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Pablo d’Ors. Sacerdote, escritor y fundador de la red de meditadores Amigos del desierto, nació en Madrid en 1963. Tras graduarse en Nueva York y estudiar Filosofía y Teología en Roma, Praga y Viena, se doctoró en Roma en 1996. Cinco años antes había sido ordenado sacerdote. Desde 2014 es consejero cultural del Vaticano, por designación expresa del papa Francisco. Su obra literaria, publicada en Galaxia Gutenberg, ha sido traducida a las principales lenguas europeas. Entre sus libros destaca Biografía del silencio, que marcó un hito en la historia del ensayo español. Su última obra publicada, Biografía de la luz, propone una lectura mística del evangelio.


Avance

El cristianismo aterriza en la llamada era de la posverdad como lo que es, algo vivo que cambia, se transforma. (Nota: al autor le pone nervioso el término «posverdad» porque para él la verdad no entraña ningún misterio: sus frutos la hacen evidente). Dicho esto lanza una pregunta que es una propuesta: «¿podríamos minimizar el sufrimiento humano, o incluso suprimirlo, si dejamos de asociar, como hemos hecho durante estos veinte siglos, amor y dolor? ¿Y si lo que ha hecho la teología […] ha sido exaltar el valor redentor del dolor y, con ello, incrementar el sufrimiento humano?». La propuesta, por medio de un ejemplo, es cambiar la palabra «sacrificio» por «entrega», dejar de hacer hincapié en el coste y hacerlo en la motivación. Jesús se entregó y padeció por ello. Por si hay algunos que lo ponen en entredicho, esta es la postura de Pablo d’Ors, que de nuevo pregunta si es posible, en esta llamada era de la posverdad, liberarnos definitivamente del sufrimiento sin abandonar la todavía actual cosmovisión cristiana. Y él cree que sí. Entre las razones, «la humanidad entera está subiendo de nivel de conciencia y, en eso que llamamos humanidad, también estamos los cristianos» y «estamos asistiendo a lo que bien podríamos llamar la globalización del despertar contemplativo. Que hoy haya decenas de miles de cristianos meditando cada día es importantísimo, pues implica que mucha gente (yo entre ellos) está poniendo su mente en el corazón». Esto es importante porque «lo que los contemplativos descubren —descubrimos— es que el conocimiento del corazón es conocimiento divino. Esto nos da un conocimiento no sólo inmediato, sino irrefutable: Hemos visto, hemos oído». Así llega la invitación a la transformación, a la conversión.

En ocasiones se siente que el evangelio no llega, no toca ni enraiza, Pablo d’Ors cree que es «porque pensamos que nos lo sabemos. Porque lo hemos domesticado. Pero el evangelio habla de encuentros transformadores, lo que significa que, si no entramos en la lógica de la transformación personal, nunca podremos entenderlo. Cristo apela directamente a tu corazón, y si tu corazón no se conmueve cuando le escuchas es que no es a él a quien estás escuchando».

Y prosigue con confianza: «A nuestra generación, llamada de la posverdad, se le está ofreciendo la oportunidad de descubrir el verdadero cristianismo, nuestro patrimonio espiritual, y despertar. No estoy hablando de un simple despertar personal o individual, sino de un despertar general, de la globalización del despertar. No digo estas palabras para inflamar a nadie, sino porque veo claramente que estamos en una encrucijada y que esta es nuestra oportunidad».


Comenzaré esta reflexión por la posverdad, un término que —lo
reconozco— me pone muy nervioso, pues está dictado desde la ignorancia y, por eso mismo, genera más ignorancia aún. Tan cierto es que el pensamiento contemporáneo no busca ya la verdad —pues ha dejado de creer en ella—, como que el arte contemporáneo tampoco busca ya la belleza, conformándose con la mera expresión. Pero la verdad sigue ahí, sin embargo, a nuestro alcance; otra cosa es que estemos ofuscados y que nos empeñemos en negarla.

Para pensar bien necesitamos la información correcta. Con la información correcta, debidamente integrada, podremos no ser víctimas de nuestro pensamiento, sino dirigirlo voluntariamente.

Lo único que hay que comprender sobre este particular es que la verdad se reconoce por sus frutos.

Si un pensamiento te conduce a la armonía, al amor, a la aceptación o a la paz, ese pensamiento tiene más de verdad que otro que te conduzca al oprobio, la angustia o la desesperación. Es tan sencillo como que «por sus frutos los reconoceréis». Un manzano que da buenas manzanas, lo mires como lo mires, es un buen manzano. Una persona que genera alegría y esperanza en sus semejantes, le mires como le mires, es una buena persona. La verdad es reconocible porque sus frutos están en consonancia con ella. Los pensadores de la sombra, es decir, casi todos, están equivocados —hay que decirlo claramente—, lo que no significa, desde luego, que lo que escriban o digan no pueda ser culturalmente interesante. Todo lo interesante que quieras, pero no contribuyen, ciertamente, al crecimiento de la humanidad, sino que más bien lo ralentizan. Dicho esto, una palabra sobre el cristianismo.

El cristianismo no está cerrado. No podemos decir «esto es el cristianismo y ya está», como seguramente pretenden algunos.

El cristianismo está vivo y, como todo organismo vivo, está evolucionado, con lo que es de suponer que cambiará, y mucho seguramente. Es lo esperable (o, al menos, yo lo espero) y, por supuesto, lo deseable,

puesto que detener el crecimiento es, necesariamente, estancamiento y, finalmente, involución. Voy a cumplir sesenta años en breve y, aunque es cierto que soy el mismo que era cuando tenía diez, veinte o treinta años, hay una verdad mucho más profunda que esa: he cambiado muchísimo, apenas me reconozco en comportamientos o en actitudes que tuve hace pocos años; y, si esto me ha pasado a mí, ¿por qué no habría de suceder algo parecido con el cristianismo?

Pondré un ejemplo concreto con el que ilustrar esta idea. En sus dos milenios de existencia, el cristianismo se ha sostenido desde su interpretación de la redención desde la categoría «sacrificio», es decir, desde la cruz. Pero yo me pregunto: ¿podríamos minimizar el sufrimiento humano, o incluso suprimirlo, si dejamos de asociar, como hemos hecho durante estos veinte siglos, amor y dolor? ¿Y si lo que ha hecho la teología —y esta no es una pregunta malintencionada— ha sido exaltar el valor redentor del dolor y, con ello, incrementar el sufrimiento humano? Creo que merece la pena intentar pensarlo todo desde el principio y de otra manera, aunque solo sea a modo de experimento.

La psicología y la filosofía contemporáneas están descubriendo, como nunca hasta ahora, el poder de la mente, lo que entre otras cosas significa que, si pensamos diferentemente, viviremos diferentemente. Si dejamos de dar tanta importancia al sufrimiento, el sufrimiento dejara de tener tanta importancia —parece claro— y habremos empezado a liberarnos de él. Nadie, que yo sepa, ha afrontado todavía algo así en la tradición cristiana y, por otra parte, a estas alturas ya no es posible no afrontarlo.

Mi propuesta sería —y repito que se trata sólo de un ejemplo, pues esto mismo habría que hacer en tantos otros frentes— sustituir la categoría «sacrificio», tan asociada al sufrimiento, por la de «entrega», infinitamente más positiva.

Porque una madre se entrega a su hijo recién nacido, no se sacrifica por él. Decir que se sacrifica por él supone poner el acento en el coste más que en la motivación; y la motivación, bien purificada, ¡no tiene costes! O, digamos, tiene costes muy llevaderos.

La primera objeción a un planteamiento de esta índole es, seguramente, ésta: ¿Es que no sufrió Jesucristo? ¿No padeció al ver cómo Judas le traicionaba, Pedro le negaba y todos le dejaban solo? Pero —ahora soy yo quien respondo, y lo hago con más preguntas—, ¿le dejaron todos realmente solo? ¿No estuvieron las santas mujeres con él, hasta donde podían estar, todo el rato? ¿Por qué hemos exaltado la soledad de Jesús —que acentúa su drama— y no la compañía femenina, de la que indudablemente disfrutó? Esta es una línea de pensamiento que pone a la mujer en un primer plano y que, más allá de feminismos, merece ser tenida en cuenta.

Lo que hace el Maestro Jesús en su pasión y muerte no es sacrificarse, sino entregarse. Y lo que entrega es el cuerpo y la mente, encomendando al Padre solo su espíritu: «en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu», dice de hecho. La resurrección es, precisamente, la manera en que Jesús entrega su cuerpo y su mente para acceder a una realidad espiritual —el Padre—, que trasciende ese cuerpo y esa mente (Cristo es más que Jesús de Nazaret), pero que de algún modo los incluye (pero Cristo no es sin el Jesús que fue). Este pasaje, pintado dramáticamente por la tradición eclesial, debe seguir siendo pintado, pero con una paleta de distintos colores.

Hay autores que sostienen que, contra lo que pudiera parecer, Jesús no sufrió en su Pasión: que una persona con su nivel de conciencia sencillamente no podía sufrir. Esta tesis nos deja completamente descolocados, primero porque nos resulta impensable que cualquier ser humano, por muy hijo de Dios que pueda ser, sea capaz de atravesar los tormentos que a Jesús le tocó atravesar sin inmutarse; pero también porque llevamos toda la vida alimentando la creencia de que la salvación nos viene por la cruz, es decir, por un Salvador, o sea, por alguien que está fuera. A ese hombre de otro siglo y de otra geografía le hemos revestido con los rasgos del héroe: se esforzó, superó la prueba, nos dejó su legado a costa de sí mismo. Habría que revisar hasta qué punto ésta no es una creencia mítica (es decir, del nivel mítico de la evolución), que veinte siglos de teología han intentado, como buenamente han podido, racionalizar. Dicho más claramente, o en eso confío:

¿podemos subir nuestro nivel de consciencia, en esta llamada era de la posverdad, y liberarnos definitivamente del sufrimiento sin abandonar la todavía actual cosmovisión cristiana?

Todos sin excepción nos ponemos a la defensiva cuando se ponen en cuestión nuestras creencias más firmes, es natural. Pero la reflexión es para poner en cuestión las creencias, para indagar en su consistencia.

Por mi parte, sigo creyendo que Jesús de Nazaret sufrió en su pasión y muerte, aunque dudo de que su sufrimiento pueda ser comparable al que solemos padecer nosotros. Lo que sufre en nosotros cuando somos traicionados, negados o abandonados, es el ego, que no cree merecerse un trato semejante. Nosotros sufrimos porque tenemos la mirada fuera, en lo que hacen los otros, y porque nos vivimos como víctimas. El sufrimiento de Jesús en su Pasión y muerte no se lo causó su ego, que ya tenía trascendido, sino nosotros, la condición humana, tan aferrada a lo oscuro. No sufrió por causa de nuestra oscuridad, sino que sufrió nuestra oscuridad. Sufrió porque se había identificado con nosotros y era nosotros, pero no en calidad del individuo Jesús de Nazaret, hijo de José. Podemos formularlo de otra manera: Jesús tenía que redimir todavía la sombra colectiva, no la suya personal.

El cristianismo puede (y debe) renovarse en esta era de la posverdad porque la humanidad entera está subiendo de nivel de conciencia y, en eso que llamamos humanidad, también estamos los cristianos. Cuando digo subir el nivel de conciencia quiero decir que se está abriendo, gracias fundamentalmente a la física cuántica, un nuevo paradigma de la realidad: no ya la razón, sino la consciencia. En esta nueva era en la que estamos entrando, que deja atrás, aunque incluyéndolas, no suprimiéndolas, la era mágica, mítica y racional, todo, también el fenómeno del cristianismo, se entiende (y vive) con mayor profundidad. Las cosas están cambiando de hecho en la Iglesia en estas últimas cinco o seis décadas, pues estamos asistiendo a lo que bien podríamos llamar la globalización del despertar contemplativo. Que hoy haya decenas de miles de cristianos meditando cada día es importantísimo, pues implica que mucha gente (yo entre ellos) está poniendo su mente en el corazón, para así conectar con su maestro interior. Meditar —insisto continuamente en ello— es buscar una conexión de corazón a corazón,

entendiendo el corazón como lo que nos permite viajar por el eje horizontal de nuestra vida temporal y, al tiempo, mantenernos alineados con el eje vertical de la realidad atemporal.

Lo que los contemplativos descubren —descubrimos— es que el conocimiento del corazón es conocimiento divino. Esto nos da un conocimiento no sólo inmediato, sino irrefutable: Hemos visto, hemos oído. ¿Y qué hemos visto y oído? Que no se trata de admirar a Jesús, sino de adquirir su consciencia. Que Jesús es un maestro de consciencia y que, como tal, nos invita a consagrarnos a la transformación de la nuestra, a la conversión.

Con esa palabra, conversión, empieza la predicación de Jesús. La palabra metanoia se ha entendido normalmente como arrepentimiento por haber hecho cosas malas. Pero nada de eso, por supuesto. La palabra metanoia es un término que se divide en meta, que puede traducirse como más allá, y noia, es decir, mente: o sea: ir más allá de la mente, entrar en la gran mente, en la gran mente de Cristo, que diría san Pablo. Entender esto, supone haber sacado las consecuencias de este dicho de Jesús: No hay nada fuera del hombre que al entrar en él pueda contaminarlo; sino que lo que sale de adentro del hombre es lo que contamina al hombre (Mc. 7,15). El problema no está fuera, está dentro. En Occidente hemos montado una civilización tratando de negociar con lo de ahí afuera, pero no se trata de eso en absoluto. El cristianismo de la era de la posverdad nos dirá, efectivamente, de qué se trata.

Si el evangelio no llega hoy a nuestros contemporáneos es porque pensamos que nos lo sabemos. Porque lo hemos domesticado. Pero el evangelio habla de encuentros transformadores, lo que significa que, si no entramos en la lógica de la transformación personal, nunca podremos entenderlo. Cristo apela directamente a tu corazón, y si tu corazón no se conmueve cuando le escuchas es que no es a él a quien estás escuchando.

A nuestra generación, llamada de la posverdad, se le está ofreciendo la oportunidad de descubrir el verdadero cristianismo, nuestro patrimonio espiritual, y despertar. No estoy hablando de un simple despertar personal o individual, sino de un despertar general, de la globalización del despertar. No digo estas palabras para inflamar a nadie, sino porque veo claramente que estamos en una encrucijada y que esta es nuestra oportunidad.

Lo repetiré: el cristianismo está naciendo en esta época. Si no fuera así, no sería cristianismo, puesto que sólo está vivo lo que está naciendo aquí y ahora.

Jesucristo fue un meteorito en su época, y dos mil años después seguimos siendo afectados por esta experiencia. A nuestra generación se le está ofreciendo la oportunidad de, como generación, despertar. ¿Alguien se apunta?

Doctor en Teología, escritor y crítico literario.