Magnífica novela breve de corte neorrealista, triste y por momentos de una gran dureza, sin contemplaciones, El camino que va a la ciudad sería el primer libro publicado por Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991) y uno de los más bellos de toda su producción.
Como cuenta en el prólogo la misma autora, comenzaría a escribirla en 1941, cuando ya hacía un año que ella y su marido, Leone Ginzburg (Odesa, 1919-Roma, Cárcel de Regina Coeli, 1944), conocido intelectual judío antifascista, habían sido desterrados, por motivos raciales y políticos, junto a sus dos hijos pequeños, a los Abruzzos, en la localidad de Pizzoli, donde estarían hasta 1943. Un lugar de exilio obligado que, lo mismo que sucedería con otros famosos artistas y escritores de aquella Italia mussoliniana, como es el caso de Carlo Levi, autor de un célebre y maravilloso libro de memorias, Cristo se paró en Éboli (1945), representaría para todos estos confinados una mezcla indisoluble de amor y odio. Así lo confesará esta gran escritora que fue Ginzburg, una de las más grandes autoras italianas junto a Elsa Morante (mujer de Moravia), del pasado siglo: «Cuando terminé la novela descubrí que, si había en ella algo vivo, surgía de los lazos de amor y odio que me unían a aquel pueblo».
Natalia se vería obligada a publicar su obra con seudónimo a causa de las leyes raciales vigentes entonces en Italia
La joven Natalia, hija de un famoso científico judío de Turín, Giuseppe Levi (retratado de forma inolvidable, junto a muchos otros, en su libro o gran clásico Léxico familiar), a causa de las leyes raciales vigentes entonces en Italia, se vería obligada a publicar su obra con el seudónimo de Alessandra Tornimparte. Una vez acabada la guerra sería reeditado ya con su propio nombre. En 1941, justo cuando se ponía a escribirlo, de forma algo abrupta, su gran amigo Cesare Pavese, plasmado también de forma magistral y emocionante en sus magníficos ensayos Las pequeñas virtudes, le diría en una carta: «Querida Natalia, deje ya de tener hijos y póngase a escribir un libro más bello que el mío». Pavese se refería a su primer reto narrativo y uno de los más míticos relatos del neorrealismo, corriente entonces ya asentada con la mayor de las energías, su novela Paesi tuoi (De tu tierra), escrita en 1939 pero publicada en 1941.
Amparada en el melancólico y amargo regusto de las ilusiones perdidas de la primera juventud, la que lanza a los seres humanos a las líneas generales, muchas veces irrevocables, muchas veces caprichosas y misteriosas, de lo que será en el futuro su vida, El camino que va a la ciudad, con un estilo directo y simple, muchas veces coloquial, tenía las dotes concisas, ásperas, despojadas y recortadas de todo lo superfluo de autores muy queridos por ella como Chéjov. El volumen está acompañado por otros tres de sus primeros relatos, Una ausencia, Una casa en la playa y el espléndido y desolador Mi marido (1941), girando todos ellos en torno al tema de la infelicidad conyugal.
La historia de la adolescente Delia, que solo sueña con casarse como sea y escapar de su humilde familia que la avergüenza, cobraría más tarde para la joven Natalia una inusitada dimensión dramática. En 1943, tras la invasión de Sicilia por las tropas aliadas y la caída de Mussolini, Leone Ginzburg regresó a Roma, dejando a su familia en los Abruzzos. Cuando la Alemania nazi los ocupó en septiembre, Natalia y sus tres hijos abandonaron Pizzoli en un camión alemán, alegando que eran refugiados de guerra que habían perdido su documentación. En Roma, Natalia se reunió con su marido, Leone, uno de los jefes de la Resistencia en la capital, que vivía en la clandestinidad. Pero sería por muy poco tiempo, porque a los veinte días lo detendría la Gestapo y moriría poco después en la cárcel, a causa de las torturas.
En su prólogo al libro, Natalia Ginzburg diría que tener a su madre lejos le había hecho sentir una gran nostalgia y le había obligado, en cierta manera, a escribir algo que le gustara a ella, algo que «no fuera demasiado largo y aburrido», ya que ese tipo de novelas le horrorizaban a su progenitora. Se proponía ser «lo más directa y esquemática posible y que cada una de mis frases fuese como un latigazo, una bofetada». Y desde luego lo logró.
Contada con un lenguaje sencillo e ingenuo, esta obra que perfora de forma magistral en un interior femenino adolescente es la historia de una chica pobre que escoge, siguiendo el ejemplo único que tiene en la vida de su hermana un año mayor, casarse para escapar «del aburrimiento» y de su miserable existencia. Por la calle, en la ciudad, adonde se dirige cada día desde su pequeño pueblo campesino de los alrededores, ve chicas que van a la escuela, que van a bañarse, que bromean entre ellas diciendo tonterías, que bailan y que parecen felices, en definitiva.
«¿Por qué yo no soy una de ellas?», se pregunta Delia. «El camino que va a la ciudad» es para Delia el camino que lleva a la felicidad, hacia una nueva vida. Una nueva vida que, poco a poco, significará también el fin de todas sus ilusiones y pequeñas ambiciones.
Una obra la de Ginzburg, de frases breves y fulminantes, sin adornos, que encadenan vertiginosamente encantamientos muy pronto defraudados. Con ella Natalia Ginzburg, como Balzac en Las ilusiones perdidas o Flaubert en La educación sentimental, quiso simbolizar el cruel ingreso en la vida y el sistema, la elección que no era tal elección, sino únicamente perpetuación del camino. La extrañeza, la rebeldía, la huida, el sentimiento de no pertenencia a nadie ni a nada de la joven recién salida de la adolescencia durará poco. Todo habrá sido un vano e inútil acto de pasiones muy pronto abortadas: el embarazo escandaloso casi inmediatamente se verá transmutado en norma ejemplar, en automático y expeditivo ingreso en una nueva cárcel, la del matrimonio burgués, esta vez sí tenazmente buscada y conseguida.
Y varias constantes en estos relatos de búsquedas infructuosas, confusas, atropelladas, cruzadas, de la felicidad. Todos parecen amar a la persona inconveniente, como es el caso del joven obrero Nini, un huérfano que se ha criado en la pobre casa de Delia, o como el torturado doctor enamorado de una pequeña y andrajosa campesina que alimentó y salvó cuando era niña. A la vez, todos son incapaces de despertar el amor en las personas que de verdad les insuflan la vida, a veces de una forma salvaje, irracional, devoradora, que ellos mismos, en su desesperación, no llegan a explicarse.