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«Entre la agonía de la muerte y la ilusión de la novia,
aquí estoy, aguardando la inspiración».

Toda novela contiene una teoría de la novela; siempre ha sido así, pero hoy más que nunca, cuando lo propio de la posmodernidad literaria es que la poesía, sin dejar de serlo, sea también poética, por así decir. Ese es el caso de Una fiesta en el jardín, publicada por Alianza Editorial y traducida excelentemente del húngaro por Adan Kovacsics. De este libro extraordinario —tanto, al menos, como El tambor de hojalata, de Günter Grass— es preciso subrayar el concepto de literatura que se profesa y practica como espacio del yo; como un reino de la mentira y su revés; y como una aventura imposible y al mismo tiempo, y sin embargo, real. Konrád lo declara con heladora sinceridad, al afirmar: «Si tuviera que elegir entre Dios y la literatura, elegiría la literatura. Ser novelista significa rebelarse contra la singularidad de Dios» (p. 50). El novelista, pues, alter deus, ¿alguien da más?

En su propio quehacer literario, Konrád, víctima del comunismo, es fiel a esta idea de laliteratura como reflexión de sí, por lo que llegará a afirmar que « no existe actividad más equívoca que la escritura: el cerebro se describe a sí mismo. Mi reflejo me mira a la cara» (p, 23). De que con su Fiesta Konrád ha puesto su mirada en el espejo, no hay duda, puesto que esta novela inmensa es, sobre todo, una confesión. Porque, para Konrád, «la novela, más que un género es un medio. Una obra extensa en prosa»: un lugar donde se puede meter de todo, sin otra regla que la de no resultar aburrido. Como «Una larga carta a los amigos», sentencia el autor (y a este húngaro le encanta salpicar su texto de frases ingeniosas). Así las cosas, este libro, que «no empieza ni acaba nunca» (p. 29), «se mueve en la frontera entre la reflexión, el cuento y el testimonio». £s «una novela sobre una novela ficticia», en la que el autor presenta su obra y —al tiempo— su modus operandi al lector, de forma que el resultado no es una novela ni un ensayo, ni un diario, ni unas memorias, sino algo así como «el índice de otro libro» (p. 51).

La siguiente declaración de principios es imprescindible para comprender esta Fiesta en el jardín «La literatura me aburre. Leo con cierta repugnancia las cartas de Flaubert sobre la santidad del arte. Me aburren los personajes inventados y las tramas inventadas. Pocas veces consigo leer una novela hasta el final. Resulta extraño, pero el hecho es que los novelistas no suelen leer novelas. Muchas palabras y pocas observaciones exactas. ¡Madre mía, cuánta verborrea! Este, por ejemplo… ¡cuántas palabras necesita para imaginar ser alguien que no es! ¿Para qué hacerte pasar por alguien que no eres? Un autor simula ser el cronista de los hechos ocurridos; el otro hace aparecer un manuscrito perdido; el tercero transmite cuanto le dijo un desconocido en el tren. También podrías escribir lo que pensarías si fueras ballenero o atracador de bancos. Porque al menos tendrías más acción que esta pérdida de tiempo con las palabras. En todas mis novelas, me he descrito más viejo de lo que soy y me he atribuido una biografía más rica en aventuras. Con el paso de los años, sin embargo, comenzamos a considerar digno de describir incluso aquello que antes desechábamos. El joven escritor teme que su pequeño morral no sea tema para la literatura. Ahora ya sé que mis amigos son más interesantes que los personajes de mis novelas. Mis amigos se crearon a sí mismos con mayor inspiración, con el enorme esfuerzo de toda una vida» (p, 51).

Personalmente, no estoy de acuerdo con Konrad cuando escribe que «no es ésta una novela como Dios manda». Lo es, y por eso he titulado esta glosa-comentario de esta manera. Apruebo que «cada personaje busque su propio futuro», llegando incluso a autopresentarse, a declarar que quieren contar sus avatares e incluso a permitirse dar consejos al autor. Éste, por su parte, nos aclara en el propio texto novelístico los oficios con que se vincula: «El artesano, el carpintero o el apicultor me son más próximos que el obrero industrial o el oficinista»; su gozo y su pena y hasta su modo de organizar una jomada: «Mi día de trabajo empieza temprano en la cama y ni siquiera se interrumpe de noche cuando sueño. Es, por así decirlo, un día de trabajo vitalicio».

Una cosa parece clara: la libertad del creador—como la del mismísimo Dioses absoluta. Escribir es una continua trasgresión, una continua violación de fronteras». Y Konrád las viola, claro que las viola, más o menos justificadamente o —mejor— con mayor o menor fortuna.

En definitiva, este arriesgadísimo libro —novela de una novela— se ha convertido en un auténtico cajón de sastre, al que a su artífice, tal vez, se le haya ido a veces de las manos —o que sea a mí a quien se le haya escapado—. Carece de esa unidad incontestable y compacta que, por citar otra novela centroeuropea, tiene La broma, de Milán Kundera. Porque Konrád, de quien hasta ahora sólo conocíamos en castellano El cómplice (Alfaguara, 1987), quiere contamos demasiadas cosas y, aunque tiene la disciplina de la frase, no posee la de la historia.

Ahora bien, esta pequeñísima objeción de lo que no es más que resultado de la ambición del autor, no empaña la soberbia y apabullante personalidad narrativa que Lite tras estas páginas. Una fiesta es un libro claramente centroeuropeo, heredero y continuador de esa tradición, posiblemente la mejor de la literatura del XX. Como Thomas Mann, Konrád tiene una implacable mirada de entomólogo, capaz de ventilar una atmósfera en cuatro líneas. Como botón de muestra, sirva esta descripción: «Han dejado atrás los años y están sentadas con sombreros y chales de seda; todavía disfrutan de la tarta de chocolate con nata. Tienen una mesa reservada, juntas fueron a la escuela, se birlaron los respectivos amantes, enviudaron y enterraron a sus hijos suicidas; tienen problemas digestivos y puentes de oro en la boca y sus ojos expresan una sabiduría ladina y curtida por el tiempo. Suelen nadar juntas por las mañanas, cuerpo pegado a cuerpo en la piscina; se cuentan lo que cocinaron el día anterior, discuten la última dieta de moda; una de ellas tiene una mujer de la limpieza que es un ángel, la otra una que es una bestia y una mangante. Cuando alguien entra no tardan ni un segundo en examinarlo desde los zapatos hasta los guantes de seda», ¿No podríamos decir que conocemos bien, a la perfección, a estas señoras? Posiblemente, no se equivoca Konrád al asegurarnos: «Mi vida no habrá sido más rica en acontecimientos que la de otros. Sólo la repetición en la imaginación la hace rica, El objeto resulta tanto más misterioso cuanto más intensa es la atención».

Por si esto fuera poco, el texto está salpicado de hermosísimos destellos líricos: «En el tapiz de! respaldo un ermitaño y un ángel hablan a orillas de un lago»; «el alma tirita de frío y pide volver con su madre»; «guardé el puño en el bolsillo de mi pantalón con el mismo cuidado que si llevara una golondrina».

Lo diré de una vez: esta prosa me parece superior a la de la mayoría de los últimos premios Nobel. Quien fuera presidente del PEN Club del 90 al 93 ha nacido para escribir o, al menos, ha escrito mucho, es posible que a lo largo de toda la vida. Y ha llegado a ese punto donde escribe como le da la gana, sin piedad para con el lector, sin indulgencia con quienes no tienen ni tendrán la paciencia de leerle. Konrád sabe bien que el lector le tomará al principio por un loco, que luego empezará a dudar y a crear su propia novela —que es lo que en el fondo quiere—: Me encanta imaginar un libro con anillas cuyas hojas se puedan sacar y cambiar de orden según el gusto de cada uno».

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«Entre la agonía de la muerte y la ilusión de la novia, aquí estoy, aguardando la inspiración». Con esta cita, quedan enunciados los tres temas fundamentales sobre los que reflexiona este maestro de la inseguridad, que es Konrád: la muerte (la decadencia, el holocausto), la novia {el amor, la mujer) y la inspiración (la literatura, la creación).

Al acabar la lectura de esta novela, son innumerables las sensaciones e ideas que se agolpan en mi mente y en mi corazón, rendidos a la genialidad de Konrád. Quedan, ciertamente, muchas consideraciones de carácter filosófico, sea sobre la condición humana en general, sobre la vejez o decadencia física, sobre la tarea del intelectual, sobre el nomadismo, sobre la identidad centroeuropea de «los resignados habitantes de los países del Este», que no podemos abordar en esta ocasión. Consciente de que «cada instante es muchísimo más que su huella», y de que «es imposible saber lo que ocurrió», Gyórgy Konrád ha realizado esta empresa narrativa de forma magistral, poniéndose entre paréntesis—como superviviente que es—, sin sentirse ofendido —pues sabe que su único instrumento es la palabra— y sin necesidad de justificarse —sólo de relatar la odisea del individuo frente a la sociedad, que es el eterno tema de toda novela.

Doctor en Teología, escritor y crítico literario.