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La noción de que es preciso «democratizar la cultura» o que «la cultura debe ser democrática» ha adquirido en los últimos tiempos un carácter apodíctico. Considerado popularmente y de un modo mecánico como parte integrante del Estado de bienestar sobrevenido después de la II Guerra Mundial, nadie discute ya el derecho de todos los estratos sociales al acceso a todas las manifestaciones culturales, a través de museos, bibliotecas, teatros, salas de concierto, etc.; es más, la opinión mayoritaria es que tal acceso debe ser gratuito, máxime, naturalmente, cuando se trata de instituciones públicas, pero incluso cuando se trata de un acontecimiento artístico o musical debido a la iniciativa privada, no es raro escuchar voces que claman indignadas por tener que pagar para su disfrute.

Recientemente, esta difusa noción ha sufrido una sorprendente metamorfosis, así, frente al concepto de «democratización de la cultura», se ha acuñado ahora el de «democracia cultural». El primero se refiere a una idea de la cultura como un patrimonio acumulado históricamente, un caudal de riquezas, ya existentes, que sería necesario acercar a las masas, difundirlo entre ellas, lo que, desde ciertas posturas radicales, habría sido visto como una muestra de insufrible paternalismo. La «democracia cultural», por el contrario, defiende una situación en la que esas mismas masas definirían e incluso crearían su nueva cultura específica y propia.

Hay que señalar, sin embargo, que esta última versión no ha obtenido excesivo eco, al menos en Europa. La noción de «democratización de la cultura», por el contrario, sigue vigente entre nosotros y, a pesar de su decadencia, desde el punto de vista cualitativo, cuantitativamente goza, al parecer, de buena salud.

Se debe a André Malraux, inspirado en una efímera experiencia desarrollada por el socialista Leo Lagrange como ministro des Loisirs durante el gobierno del Frente Popular en Francia, la propuesta, efectuada en 1956, de creación de un ministerio que agrupase los distintos organismos relacionados con la creación o difusión de obras de arte, cuyo objetivo sería hacer accesible las principales obras de la Humanidad, al mayor número posible de gente, (empezando, todo hay que decirlo, por las obras francesas) y al mismo tiempo promover la creación de grandes obras de arte y de la mente. Para ello, aparte de «democratizar» las grandes instituciones culturales — museos, galerías, monumentos, bibliotecas, etc.—, Malraux planteó y desarrolló una auténtica red nacional de Maisons de la Culture, organismos polivalentes encaminados a la creación, en todas sus facetas, más que a la difusión.

Conviene tener en cuenta ciertas condiciones que influyeron en los proyectos de Malraux: en primer lugar, desde luego, la voluntad de recuperar para Francia, más concretamente para París, el protagonismo highbrow que había ostentado hasta la II Guerra Mundial, para perderlo después ante Nueva York. Por otro lado, el nuevo ministro, se dedicó con auténtico celo a desmontar las viejas instituciones que, hasta entonces, habían sostenido la creación y difusión artísticas, es decir, museos, academias y las Écoles des Beaux Arts, consideradas por él mismo residuos de una concepción elitista y, en definitiva, poco democrática del arte, que era preciso destruir, hacer tabula rasa como paso previo a su «Gran Visión».

Sin la capacidad de publicista, especialmente de sí mismo, que siempre caracterizó a Malraux, que incluso consiguió salvarle del bochornoso episodio del robo en Camboya de antigüedades Khmer a los 21 años, difícilmente hubiera conseguido embaucar a tanta gente, destacadamente al propio Charles de Gaulle, quien, aunque nunca confió en sus volubles convicciones políticas, seguramente quedó fascinado por ese proyecto de recuperación de La Grandeur que le prometía. Pero en definitiva, ¿en qué consistía la democratización cultural para Malraux? Ciñéndonos al tema del arte, la idea era hacer de la obra original algo redundante; la manera en que el arte ya fuera clásico o moderno podía alcanzar a un público cada vez más amplio era sencillamente sustituirlo por su reproducción mecánica, fotográfica; una reproducción, es necesario subrayar, cada vez más perfecta, capaz de revelar detalles insospechados de las obras originales, invisibles al ojo; un «museo de papel», que él definiría, de forma expeditiva, como su «museo imaginario» y cuyos primeros embajadores fueron la colección de libros titulada L’Univers des Formes y la revista L’Oeil, proyectos ambos promovidos por el ministro francés. Pero, además, se trataba, de mostrar las obras de arte fuera de cualquier contexto histórico, lejos de los rigores científicos propios de las disciplinas académicas tradicionales —tan elitistas—. Las publicaciones citadas y otras muchas que les siguieron buscaban mostrar formas como si éstas flotasen en un éter atemporal, indefinido, yuxtaponiéndolas a veces para mostrar semejanzas que, a través del tiempo y el espacio, mostrarían una especie de afinidad misteriosa; en suma, crear un Univers Autre que solo el ojo privilegiado de sofisticados dilettanti, formados en la ideología malrauxiana, sería capaz de reconocer pero que podían ofrecer a unas masas que abrigaban la ilusión de pertenecer a un escalón intelectual más alto.

Fuera, pues, engorrosas cronologías, fuera la inserción de la obra de arte en la historia global, fuera sus análisis iconográficos o iconológicos: el mundo era para aquellos capaces de saltarse la severidad de las disciplinas académicas hasta llegar a unos saberes accesibles solo a los iniciados.

Lo más sorprendente fue que el proyecto malrauxiano encontrase un eco prácticamente unánime en el resto de los países europeos, de modo que, paulatinamente, los restantes países occidentales fueron creando sus propias versiones del modelo francés. No, evidentemente, todos al mismo ritmo; los ingleses con su pragmatismo y liberalismo peculiares se resistieron hasta 1997 e incluso entonces el ente resultante fue fruto de la engorrosa unión de dos departamentos tan dispares como Culture, Media and Sports con Business, Innovation and Skills, y en cualquier caso, el peso de instituciones privadas, como el National Trust por ejemplo, siguió siendo definitivo en campos como la conservación y la difusión del patrimonio histórico. En los Estados Unidos, por su parte y como es bien conocido, no existe nada parecido a un Ministerio de Cultura e incluso los distintos National Endowments (para las Artes, las Humanidades, etc.) son en realidad Agencias Federales independientes.

Se trata, sin embargo, de excepciones en un panorama dominado por el modelo Malraux o, lo que es aún peor, por su caricatura, el modelo Jack Lang; las consecuencias en la Cultura de los distintos países no se han hecho esperar. En efecto, si históricamente la labor de promoción y creación cultural había recaído sobre patronos colectivos —la Iglesia, la Corona, la Aristocracia— o, posteriormente, tras la crisis del Ancien Régime, sobre patronos individuales —filántropos, grandes coleccionistas, etc.—, la usurpación por el Estado de esa labor de mecenazgo ha trastocado las sutiles relaciones antiguas entre patronos y creadores.

El principal factor de esta profunda transformación es económico: no existe potencial mecenas o patrono privado ni tampoco corporativo que, por muy adinerado que sea, pueda competir con los presupuestos del Estado. La capacidad de influir en creadores o incluso en «difusores» de la cultura por medio de subsidios, ayudas y subvenciones; la posibilidad de condicionar la misma creación cultural mediante concursos, competiciones, invitaciones a participar en bienales y otras exposiciones; en fin, la voluntad de dirigir la cultura en función de presupuestos externos a ella, en general políticos, no tiene parangón histórico ni admite competencia. En el caso español, por lo demás, esta situación aparece multiplicada diecisiete veces.

Efectivamente, si a la existencia de un presupuesto aparentemente inagotable, le añadimos la fragmentación de esa «política cultural» del Estado en diecisiete reproducciones de la misma a escala reducida, a veces en competencia unas con otras, el resultado no puede ser otra cosa que la caótica situación actual. Tomemos el caso de los museos y más específicamente el de los museos de arte contemporáneo, que tras la Transición parecían escasos. En 1989 se inauguraban dos importantes museos: en Valencia el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) y en Las Palmas de Gran Canaria el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM): veinte años después se habían inaugurado otros dieciocho museos más, solo de arte contemporáneo a un coste difícilmente calculable, aunque solo los siete construidos entre 1986 y 1995 se ha calculado que costaron 25.653 millones de las antiguas pesetas; todos ellos, por supuesto, en edificios de nueva planta o rehabilitados pero, en cualquier caso, «de autor», aunque careciesen prácticamente de colección o, incluso, de proyecto para formar una. Cada región autónoma quería su o sus museos; lo que fueran a exhibir o la labor que pretendían desarrollar en ellos quedaba en un segundo plano. Es evidente que algunos de estos museos, con directores o patronatos mejor preparados, han sabido seguir una ruta propia y se han consolidado como instituciones ágiles. Otros, máxime con la actual reducción de presupuestos, a duras penas pueden permanecer abiertos; pero nadie se atreve a realizar el cálculo de la inversión dividida por número de visitantes o por cualquier otra ratio que permitiera estimar, aunque fuera de forma aproximada, la rentabilidad, no ya económica, sino social de cada institución. De este modo, se ha ido creando una superestructura museística (pero también editorial, musical o teatral) que, aferrada a la financiación estatal, sobrevive e incluso se multiplica sin rendir cuentas (especialmente económicas) ante nadie y, lo que es peor, sin apenas conexión con el público, formando parte de un holding endogámico que incluye, además de los museos, las galerías de las que se abastecen, las revistas de arte cuyos críticos alientan tales empresas o, en fin, los organismos públicos y privados que promueven ciclos de conferencias o «jornadas» que prestan una proyección externa a las mismas.

Pero, si pasamos de los museos de arte contemporáneo españoles a otros museos más tradicionales, aquí la situación también presenta riesgos aparentes, irónicamente, en este caso por hacer uso de los ratios de visitantes por inversión. En efecto, se ha desarrollado un círculo vicioso al verse los museos comprometidos con sponsors privados y públicos que exigen un retorno de sus inversiones mensurable en número de visitantes mediante espectaculares exposiciones y no menos espectaculares ampliaciones de las instalaciones para hacerlas más seductoras, esfuerzo que requiere cada vez mayores inversiones.

En efecto, los museos deben hacer ahora su propio marketing, tienen que entrar en el circuito de aquellos centros recomendados por las revistas de arte, pero una vez captados los visitantes, estos tienen que ser seducidos como si su oferta se tratara de un producto comercial. Curiosamente, esta labor de difusión, «pedagógica» parece basarse en la premisa de que al público en general no le interesa el arte y que, por tanto, es preciso «vendérselo». El museo se convierte, así, en una especie de resort en el que el visitante puede encontrar entertainment de múltiples formas de modo que las verdaderas colecciones, su supuesta razón de ser, pero profundamente banalizadas, quedan relegadas a un limbo al que, si acaso, por mala conciencia, se acude para cumplir lo antes posible con el rito.

La ampliación del Louvre diseñada por I. M. Pei refleja a la perfección esa perversa metamorfosis de los museos: la entrada, a través de la espectacular pirámide, nos introduce en lo más parecido a un Shopping Center que pueda existir, por el que los visitantes deambulan como pedestres versiones de los flaneurs que Baudelaire describiera recorriendo los pasajes de París; en efecto, de la tienda de reproducciones a la librería, de la cafetería a los guardarropas o salas de baño, los visitantes vagan por un espacio desmesurado que empequeñece incluso las propias salas del Louvre, con una atención distraída y un creciente complejo de culpa por ir relegando el momento de entrar en el museo propiamente dicho.

Pero si el Grand Louvre de Pei puede parecernos un exceso, un objetivo self-defeating, en España tampoco podemos sentirnos superiores: en la mayoría de los museos renovados recientemente, empezando por el propio Prado y continuando, por ejemplo, por la recientísima renovación del Museo del Romanticismo madrileño, lo primero que encuentra el visitante, además de la taquilla, es la tienda y la cafetería, como si se tratara de señuelos capaces de atraer a los visitantes por encima o más allá del fastidioso «deber» de visitar las colecciones.

Una «producción cultural», como desde la izquierda gusta denominar la creación, por sus resonancias obreristas, tan fuertemente subvencionada que en casos como el del cine o de buena parte del arte contemporáneo se realiza a espaldas del demos para el que inicialmente iba destinado, y unos museos de difusión que terminan por expulsar de sus recintos los visitantes, son los resultados más tangibles de la apropiación por el Estado, como si fuera un mecenas insaciable, de los mecanismos y los presupuestos del antiguo patronazgo.

Catedrático de Historia del arte. Universidad de Sevilla.