tiene una vida marcada por el dolor y la incertidumbre, y que inevitablemente concluye con la derrota, sí o sí, es decir la muerte? Sin una proyección trascendente, sin una creencia en la vida perdurable, encarar la vida terrena de forma desinteresada, en lugar de optar por el epicureísmo, es de masoquistas. Yo desde luego no lo soy: si he formado una familia con Teresa, mi mujer, y hemos tenido 7 hijos es porque creemos que esta vida pide otra, que las 7 criaturas tienen un destino eterno, y que esa fe en Dios y en que la muerte no es el final te da arrestos para acometer tamaña empresa. La fe y, hablo de mi caso, el entusiasmo por mi mujer.

La buena noticia es que el matrimonio, a pesar de todo, no es misión imposible, porque es la cuna de la humanidad, y porque el hombre ha sido diseñado para la mujer y la mujer para el hombre. E incluso la visión trascendente también es natural, en la medida que la búsqueda de Dios, el deseo de amar y ser amado, es un anhelo que lleva inscrito el hombre en su corazón, como subraya un autor muy actual, que está siempre entre los más vendidos: San Agustín. La prueba es que su bestseller, Las confesiones, se sigue leyendo y reeditando 1.600 años después. Me gustaría saber si dentro de dieciséis siglos seguirá entre los más vendidos Cincuenta sombras de Grey, pongamos por caso.

Habitual como firma de periodismo literario, opinión política y dos áreas de su especial interés, la literatura y la cocina, ha publicado sus trabajos en los grandes medios españoles. Ha sido director de la edición digital de Nueva Revista, jefe del proyecto de opinión online de The Objective y articulista en diversos medios. En julio de 2017 fue nombrado director del Instituto Cervantes de Londres. Ha publicado "Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa" (2014) y "La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig" (2017). Traductor y prologuista de obras de Evelyn Waugh, Louis Auchincloss, J. K. Huysmans, Rudyard Kipling, Valle-Inclán o Augusto Assía, entre otros. Su último libro es "Ya sentarás cabeza".