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Transcurridas más de dos décadas desde la aprobación en 1986 de la ley de investigación científica y tecnológica, la conocida como Ley de la Ciencia, son muchas las cosas que han cambiado. En primer lugar, se han multiplicado los recursos públicos destinados a la investigación haciendo cada vez menos eficaces los instrumentos de gestión y los mecanismos de coordinación interna entonces diseñados, a pesar de las reformas parciales que se han ido introduciendo.

En segundo lugar, el Estado autonómico se ha ido desplegando de manera paulatina a lo largo del tiempo. Tras la rápida configuración de las CCAA que accedieron a su autonomía por la vía del artículo 151 de la Constitución y las que luego se asimilaron a ellas, la transferencia a las comunidades de régimen común de las competencias sobre universidades e industria se produjo en 1995, las de educación en 1999 y, finalmente, las de sanidad en 2001; todo ello ha transformado el mapa de responsabilidades en los campos relacionados con la I+D+i. La competencia exclusiva atribuida al Estado por el artículo 149.1.15 de la Constitución alcanza al fomento y coordinación general de la investigación científica y técnica en todo el territorio nacional, un título cada vez más debilitado, no sólo por las transferencias mencionadas, sino también por la reciente aprobación del nuevo Estatuto de Cataluña de 2006 y por el traspaso al País Vasco de las competencias en materia de investigación y desarrollo científico y técnico e innovación a comienzos de 2009.

Desde hace casi treinta años, el Estatuto de Autonomía para el País Vasco atribuía a esta comunidad, en su artículo 10.16, la competencia exclusiva en «investigación científica y técnica en coordinación con el Estado». Gobiernos sucesivos, con distinta orientación política y en coyunturas cambiantes, entendieron que el Estatuto de Guernica permitía un amplio margen de actuación al Gobierno vasco siempre que lo hiciese con cargo a sus propios recursos económicos. Sin embargo, fruto de la negociación de los Presupuestos Generales del Estado para 2009, el actual Gobierno socialista acaba de aprobar un real decreto por el que asigna a la comunidad vasca una financiación anual adicional de casi 87 millones de euros para desempeñar las mismas responsabilidades que ya venía ejerciendo. Es interesante comprobar que otros Estatutos posteriores establecen competencias muy similares para las demás comunidades autónomas: el Estatuto de Madrid, por ejemplo, atribuye a esta comunidad desde 1983, en su artículo 26.1.20, competencias exclusivas en «investigación científica y técnica», título idéntico al exhibido por el Gobierno vasco para obtener financiación adicional. Es inevitable, por lo tanto, que a partir de ahora todas las comunidades autónomas planteen nuevas reclamaciones financieras que seguirán restando recursos nacionales para la ciencia y la investigación lo que, sin duda, nos sitúa ante un nuevo escenario.

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En tercer lugar, no se puede perder de vista que 1986 fue, precisamente, el año de nuestra incorporación a la Unión Europea. También desde esta perspectiva, las cosas han cambiado significativamente, situando competencias y recursos en un nivel de decisión completamente nuevo. Por otro lado, fruto de esta integración, nuestra realidad económica ha experimentado también una transformación notable. Mantener el nivel de renta y desarrollo que hemos alcanzado nos exige adaptar nuestro sistema económico a la sociedad del conocimiento; sólo de esta manera sería posible preservar nuestro dinamismo económico y el modelo social vigente.

La creación el año 2000 del Ministerio de Ciencia y Tecnología fue el resultado de una posición política firme y decidida, consecuente con la Estrategia de Lisboa impulsada por José María Aznar y Tony Blair en el seno de la Unión Europea ese mismo año. Pero el decidido incremento del gasto público iniciado hace una década no ha estado acompañado de políticas coherentes y sostenidas en el tiempo. La desaparición del ministerio en 2004 y su posterior reinvención parcial en 2008, ahora como Ministerio de Ciencia e Innovación, además de costosos e ineficaces cambios organizativos, ha traído consigo un vaivén constante en las prioridades, estrategias y objetivos. Los resultados saltan a la vista: a pesar de los esfuerzos presupuestarios, el último informe sobre innovación, recientemente presentado por la Comisión Europea, pone de manifiesto el retroceso español que nos ha llevado al puesto 16 entre los miembros de la Unión, muy por debajo de la media y alejándonos de ella. Los pobres resultados alcanzados hasta el momento en la captación de recursos europeos ponen en evidencia, también, la debilidad de los instrumentos disponibles para adaptar nuestras actuaciones a los requisitos fijados en el Plan Marco.

Por todas estas razones existe un amplio acuerdo sobre la necesidad de sustituir la Ley de la Ciencia por un texto legal más moderno y adecuado a nuestras necesidades. A partir de aquí, está todavía pendiente comprobar cuál es el grado real de coincidencia entre las distintas fuerzas políticas sobre el contenido concreto de la reforma. El programa electoral con el que el Partido Popular concurrió a las últimas elecciones generales proponía la elaboración de una nueva ley de fomento y coordinación general de la investigación científica y técnica. Nuestra propuesta buscaba, entre otras cosas, dotar al sector público de instrumentos de gestión más flexibles y eficaces, promover una participación mayor de los sectores productivos en la I+D y estimular la carrera científica y la movilidad de los investigadores.

Desde nuestro punto de vista, resulta imprescindible garantizar por ley la existencia de un auténtico sistema nacional de ciencia y tecnología, capaz de ordenar recursos y de fijar prioridades más allá de las preferencias de cada uno de los diecisiete sistemas autonómicos. Hacer efectivas las competencias para la «coordinación general» del sistema, tal y como señala la Constitución, exige contar con recursos suficientes y requiere también crear órganos adecuados para la cooperación y la toma de decisiones vinculantes para todas las partes, tal y como ocurre, por ejemplo, en el Consejo de Política Fiscal y Financiera.

Desde luego, no es coherente con las necesidades actuales la absoluta imprevisibilidad de las convocatorias, ni la evolución errática de los recursos disponibles. En los Presupuestos Generales del Estado aprobados por el Parlamento para 2009 disminuyen un 5,1% los gastos no financieros destinados al Ministerio de Ciencia e Innovación, un cambio radical en la tendencia mantenida durante una década y el mayor retroceso en toda la Administración del Estado; por otro lado, las deducciones fiscales para las empresas por actividades de investigación, desarrollo e innovación tecnológica bajan un 33,9% sobre el año anterior. Pero antes casi de entrar en vigor estas cifras ya estaban modificadas: primero, por el traspaso ya mencionado al País Vasco y, más adelante, por el Real Decreto-Ley 9/2008, para la dinamización de la economía y el empleo, que añade de manera improvisada 490 millones de euros para la financiación de nuevas (y distintas) actuaciones de I+D+i.

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Una nueva ley debería poner los programas de investigación y las carreras investigadoras a salvo de los vaivenes coyunturales del ciclo económico-presupuestario. La visión y el compromiso financiero a medio y largo plazo son característicos de la actividad investigadora pero en la actualidad carecemos de instrumentos adecuados para la programación presupuestaria. La situación actual de crisis ha dejado bien claro que de poco sirven los gastos anunciados si luego no se aprueban las convocatorias correspondientes para asignarlos, y cuán inútiles son los grandes programas plurianuales si luego sus compromisos decaen sin mayores explicaciones en función de las circunstancias.

La ministra de Ciencia e Innovación ha encargado la elaboración del borrador para la reforma a un grupo de expertos que trabaja desde hace algunos meses. No se ha hecho público el fruto de sus trabajos, pero se han ido filtrando en las últimas semanas algunas novedades que ya han empezado a levantar cierta polémica. Al parecer, uno de los propósitos centrales de la norma sería la fusión de los distintos Organismos Públicos de Investigación (OPI, en el argot del mundo científico) en torno al mayor de ellos, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. De manera más oficial, el llamado «Plan E», recientemente aprobado por el Gobierno socialista para el estímulo de la economía y el empleo contempla expresamente como uno de sus objetivos la reforma de las instituciones públicas de investigación, «para homogeneizar su naturaleza jurídica y mejorar la coordinación entre sus áreas de actuación», lo que «generará una optimización de recursos, al evitarse duplicidades». El fuerte rechazo causado por estas primeras noticias ha llevado a un cambio de planteamiento que ahora parece limitado a «una reorganización científica» para evitar solapamientos.

La marginación de las universidades en el proceso de elaboración de esta ley es, sin duda, otro aspecto muy controvertido. Dado que el nuevo ministerio ha asumido todas las responsabilidades en relación con la universidad, y que en ella se desarrolla la mitad de la investigación científica española, resulta incomprensible que todavía se mantenga fuera del debate; las quejas no se han hecho esperar. Tampoco las primeras noticias en torno al papel que la futura ley reservará a los centros tecnológicos, instrumento básico para la transferencia de los resultados de la investigación a las empresas, han caído bien entre los afectados.

En todo caso, ningún cambio legislativo resolverá por sí solo las necesidades que tiene planteadas la ciencia en España. Lo realmente preciso es un compromiso político fuerte, continuado en el tiempo, con objetivos claros y ampliamente compartidos. Es eso, mucho más que cualquier reforma legislativa u organizativa, lo que ahora requiere nuestro sistema de ciencia y tecnología. La ley debería ser el instrumento para plasmar esos compromisos a través de un amplio acuerdo entre las dos grandes fuerzas políticas españolas, de una manera irreversible e inequívoca. Desde el Partido Popular vamos a trabajar para conseguirlo.

Licenciado en Derecho, funcionario por oposición del Cuerpo de Inspectores de Finanzas del Estado, exsecretario de Estado. En la actualidad es miembro del patronato de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES)