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El escritor ante la barbarie. Stefan Zweig a la luz de sus biográfos

Stefan Zweig © Wiki Commons

Amémonos en el arte como los místicos se aman en Dios, y palidezca todo ante ese amor
Gustav Flaubert

En estos últimos meses, dos libros —distintos en su planteamiento, pero afines en el tema— han puesto a Stefan Zweig (Viena, 1881-Petrópolis, Brasil, 1942) en el candelero del mercado editorial español. Me refiero a Destellos de vida. Memorias (Global Rhythm/Papel de Liar, 2009), escrito por quien fuera la primera esposa del escritor austriaco, y a Las tres vidas de Stefan Zweig (Global Rhythm/Papel de Liar, 2009), del documentalista e investigador Oliver Matuschek, conocido por su catálogo e historia de la colección de autógrafos del biografiado Zweig. El estudio comparativo entre ambos volúmenes es inevitable, pues si bien hay datos coincidentes, como no podía ser de otra forma, también los hay divergentes y hasta contradictorios, obligando al lector atento a una revisión de ese grande de las letras europeas que fue el autor de Veinticuatro horas en la vida de una mujer y Novela de ajedrez.

Comenzaré reflexionando sobre el primero en su orden de publicación, de menor enjundia y rigor, el escrito por Friderike Zweig (Viena, 1882-Stamford, 1971), quien, según unos, no tuvo pudor en apropiarse del apellido de su afamado esposo aun después de divorciarse de él y, según ella misma, estaba en posesión de un documento legal que justificaba, y hasta la exhortaba, a este fin. Lo primero que llama la atención de la tal Friderike von Winternitz (y Zweig deja reveladora constancia en su diario de cómo sintió como si una ráfaga de aire helado hubiera entrado en la habitación cuando conoció a Von Winternitz) es que se trata de un volumen que rezuma esa forma de amor que es la devoción y la solicitud. Escrito por una mujer cuya vida giró, casi exclusivamente, en torno a la figura estelar de Zweig, sorprende la naturalidad con que su autora acepta ser designada por el poeta con la expresión «conejita mayor», dando por sobreentendido que su ardiente y adorado Zweig tuviera otras «conejitas menores» con que saciar su pasión. Llaman la atención los desvelos de esta mujer para, sin entrometerse en la creación de su marido —para la que Zweig, evidentemente, se bastaba—, velar para que él gozase de la tranquilidad necesaria para escribir y pudiera sobrellevar sus frecuentes e irracionales crisis de pesimismo. Pese a ser madre de dos hijas, a quienes naturalmente debía criar, y pese a los múltiples viajes que, como cosmopolita comme il faut, hizo junto a su esposo por Francia, Italia y Suiza, Friderike tuvo tiempo de acompañar muchos de los años de formación y placeres del reputado escritor; de alquilar una magnífica vivienda en la Kapuzinerberg de Salzburgo, donde compartieron días luminosos pero preñados de incertidumbre; de mantener una intensísima relación social, lejos de las corrientes chovinistas y alimentada por el intercambio cultural, así como una nutrida correspondencia con el propio Zweig y con muchas de las personalidades más destacadas de su momento (Albert Schweizer, Albert Einstein, Máximo Gorki, Romain Rolland y Joseph Roth, ente otros —sin olvidar músicos, actores y otras figuras de la farándula—, ofreciendo de todos ellos, en sus memorias, jugosas semblanzas); de acudir al teatro y a conciertos con envidiable frecuencia; de preocuparse para que las palabras de su marido, en cuanto escritor internacional, llegasen a todos los rincones del mundo; de emigrar a Norteamérica con sus hijas, dando testimonio de su temperamento luchador; y, en fin —que es lo que ahora nos ocupa—, de legarnos no sólo estos Destellos, sino su célebre Zweig, tal como yo lo viví (Stefan Zweig, wie ich ihn erlebte), así como una preciosa biografía del escritor en imágenes. Conforme se avanza en lectura de estos Destellos, la impresión de que detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer se hace más y más evidente.

De este «libro de recuerdos», tal y como la propia autora lo define, me ha interesado de modo particular los primeros compases de la relación entre Stefan y Friderike, allá por el año 12. Como no podía ser de otra forma entre escritores, todo fue gracias a un libro: los Himnos a la vida, del belga Emil Verhaeren, en traducción del pro- pio Zweig. Tras la lectura de aquellos poemas, y no sin haberse percatado de que el otrora bohemio era ya un ele- gante joven —conocido ya en los medios literarios—, Friderike tomó la iniciativa de enviarle una notita de agradecimiento. Fue así como «la providencia había hecho un primer intento no consumado de ponernos en contacto», confiesa la escritora. «Es posible que escenificásemos una pequeña comedia al subrayar el carácter literario de la floreciente amistad», sigue diciendo. A partir de ahí, las cartas —siempre con la redonda caligrafía de Zweig, en tinta lila— y los encuentros se suceden en las más diversas ciudades de la geografía europea: en Berlín, donde Stefan compró una cesta de naranjas que fue repartiendo entre los niños; en el barrio portuario de Sant Pauli (Hamburgo), donde «mujeres maquilladas se exhibían ante ventanales iluminados con farolillos rojos»; en la gloriosa soledad del macizo de Rosengarten; en Baden, conocida por sus balnearios, un escenario-preámbulo de su futura relación conyugal… Una escenografía del amor que, en expresión de Romain Rolland, servía al tiempo de hermanamiento con otros pueblos y propiciaba la camaradería entre artistas.

Al igual que sucede con el colosal El mundo de ayer. Memorias de un europeo, incomparablemente superior a los dos libros que aquí recensionamos, Destellos, que tan prometedoramente comienza, se desliza hacia la descripción del convulso mundo que al matrimonio Zweig le tocó vivir, exquisitamente burgués, culto y hasta refinado en primera instancia y, finalmente, terrible y hasta atroz a causa del nazismo y la conflagración bélica. La ventaja de tal opción es un friso del ambiente cultural de aquella Viena de principios de siglo, sin duda una de las etapas más gloriosas de la cultura europea y de la cultura en general; la contrapartida: la carencia de detalles o anécdotas, apartado, en cambio, en el que la obra de Matuschek es gozosamente generoso y hasta prolijo.

Hay, sin embargo, en todo el libro, que es una narración retrospectiva pero sobre todo una recopilación de fragmentos de diarios y de cartas, así como de textos de otras personalidades como Rilke o Louis Pasteur, una cierta intención de ventilar en público asuntos de índole netamente privada y, como no podía ser menos, Lotte Altmann, la segunda esposa del escritor, no sale muy bien parada. En efecto, aquella alocada secretaria, treinta años menor que Zweig, aparece en estas páginas como oportunista y usurpadora. Priman, no obstante, como ya he indicado, los apuntes sobre la complicada situación política de Austria allá en el 37, sobre la desaparición del Imperio Austrohúngaro y la Revolución Rusa, así como la narración de su cruda vivencia de la Segunda Guerra Mundial en París, con la expansión de los movimientos revolucionarios: todo aquello que Zweig no supo asumir y que le condujo, víctima de su extremada sensibilidad, a la premeditadísima y liberadora decisión de poner fin a sus días en Brasil. Mi conclusión es que Zweig, autor él mismo de memorables biografías, no hubiera escrito el tipo de libro que firmó su primera esposa.

Antes de entrar en Las tres vidas de Stefan Zweig es preciso dejar constancia de que Matuschek acusa a Friderike en el primer capítulo de su libro no sólo de silenciar algunos hechos relevantes, algo después de todo comprensible, sino de relatar sucesos sin la necesaria documentación, haciéndose valer exclusivamente de su memoria. También acusa a la autora de Destellos de manipular datos, con mejor o peor fortuna. Y no se trata de una acusación sin importancia, pues apunta a la caprichosa eliminación de algunos personajes, a la dolosa relativización de algunas declaraciones, a la popularidad que Friderike buscó con sus memorias y con la publicación del epistolario y, en fin, como yo mismo indicaba más arriba, a la implacable censura a que los pasajes que trataban sobre Lotte Altmann eran sometidos.

Para remediar tamaña imprecisión y agravios a la historia, Matuschek saca a colación a Alfred Zweig, el hermano de Stefan, con quien Friderike no tuvo sólo una relación tensa, sino de estricta rivalidad. Así fue: Alfred estuvo muy molesto con que Friderike se atreviera a describir episodios de la infancia de los Zweig, cuando ella, obviamente, no pudo estar allí. Alfred se enfadó al constatar que su padre era tachado de débil y su madre de caprichosa. Alfred no soportaba que Friderike se presenta- se como conciliadora ni que ocultase lo conflictiva que fue su convivencia con el autor de Jeremías en su residencia de Salzburgo. El caso es que, con el apoyo incondicional de los herederos del escritor —como Matuschek se encarga de subrayar—, el biógrafo se ha servido para Las tres vidas de todos los textos originales de Zweig, procedentes de colecciones privadas, bibliotecas y archivos de diferentes países, al igual que de un concienzudo análisis de la correspondencia que Zweig mantuvo con su hermano Alfred, con su amigo Richard Friedenthal, que fue quien administró su legado literario tras su muerte, y con Erich Fitzbauer, responsable de la Sociedad Internacional Stefan Zweig en la década de los cincuenta.

El resultado es una obra admirable por su rigor científico y esmero documental, así como entretenida por su es- tilo narrativo —claro y conciso—. Tanto el personaje como su época quedan bien delineados; el periodo histórico —la Europa central de entreguerras— se hace perfectamente comprensible; y figuras como Schnitzler, Strauss o Hoffmansthal cobran la auténtica dimensión que tuvieron en la vida de Zweig, que aparece aquí como quien realmente fue: no sólo un exitoso autor, sino una estrella mediática y popular de la literatura mundial. Los méritos de Matuschek, por ende, no son pequeños.

Pero lo que más me ha interesado de esta obra ha sido su estructura tripartita, que respeta la que el propio Zweig quiso dar sin éxito a su autobiografía, las múltiples anécdotas que trufan el texto —que obviamente dan una visión cabal y más completa del poeta— y, lo que considero capital, la imagen final que resulta del biografiado. De estas tres características quisiera dar cuenta a continuación.

La primera vida o etapa de Zweig versa sobre sus años de aprendizaje en la tonificante Viena finisecular, sus primeros escarceos amorosos y su obsesiva preocupación adolescente por fraguarse un sitio en el parnaso literario —con su temprana irrupción en la bohemia del Imperio—; este periodo concluye con el estallido de la Primera Guerra Mundial. La segunda vida o etapa describe su frustrada in- corporación a filas y las tareas burocráticas que desempeñó para el ejército austriaco, así como su éxito y brillo mundano durante dos decenios, las prolíficas décadas de los veinte y treinta, en que Zweig era traducido, casi in- mediatamente, al francés, italiano, inglés y español. La última vida o etapa, en fin —aquella que muestra a un Zweig semidiós pero, a la postre, demasiado humano—, trata sobre su doloroso trastorno bipolar, sobre su exilio por su condición judía, sobre su importantísima vocación pacifista e internacionalista, así como sobre la lamentable prohibición y quema de sus libros, «aquel aquelarre medieval de dementes en pleno corazón del país de los poetas y pensadores». Sobre esta plantilla, ante nuestros ojos lectores des- fila la enriquecida familia de los Zweig, provenientes de la actividad industrial; el indudable privilegio de los incontables viajes y formación universitaria del biografiado; su es- fuerzo titánico y talento para construir, al estilo de Thomas Mann, su propio destino; la constante edición de sus agudos y sofisticados relatos, de sus estimables ensayos —con su inconfundible y acertada fórmula en tríadas— y de sus decentes poesías, aun las más primerizas, de las que Zweig renegó en su madurez; así como la postrera postergación de toda su obra, tachada de anticuada por las nuevas generaciones y hoy, afortunadamente, recuperada y colocada en su correspondiente puesto de honor.

En segundo lugar —y esto es lo que personalmente prefiero de la obra de Matuschek—, las anécdotas: una paleta llena de colores por medio de los cuales accedemos al hombre que palpitaba tras el escritor. Me refiero a su aversión al colegio, del que ni siquiera al término de sus días era capaz de recordar nada bueno («lo llamábamos es- cuela y queríamos decir miedo, severidad, suplicio, coacción y cárcel», escribe); a su torpeza para el baile y los de- portes (no aprendió a montar en bicicleta en toda su vida); a sus suspensos en física y matemáticas, materias por las que no demostraba ninguna afición; a su ridícula admiración por Johannes Brahms —cuyos méritos desconocía, pero cuya fama suscitaba en él un efecto embriagador—; a su pueril imitación de firmas, fruto de las concienzudas comparaciones de autógrafos, que coleccionaba con enfermizo afán; a su habilidad para ser tan travieso como el que más, pero suficientemente hábil para ocultar su rebeldía; a su desmesurada afición a los cafés, donde, como es bien sabido, se gestaba la vida cultural del país; a su cautelosa reserva y discreción, hasta el punto que ni siquiera sus más allegados sabían qué escondía tras su correcta apariencia externa; a la impresión que le produjo que Friderike declarara, ya en su primera entrevista, lo trágico que se le antojaba tener hijos con un solo hombre; a sus cuidadosos viajes de formación a la India y a las Américas, de los que se deja constancia en algunas fotografías; a su profundo malestar ante las primeras críticas a sus publicaciones («Kalkbeck, el imbécil de siempre», dice sobre uno de los críticos del Neues Wiener Tageblatt); a su in- consciencia y hasta candor en lo que atañía a cuestiones financieras; a su prevención frente a cualquier relación afectiva, por el temor a que le robara demasiado tiempo y, en fin, a sus innumerables conquistas («Me insinúo a una dama y en un santiamén está conmigo en la cama a las cuatro de la madrugada»), así como a su pánico sexual («El erotismo me da pavor porque él me toma a mí y no yo a él»)… ¿Debo seguir? Como botón de muestra juzgo que es más que suficiente.

Por último, y más allá de la incuestionable calidad artística de la obra de Zweig y del poderoso vigor de su lenguaje, la imagen que resulta del escritor: la de un hombre que —apasionado por sí mismo, como demuestra que antepusiera su legado literario a todo lo demás— tuvo una extraordinaria sensibilidad social que, sin embargo, no supo hacerse cargo del nuevo mundo que estaba irrumpiendo y que, por ello, no pudo sobrevivir a la civilización que le tocó vivir. En efecto, azotado por el nazismo y el comunismo y arrasado por las nuevas clases sociales e ideologías, por las nuevas tecnologías y formas de expresión, Zweig y todos los de su élite no supieron reaccionar frente a los desafíos de su tiempo y fue barrido de la historia, por mucho que hoy, por fortuna, lo estemos recuperando. Pero el autor de la soberbia La impaciencia del corazón, así como del inolvidable Los ojos del hermano eterno, debe restar entre nosotros más allá de su decadentismo estilístico (Zweig ha envejecido muy bien) y de su miopía política. Debe restar y resta por haber edificado una vida desde al amor a los libros como baluarte con que hacer frente a la barbarie. En este sentido, no menos importante que el estrictamente literario —pues apunta a la actitud ética del escritor ante su tiempo y a su ineludible responsabilidad—, Stefan Zweig permanece en los archivos de la historia por su acusada preocupación por construir una Europa auténticamente civilizada, que hunda sus raíces en algo más hondo que los meros intereses comerciales o la economía.

Concluyo con las palabras de C. Thompson, uno de los más fervientes discípulos del escritor, recogidas por Friderike Zweig y que yo suscribo en toda su magnitud: «Ningún otro poeta me ha hecho comprender tan convincentemente el ideario humanista y la necesidad de permanecer firmes en la defensa de las ideas […]. No encontré a ningún otro pensador con un sentido de la justicia tan categórico, firme e inmarcesible; su capacidad de juicio florecía en un himno a la humanidad, incluso cuando hablaba de la mezquindad y las imperfecciones». Por su- puesto que el suelo se agrietó a los pies de Zweig, quien, cual testigo lúcido de este resquebrajamiento y preso de una melancolía venenosa, prefirió ser el artífice de su propio final antes que otra de sus víctimas. Sí, pero en su existencia de contrastes supo mantener el tesoro de su libertad interior, convencido de que la misión del escritor durante la guerra no es sino escribir. Más que por la belleza y fulgor de sus palabras —si es que todavía hay alguien que dude de esto—, la razón por la que se consagró a las letras fue, en mi opinión, para que no desaparecieran de la faz de la tierra las huellas del horror.

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