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«Así he sido yo para algunos anarquistas, conservador, imperialista, racista,
enemigo del pueblo, partidario de la aristocracia; bueno, malo, impío, piadoso».
Pío Baroja

I

De Pío Baroja se ha subrayado su individualismo extremo, su aborrecimiento de las instituciones fundadas «con la intención de intervenir en la conciencia individual o de someterla fuesen cuales fuesen sus signos» y su actitud defensiva ante el poder público. Autor de una obra muy extensa, entre 1900 y 1914 especialmente, es decir entre los veintiocho y los cuarenta y dos años, escribirá algunas de las grandes novelas de nuestra literatura contemporánea, permitiendo acuñar un término, «barojiano», que es tanto como decir sencillez, ausencia de retórica, sinceridad, una cierta rudeza no exenta de ternura, una cierta excentricidad, en fin. Fue también un hombre profundamente preocupado por las ideas, trátese del pensamiento de Kant, Schopenhauer o Nietzsche o de las teorías biológicas de Claude Bernard, que constituyen el substrato último de su obra. Y más allá de una visión puramente realista, no se limitará a reflejar a sus personajes sino que nos dará —observó Ortega— su opinión sobre ellos.

Tuvo en su madurez la más pobre opinión de la política y los políticos, monárquicos o republicanos, aun cuando en las primeras décadas del pasado siglo militó en el Partido Republicano Radical de Lerroux, abandonándolo en 1911 —siquiera todavía en 1918 será candidato al Congreso por el distrito de Fraga—, por considerar que su partido había adoptado una actitud pasiva con ocasión de la ejecución de Sánchez Moya, fogonero del crucero «Numancia», que, al frente de la marinería, había intentado proclamar la República.

En 1931, al advenir la República, Baroja carecía totalmente de fe en el nuevo régimen y en sus personajes más representativos. Caro Baroja nos habla de su vida en aquellos años: «Para un hombre atento a la realidad, como mi tío Pío, lo que ocurrió desde 1930 a 1936 estaba lleno de interés, aunque también viera los peligros. No había episodio por pequeño que fuera que no le produjera curiosidad. Sobre todo, lo que ocurría en la calle era lo que más le preocupaba. Su desprecio por la actividad de los políticos en las Cortes, mítines, etc., contrastaba con la atención que ponía en saber lo que hacían los grupos de jóvenes, banderizados en sus luchas de barrio»1. La vida pública se fue haciendo crecientemente tensa, especialmente a partir de 1933 y 1934, con la Revolución de Octubre. La familia Baroja vivió en una situación de aislamiento no exenta de hostilidad: «Cuando el Frente Popular se sintió triunfante en absoluto, alguien mandó a casa a un grupo de jóvenes socialistas para que cantaran el «chiviri»; una especie de «trágala» tan estúpido como aquél»2. Mientras tanto, Baroja, preocupado por el declinar de la madre, escribía, como siempre lo hizo, por las mañanas e iba por las tardes a una tertulia en la librería de Tormos, calle de Jacometrezo, a la que asistían, entre otros Val y Vera, Casas, José María de Azcona, el erudito navarro, y Núñez de Arenas, cofundador del Partido Comunista.

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La guerra civil dispersó a la familia. Después de una peligrosa experiencia con los requetés, Baroja pasó a Francia. Vivió en París, en el Colegio de España, escribiendo para La Nación, de Buenos Aires, estuvo en Suiza en casa de su viejo amigo Paul Schmitz y en septiembre de 1937, después de más de un año de ausencia, volvió, asistiendo en Salamanca a la constitución del Instituto de España. Después de unos meses, regresa a París y, ante el avance alemán, retorna definitivamente a España a fines de junio de 1940. Arruinada la editorial y la imprenta del cuñado Rafael Caro Raggio —muere en 1943—, con la destrucción del hotel de la calle Mendizábal, sobrevivirán los Baroja difícilmente en el Madrid de la posguerra —hambre y frío— tal como nos describe Pío Caro, La soledad de Pío Baroja, detallada descripción de la vida familiar entre 1940 y 1950. Juan Benet en un ensayo, Barojiana, nos traerá también el duro recuerdo de aquellos años «de renovada jactancia y patriotismo de campanario» en los que la tertulia barojiana de Ruiz de Alarcón, 12, representaba, de alguna manera, la continuidad de una tradición liberal.

Así nos describe quien estuvo más cerca de él, Julio Caro Baroja, los últimos años de don Pío: «En su vejez mi tío tuvo una sensación mayor que nunca de que la vida no tiene objeto, ni fin concreto, que el hombre es como un barco mal gobernado en un mar tempestuoso y que nada valía la pena de tantas luchas y maldades como aquellas de que había sido testigo del año 30 en adelante. Pero no por eso se le agrió más el carácter. Vivió mal muchos años. Vio hundirse casi todo lo que estaba en su derredor y tuvo serenidad. La serenidad del que ha perdido todo y piensa que al final no hay más que una misma meta, morir: de la muerte no hablaba»3. Mas siguió escribiendo. Nunca, hasta muy poco antes de su final, en 1956, dejó de hacerlo, cierto es sin el fulgor de su gran época. Durante su estancia en París dos novelas, Susana o los cazadores de moscas, publicada por el dibujante Baldrich, y Laura, o la soledad sin remedio, editada en Buenos Aires; entre 1944 y 1949, aparecen los siete tomos de sus memorias, Desde la última vuelta del camino, y luego otros textos, el postrero Aquí París, de 1955. Y es que hasta sus últimos días, cuando, salvo momentos de lucidez, perdió la conciencia creyó que tenía que trabajar para ganarse la vida: todavía a los 82 años decía a la fiel Clementina Téllez, que cuidaba a don Pío y a Julio y Pío Caro: «Sí, ahora vamos a ver si Julio y yo damos un empuje y después ya podemos vivir trabajando menos»4. Y el propio Julio Caro ha explicado por qué no se impedía al anciano lo que ya le suponía, sin duda, un penoso esfuerzo: «Creo que a un hombre viejo no se le debe dar la sensación, ni un momento siquiera, de que está decadente o flojo; y también me parece una impertinencia el interferirse en lo que pueda crear, o dejar de crear, una personalidad acusada, ya en estado de declive. Lo que haga será siempre interesante, aunque no sea más que como documento humano»5.

II

En este año de 2006, la renovada editorial Caro Raggio ha publicado una novela inédita de Baroja, Miserias de la guerra, edición de Miguel Sánchez-Ostiz, quien, en un documentado «Posfacio», El Madrid en guerra de Pío Baroja, nos da cumplida cuenta de la vicisitudes de la novela. Destinada a formar parte de una «trilogía» sobre la guerra civil, parece haberse escrito — o compuesto— entre 1949 y 1951, aunque utilizando materiales anteriores, y fue presentada a censura —según Torrealdai— en las primeras semanas de este último año, sin que, naturalmente, prosperara. La obra, correspondiente al periodo «crepuscular» de Baroja6, con errores de hechos y fechas, contradicciones y reiteraciones, no parece mostrar, sin embargo, senilidad alguna por parte de su autor en cuanto que la descripción del clima irrespirable —atentados, abusos—, de irremediable enfrentamiento del último periodo republicano y del horror de las checas y los «paseos» del Madrid rojo están narrados con vigor. Baroja, como se dijo, exiliado en París durante casi todo el periodo de la guerra civil, procuró informarse desde el primer momento sobre lo que estaba ocurriendo en Madrid a través de las muchas personas que pasaban por el Colegio de España. Posteriormente, sobre todo, por los supervivientes de la tertulia de la librería de Tormos, que aparece en la novela con el nombre de El Club de Papel, y por el «trabajo de campo» que Baroja y sus amigos hicieron recorriendo el llamado «Frente de Madrid», descrito con minuciosidad.

Miserias de la guerra aparece en un momento complejo y difícil de la vida política española en la que asistimos a un «revival» republicano y a una reivindicación de la llamada «memoria histórica». Se afirma, así lo hizo el presidente Zapatero, contestando el 5 de abril en la Cámara Alta, a una pregunta del senador Bonet i Revés, sobre el demorado envío a las Cortes del proyecto de ley sobre la memoria histórica, que la experiencia republicana «fue el primer régimen político auténticamente democrático en España»; anunció un programa amplio de conmemoraciones y señaló que los anhelos y objetivos de aquel régimen siguen siendo «pilares fundamentales» de nuestra actual Constitución y tienen cabida en la monarquía parlamentaria. Nuestra transición pasa de ser «modélica» a imperfecta, al definir una «democracia de baja calidad» y ha llegado el momento — dice Reig Tapia — «de poder cancelar «definitivamente» los silencios, las lagunas y ambigüedades que le acompañaron en su proceso de construcción y consolidación. Hay que establecer una adecuada política democrática de la memoria colectiva».

No han faltado las respuestas: Carlos Seco ha criticado el radical enfrentamiento, incompatible con una auténtica democracia, entre unas derechas vinculadas al golpismo — l a penosa intentona de Sanjurjo de 1932 — y una izquierda revolucionaria liderada por el «Lenin español», Largo Caballero, posibilitado por la «insensata voluntad de radical ruptura» de Azaña7. Y Delgado-Gal ha puesto de relieve cómo los eslóganes sobre la recuperación de la memoria, no son sino «un eufemismo para referirse a los reflejos guerracivilistas que parecían superados con la Transición».

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Especialmente dos libros recientes han mostrado la dimensión profundamente negativa de la II República. Stanley G . Payne, al margen de reconocer el eficaz reformismo, entre 1931 y 1933, en el terreno laboral, las obras públicas, la autonomía regional y la expansión educativa, afirma el carácter excluyente de una República, patrimonio exclusivo de los republicanos, al menos de sectores clave en la coalición que fundó aquélla, para quienes el nuevo sistema «no representaba un compromiso con un conjunto de reglas constitucionales, sino más bien, la ruptura decisiva y permanente hegemonía de un proceso reformista de izquierda que implicaba no sólo cambios políticos definitivos sino también otros irreversibles en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, la educación, la cultura y la estructura socioeconómica»8. Álvarez Tardío, contrapone la democracia actual a la democracia republicana de 1931, cuyos fundadores, lejos de establecer un sistema de reglas de juego en orden a convocar en torno a ellas al mayor número de españoles, trataron de cerrar una revolución española, considerada inconclusa por la reacción de los poderes tradicionales y la debilidad del propio liberalismo: la alternancia de programas políticos dentro del mismo marco constitucional no era deseable ni admisible y la sociedad quedó, por consiguiente, polarizada. Contrariamente, la democracia propiciada por la Constitución de 1978 se estableció a partir de la convicción «de que sólo unas reglas de juego elaboradas por consenso de una abrumadora mayoría podían dar lugar a un orden democrático reconocido por todos». El resultado, ahora cuestionado, ha sido un éxito indiscutible y el armazón del constitucionalismo liberal, en que descansa la democracia española, ha resistido un proceso de descentralización política y administrativa desconocido en cualquier democracia occidental9. Un sistema al que cabe aplicar los términos con los que Carlos Dardé definió el canovismo: «La aceptación del adversario» y que corre hoy día los más severos riesgos desde una política gubernamental que, mediante pactos con partidos nacionalistas al límite — o fuera— del sistema pretende la exclusión permanente y «automática» (Delgado Gal) del principal partido de la oposición. Desde este punto de vista, una penosa continuidad entre la II República y el actual gobierno socialista sí parece dibujarse.

III

La publicación de Miserias de la guerra es un acontecimiento literario importante que, creemos, no ha tenido la repercusión debida. «Folletín truculento» — no otra cosa podía ser para Baroja una narración de la guerra civil—, no es, por supuesto una gran novela y no alcanza el nivel de los clásicos del género, Madrid de corte a checa (1938), de Foxá, Una isla en el Mar Rojo (1939), de Wenceslao Fernández Flórez, o los relatos de Frente de Madrid (1943), de Edgard Neville. La trama es inexistente, los personajes son esquemáticos, con poca consistencia humana: algunos de ellos son, prácticamente, meros transmisores de los pensamientos y reflexiones de Pío Baroja: el militar y diplomático, Carlos Evans, el periodista Juan Goyena, incluso Hipólito, el dependiente de la librería de Tormos.

También desfilan por la obra, con sus propios nombres o con otros ficticios, protagonistas reales: Juanito Barnés, el hijo del ministro republicano Francisco Barnés, amigo íntimo de Julio Caro, que vendría desde París a dar su vida por la República, Antonio de Hoyos y Vinent, García Atadell o Pedro Luis de Gálvez. Miserias de la guerra es, sobre todo, la visión que uno de nuestros grandes escritores tuvo de la que es seguramente la mayor tragedia de nuestra historia, la que le llevó, incluso, a cambiar su percepción de la misma. Con palabras de Julio Caro, los años 34 al 36 serían así «la obertura mediocre de una época tremebunda y llena de matanzas».

Don Pío pensaba que los escritos sobre la guerra no expresaban la realidad, al intelectualizar y reflejar de forma abstracta lo que realmente ocurrió: la extraña facilidad con la que personajes mediocres pudieron disponer de las vidas ajenas, la emergencia de los peores instintos, la ruptura de las comunidades y la familia, la insensibilidad y el dogmatismo imperando sin freno. De todo esto hay muestra abundante en un libro en el que la pretensión de neutralidad de Baroja, la de estar por encima del conflicto, de tomar partido contra blancos y rojos, aun execrando inequívocamente el enfrentamiento, habrá de decantarse «hacia los franquistas y los hombres de la situación, aunque sólo fuera por la manera, reiteradamente airada, con la que arremete contra los republicanos y socialistas culpándoles del desastre y defiende una dictadura militar que pusiera fin al caos» (Sánchez-Ostiz).

La novela de Baroja describe el terrible clima de violencia de los años finales de la República y después los asesinatos de los primeros meses de la guerra civil: los «paseos», las checas, en un Madrid, «aguafuerte de Goya», en el que «la proporción de ejecuciones políticas superaría con mucho las llevadas a cabo por los bolcheviques durante la guerra civil rusa»10. Baroja concluye con una visión negativa y desesperanzada de una España «incapaz de encontrar una fórmula buena para su vida», en la que hasta «los andaluces gritaban ya: «¡Viva Andalucía libre!»», condenada a «un liberalismo simulado» o a «una dictadura de república hispanoamericana» y en la que el odio, «un odio eterno» no «acabará nunca». A l final, Hipólito, trasunto de Baroja, renunciará a vivir, siendo su última lectura y meditación las palabras del evangelio de San Mateo, que solía llevar en el bolsillo de la chaqueta: «Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta, espacioso el camino que lleva a la perdición y hay muchos que entran por ella». Y piensa: «Para mí entrar por la puerta estrecha ha sido vivir con dignidad y con libertad. Yo ya sabía muy bien que el entrar por la puerta estrecha era vivir pobremente, no tener protección ninguna, fracasar en muchas cosas, pero a pesar de todo esto, he preferido la estrechez que la anchura con gente pedantesca y cruel, y una vanidad necia».

NOTAS

1 J. Caro Baroja, Los Baroja (Memorias familiares), Madrid, 1972, p. 264.
2 Ibíd., p. 259.
3 Ibíd., p. 85.
4 M . Pérez Ferrero, Vida de Pío Baroja, Madrid, 1972, p. 322 .
5 Ibíd., p. 3 2 4 .
6 Cfr. I. Criado Miguel, Personalidad de Pío Baroj, Barcelona, 1974.
7 «¿Añorar aquella República…?», ABC, 14-4-2006.
8 Stanley G. Payne, El colapso de la República, Carreras, «El 14 de abril y la transición», La Vanguardia, Madrid, 2005, pp. 517-518; cfr., también, F. de 13-14 abril 2006.
9 El camino a la democracia en España. 1931 y 1978. Prólogo de Rafael Arias-Salgado, Madrid, 2005.
10 Stanley G. Payne, op. cit., p. 64.

Catedrático Emérito de Historia Contemporánea, Universidad Carlos III