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LA POLÍTICA COMO ACTIVIDAD DE GOBIERNO

Lo que solemos llamar «política» pertenece a la elemental experiencia de la vida asociativa de los seres humanos. Pero si analizamos más concretamente ese término, vemos que esa descripción es sólo una aproximación muy general. Porque de forma casi intuitiva, comprendemos que ese término alude sobre todo a la actividad desarrollada por determinados individuos interesados en «gobernar», es decir, o bien en conquistar un cierto «poder» mediante el control de determinadas asociaciones políticas (grupos, movimientos, partidos), o bien de algunos puestos clave en las singulares instituciones políticas (gobiernos, parlamentos, administraciones centrales, regionales y locales, cargos públicos, etc.).

Desde un punto de vista analítico, sin embargo, la dimensión política de las relaciones humanas posee un carácter más difuso, en cuanto que tiene que ver con aquel particular medio comunicativo y relacional que es el «poder», entendido, según la clásica definición de Weber, como la posibilidad de hacer valer la propia voluntad sobre otros (individuos o acontecimientos) a pesar de su resistencia. Allí donde se instauran relaciones de «poder» o de «autoridad» nace una relación que podemos definir «política» y que, en su forma más constrictiva, coincide con una situación de dominio o, en su forma más consensual, coincide con una relación útil para conseguir objetivos compartidos.

En el origen de las relaciones y de las instituciones políticas existe una situación de poder, más o menos estable, entre singulares individuos o entre grupos sociales que se consolida y delimita mediante reglas aceptadas por vía de hecho y de derecho por las partes.

POLÍTICA Y COMPLEJIDAD SOCIAL

En el nivel de las relaciones que circulan entre sujetos en interacción directa, cada uno es consciente del grado de «poder» que dispone y que puede hacer valer. Sin embargo, cuando las relaciones son más indirectas, impersonales y complejas, es más difícil entender el propio radio de influencia. El motivo es bien sencillo: la complejidad, frecuentemente transformada en opacidad, derivada de las interdependencias múltiples, no todas visibles y predecibles, en las que se forma parte. Las relaciones sociales se instauran con sujetos que desempeñan roles desde normas «externas» y «constrictivas» para los singulares sujetos. Estos últimos no pueden modificarlas a voluntad, y si lo hacen corren el riesgo de provocar disfunciones y dar lugar a sanciones.

En los escenarios marcados por relaciones y situaciones complejas es evidente la existencia de: a) vínculos ejercidos por el ambiente sobre los sistemas o sobre los actores sociales; b) un limitado radio de influencia sobre otros; c) relaciones asimétricas, es decir, no paritarias, entre individuos, grupos o roles funcionalmente diferenciados e integrados.

Ante la creciente extensión y complejidad de las relaciones primarias y secundarias, próximas y lejanas, directas y mediadas, voluntarias y obligatorias, el problema del poder se impone con mayor evidencia y nace la exigencia de establecer roles de mando, ceremonias de investidura y de legitimación, formas legítimas de competición política

No es necesario abrazar una visión pesimista de la naturaleza humana para estar plenamente de acuerdo con la antigua observación del Tucídides, según la cual los hombres «dominan por doquiera pueden», y participan de forma ambivalente en su constitutiva inclinación a extender el propio dominio sobre las cosas, sobre los animales y sobre otros seres humanos.

Por tanto, el problema del poder y de la política consiste en la doble necesidad de garantizar las condiciones para el eficaz ejercicio de los roles de mando, por una parte; y de los sólidos límites a la prepotencia siempre en acecho en las confrontaciones de los más débiles.

En la estela de las argumentaciones apenas esbozadas es posible comprender por qué razón la reflexión sobre la vida en sociedad de los sujetos humanos ha sido reconducida, en el ámbito de la filosofía antigua y clásica, a la naturaleza «política» del hombre y a los problemas conectados al gobierno de la polis (ciudad), lugar concreto y al mismo tiempo simbólico del encuentro entre hombres «libres e iguales» que desean participar en las decisiones que les afectan como singulares y como colectividad. La cosa pública (res publica) de la que la política debe específicamente ocuparse puede, en consecuencia, ser definida como el conjunto de las partes comunes de la casa en que se habita y vive.

Antes incluso de que fuese elaborada la figura idealizada del homo oeconomicus y del homo sociologicus, el pensamiento filosófico e ideológico había elaborado la figura del homo politicus, considerado durante varios siglos como el símbolo de la connatural vocación social de los seres humanos.

Si del nivel de la experiencia cotidiana pasamos a la consideración de las relaciones entre roles, grupos, asociaciones, organizaciones e instituciones sociales, resulta evidente, por una parte, la dificultad para alcanzar un sistema de regulación de las relaciones recíprocas capaz de tener en cuenta el conjunto de las identidades, de los valores y de los intereses que se ubican en mutua relación. Por otra, como señalan Bovone y Rovati, el ingenio con que los diferentes actores sociales (individuales o colectivos, simples o complejos, informales o institucionales) han sabido elaborar soluciones, más o menos estables y satisfactorias, al problema no siempre obvio del «vivir en sociedad»

Introducirnos y observar el problema del poder desde un punto de vista macrosocial inevitablemente nos conduce a trabajar con sistemas de relaciones regulados por normas e instituciones específicamente encaminadas a la producción de las necesarias decisiones para toda la colectividad. En tal caso, se deben examinar las instituciones propiamente políticas como lo son los gobiernos, los parlamentos, los tribunales, los Estados nacionales y las organizaciones supranacionales e internacionales.

DESAFÍOS DE ÉPOCA Y REFLEXIÓN POLÍTICA

Al igual que otros termas y argumentos abordados por las ciencias sociales, el tratamiento de la política no sólo se resiente del influjo de las preferencias ideológicas, teóricas y metodológicas de los especialistas (como es obvio), sino también del «espíritu del tiempo» y de los desafíos propios de una época. Ambos se imponen, por así decir, a la atención de todos, y todos deben comprometerse en comprender, explicar y posiblemente resolver.

En el transcurso de la edad moderna (desde el siglo XVI en adelante), los principales desafíos para la reflexión política proceden de los procesos de época conectados al tránsito del sistema feudal-imperial a la formación de los Estados nacionales, del absolutismo al constitucionalismo, de las monarquías hereditarias a las repúblicas electivas, de los sistemas parlamentarios burgueses, con representación restringida, a los parlamentos democráticos elegidos por sufragio universal masculino y femenino.

A lo largo del siglo xx la reflexión teórica ha tenido que encarar la emergencia de los totalitarismos ideológicos y políticos de matriz nazi-fascista y comunista, con el holocausto de millones de inocentes, la descolonización, el crecimiento del rol intervencionista del Estado en la esfera económica y civil, el nacimiento y desarrollo de los sistemas de welfare state orientados a prolongar y extender los derechos de participación y de ciudadanía, la unificación económica y política de los Estados nacionales europeos, el proceso de globalización encaminado al incremento exponencial de las interdependencias comunicativas (determinadas por los media), económicas (determinadas por los mercados), culturales (determinadas por los pueblos). El lugar de la retórica sobre el cosmopolitismo de los llamados «ciudadanos del mundo», está siendo ocupado por la conciencia de que la interdependencia traslada a un encuentro aún inédito entre pueblos y culturas, o que las singulares identidades no se anulan, sino que están incitadas a dialogar recíprocamente y a recíprocamente legitimarse.

A los desafíos contemporáneos que interpelan tanto al obrar político como a la reflexión teórica sobre la política, también se añade el atardecer de las visiones ideológicas que habían asignado a la política una «misión» palingenética y el objetivo de realizar el mejor de los mundos posibles. La crisis de la confianza propiamente moderna en la suprema función sintética de la política, unida a la confianza de poder elaborar visiones y proyectos omnicomprensivos del devenir histórico, han cambiado profundamente el comportamiento de los expertos y de los singulares ciudadanos. A la visión de la política como actividad y como conjunto de instituciones en situación de operar la «síntesis» más conveniente para interés general, se ha añadido una visión más pragmática, desencantada y secularizada. Esta última considera las construcciones políticas como instrumentos limitados y no exclusivos para la finalidad de la integración sistémica.

LA POLÍTICA COMO «ÍDOLO» Y COMO « IDEAL»

La idea de la política que marca a la Modernidad encuentra una emblemática expresión en la tradición marxiana. Para ésta la política es, en última instancia, una forma profana de religión. Aquí está la raíz del ascetismo personal del revolucionario de profesión y de la dimensión mesiánica de la revolución.

En sus múltiples formas, el pensamiento «moderno» comparte una visión totalizadora de la política, asignándole —lo documentan claramente las doctrinas de la soberanía nacional— el objetivo de llevar a cabo una reductio ad unum de la sociedad, y la función proyectiva y programadora por excelencia. En este sentido la política es concebida como un típico campo de aplicación tanto de la racionalidad instrumental, como de la racionalidad respecto a los valores. De esta idea racional y universalista de la política es parte integrante el esquema interpretativo que clasifica como premoderno, tradicional y familiarista todo comportamiento que subraya los aspectos de intercambio particular, trueque y ligamen personal insertados en las relaciones políticas.

Este planteamiento, que en el ámbito de las ciencias sociales ha sido consagrado tamo por la perspectiva estructural -funcionalista como la conflictiva, experimenta una interesante revisión en el ámbito de las perspectivas fenomenologías. En su ámbito se da importancia y prioridad, como han señalado Schuzt y Giddens, al conocimiento de sentido común en general y al conocimiento implícito de las tipificaciones propias de la vida cotidiana. Al mismo tiempo, han permitido la introducción de un planteamiento que a priori no excluye unas representaciones de la política que, en palabras de Maffesoli, acentúan el carácter pragmático, particularista, emocional y tribal, reconociéndoles una elevada dosis de realismo.

Por el singular juego de las partes y el cambio del clima cultural y de los paradigmas teórico-analíticos, los comportamientos que hace algún tiempo se consideraban premodernos han entrado, en el curso de los años ochenta, a formar parte de una visión más desencantada y menos ideológica de las reglas de funcionamiento de la política.

Especialmente indicativo es el debate que, a mitad de los setenta, ha tenido lugar sobre el neocorporativismo democrático. Expresa el esbozo de una conciencia crítica: los temas de las teorías pluralistas-universalistas contienen una elevada dosis de idealización, por no decir de ficción. En la atribución de estos juicios ha jugado un importante papel el hecho de que la visión «moderna» haya sido sostenida por élites intelectuales y políticas que, desde la consecución de su diseño ideal e ideológico, pensaban extraer ventajas seguras en términos de hegemonía cultural y de gobernabilidad del proceso de modernización.

La mutada sensibilidad contemporánea abre nuevas perspectivas al ya consolidado valor analítico de las investigaciones de imagen, favoreciendo en concreto la atención por los símbolos de las relaciones micro y macro políticas. Concretamente, mientras que los sondeos sobre la cultura política habían determinado tradicionalmente su atención sobre la información, el interés y la participación, la autoposición ideológica, las expectativas hacia las instituciones y las prestaciones del sistema político-administrativo —es decir, los aspectos más determinantes para estimar el consenso en las confrontaciones del sistema institucional y de las ideologías políticas activadas por los singulares partidos—, en la presente fase se añade el particular interés por explorar las nuevas representaciones colectivas de la política en su dimensión «ideal» y «real». En este filón analítico, como ha señalado Sartori, se insertan incluso los nuevos intereses para la comunicación política en una etapa del desarrollo tecnológico que hace posible tanto formas inéditas de «democracia directa» mediada por los soportes informáticos, como formas de «videocracia».

EL ACERCAMIENTO SOCIOLÓGICO A LA DIMENSIÓN POLÍTICA

Al estudio de las relaciones políticas prestan atención, desde múltiples perspectivas y variados métodos, los diferentes ámbitos disciplinares de las ciencias sociales como la antropología, la psicología social, el derecho, la economía, la ciencia política. Sin embargo, la «mirada sociológica» permite revelar específicas relaciones entre las instituciones políticas y el sistema social que se escapan al resto de ámbitos disciplinares.

La sociología se abre camino de forma sistemática tras la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, A partir de ese momento, deberá de medirse con los profundos cambios que ambas desencadenan en los niveles político, económico, social y cultural. Tanto la Revolución Francesa como la Revolución Industrial llevarán a sus extremas consecuencias lo que durante siglos se estaba preparando con el tránsito de una economía agrario-feudal a una industrial capitalista y con la definitiva victoria de la burguesía sobre la aristocracia.

Pasando por las aportaciones de Hobbes, Locke, Rousseau, Montesquieu, Saint Simón y Tocqueville, entre otros, desde un punto de vista cultural, tales acontecimientos contribuyen de forma decisiva a la maduración de aquel tipo de reflexión que, desde un terreno filosófico y jurídico, se desplaza hacia el específico terreno de las ciencias sociales. El núcleo de la que más tarde será denominada sociología política se va especificando desde los inicios de los estudios sociológicos y asume un rol de particular importancia en el interior de toda investigación global de los fenómenos sociales, ya sea en las investigaciones de tipo microsociológico, ya sea en las de tipo macrosociológico. La secular polémica respecto a la relación entre sociedad y Estado, entre hombre y ciudadano, se va enriqueciendo progresivamente. Primero inconscientemente y, luego, de forma siempre más lúcida, como parte del estudio sobre el conflicto y el consenso en el interior de las formaciones sociales organizadas, y sobre la forma con que estos dos polos de tensión modelan la convivencia respecto a las instituciones que la organizan.

Aunque Duverger no llegase a afirmar que sociología política y ciencia política son sinónimos, es legítimo y oportuno mantener una distinción entre dos disciplinas que mantienen numerosos e importantes puntos de contacto y encuentro.

La sociología política concentra su atención no sólo en las instituciones políticas en sentido estricto, sino también en todo lo relacionado con el «fenómeno político» o, como diría Dahl, «en las manifestaciones de relaciones de mando o de autoridad implicadas en el interior de relaciones humanas duraderas».

Desde Heródoto hasta que, a fines del siglo pasado, la sociología asume una propia autonomía, la catálisis del interés por los fenómenos políticos ha sido el problema del «mejor de los sistemas posibles». Pensemos, por ejemplo, en el problema de la justa dimensión de la polis, tal y como trató de definirla Aristóteles, o en la investigación de formas legislativas e institucionales en situación de garantizar a la burguesía desde el poder absoluto del rey, o en las polémicas respecto al parlamentarismo.

Sin embargo, la sociología abandona (sin distanciarse totalmente) este planteamiento filosófico e ideológico, y centrará su atención en los desarrollos de facto y tipológicos de las concretas sociedades industriales. No resulta arriesgado decir que los cultivadores de la ciencia de la política asumen como variables independientes de sus investigaciones lo que los sociólogos asumen como variables dependientes. Los primeros están más interesados en explorar las influencias del sistema político institucional en la sociedad y los problemas de ingeniería constitucional, mientras que los segundos se encaminan a comprender la influencia de las relaciones sociales en la formación y el funcionamiento de los aparatos políticos.

DOS TRADICIONES DE PENSAMIENTO

Ocupando un lugar privilegiado, uno de los telones de fondo que compromete y divide a los estudiosos de la política es la determinación de los niveles de autonomía y de dependencia del subsistema político respecto al sistema social en su conjunto. Tal controversia surge, paradójicamente, de la compartida distinción entre Estado y sociedad civil, que fuera elaborada en la etapa ilustrada. Respecto a este debate se pueden distinguir dos tradiciones de pensamiento que están ligadas e impregnan las diferentes formas de entender y realizar la sociología política.

La primera tiene como figura clave a Marx, y considera el sistema político organizado (en la práctica, el Estado) como superestructura que refleja las relaciones económico-sociales. Tal sistema se presenta privado de una autónoma capacidad de orientación hacia la sociedad civil. A esta posición se debe tanto la posibilidad teórica de prever la extinción del Estado como sistema de dominio, una vez eliminada la propiedad privada de los medios de producción, como la minusvaloración del análisis de los mecanismos propiamente institucionales.

Dos son los grandes vacíos que se pueden detectar en este esquema teórico-analítico. Por una parte, la imposibilidad de dar cuenta de la  permanente desigualdad social y política en los «socialismos reales». Por otra, la dificultad para captar la específica función de regulación asumida por el Estado en los países capitalistas avanzados. Todo ello ha provocado, en el mismo campo marxista, un replanteamiento crítico de la teoría del Estado. Dicho replanteamiento ha llevado a algunos autores —buenos ejemplos son Offe y Poulanztas— al reconocimiento de la autonomía relativa del sistema político respecto a las meras relaciones de clase.

Sin embargo, la segunda tradición politológica, cuyo eje central es Weber, sostiene programáticamente la idea de la relativa independencia del sistema político. A pesar de que algunos exponentes radicales de esta orientación, como los elitistas Mosca, Pareto y Michels, incurren en el límite opuesto al planteamiento marxiano, tiene el mérito de evidenciar la incidencia del aspecto institucional y organizativo en el obrar político, al que está conectado una congénita tendencia oligárquica.

Más allá de sus intenciones, la perspectiva weberiana nos pone en guardia ante la ilusión de poder eliminar la asimetría propia de las relaciones de poder actuando sobre los mecanismos estructurales de la sociedad, y revela la sempiterna dialéctica entre la lógica de la emancipación democrática y la lógica del dominio.

Las políticas sociales en las sociedades complejas
por Antonio Jaime Castillo

La política social, nacida como una forma de control social de la población mediante la promoción del bienestar, ha tendido, según los autores de este estudio, a la estabilidad y la paz social. Independientemente de las motivaciones (ilustradas, humanitarias, de justicia social, de amortiguación de los conflictos generados por el capitalismo o incluso de conservación del poder por parte de las clases dominantes) y de los factores que la han impulsado (movimientos sociales, como el obrero o el feminista, partidos políticos, grupos de presión o de interés, etc.), el resultado ha sido el crecimiento del Estado de bienestar. En él y por él, el bienestar se ha entendido y practicado como forma de integración sistémica (asegurada por la vía institucional del «Estado» mediante regulaciones impersonales y centralizadas), más que como forma de integración social (asegurada por la vía de la «sociedad» mediante regulaciones autónomas y descentralizadas).

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Desde finales de la década de los cuarenta del siglo XX hasta nuestros días, el Estado Social se ha ido consolidando en modelos institucionales de gran normatividad que han encamado los derechos sociales de ciudadanía. En los años ochenta del pasado siglo, este ciclo histórico de la política social, que grosso modo va desde Bismarck a Beveridge (con las adjuntas aplicaciones y extensiones) se ha interrumpido. La originalidad de la situación justifica la novedad de una obra que intenta hacerse cargo de ese cambio histórico.

Las características del nuevo ciclo son, obviamente, inciertas, y la literatura sobre él muy abundante. Ahora bien, lo que sí podemos observar es el campo en el que se confrontan concepciones y actores, necesidades sociales y procesos para afrontarlas ¿Cómo se está construyendo este nuevo ciclo histórico? ¿Mediante qué orientaciones, procesos, estructuras y reorganizaciones? La investigación de nuevas configuraciones institucionales en la reorganización del sistema de bienestar es el objeto de esta obra. Pretende ofrecer al estudioso de la materia las bases informativas esenciales para comprender cómo se está configurando la política social en la sociedad hodierna, compleja y posmoderna.

Estas páginas tienen un hilo conductor que conviene explicar. Desde los años setenta, la política social en sentido moderno se ha plasmado en modelos caracterizados por ser, o buscar ser, racionales, preceptivos y estatales. Racionales en cuanto que se han basado en lógicas y programas condicionales (que actúan a partir de la norma: si sucede «x», entonces se debe hacer «y»), inspirados en esquemas concretos de medios-fines, que presuponían una cierta organicidad normativa de la sociedad. Preceptivos, en cuanto amparados por normas y preceptos emanados de una autoridad, de carácter público, sobre la sociedad civil. Estatales, en cuanto legitimados, guiados y gestionados por el Estado como centro y vértice de la sociedad. El modelo clásico más reciente y avanzado en tal sentido ha sido el de la política social de tipo keynesiano-beveridgiano, ilustrado en la filosofía social de R. Titmuss y en la teoría de la ciudadanía de T. H. Marshall.

Las transformaciones del Estado de bienestar a partir de los años ochenta han provocado un replanteamiento de los modelos de política social anteriormente apuntados. Se ha hecho más difícil asegurar —señalan Herrera y Gastón— un incremento lineal y constante de los derechos sociales mediante políticas fuertemente normativas, centralizadas y universalistas. Luego de tales transformaciones, han emergido, y siguen emergiendo, nuevas orientaciones, estrategias y modelos de política social. Tienen como común denominador el alejamiento del enfoque racional-preceptivo-estatal de la política social. Para los autores, se trata de ver en qué medida y de qué forma aún pueden y deben mantener el rol regulativo del Estado y el carácter político de las acciones colectivas para el bienestar de la población.

Catedrático de Sociología. Director Académico de Relaciones Internacionales de UNIR.