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FUNDAMENTOS DE PARTIDA PARA LA CORRECCIÓN DE UNA SITUACIÓN DEFICIENTE

A la hora de plantearse esta cuestión, resulta sumamente difícil entrar en consideraciones detalladas sobre las diversas titulaciones que ya existen o puedan existir en el futuro. La heterogeneidad de las universidades y de los entornos sociales en los que se insertan, tanto en lo que hace referencia a sus tejidos productivos como a sus mercados laborales, así como la carencia de series estadísticas contrastadas y fiables —más allá de las meras encuestas— sobre inserción y progresión profesional de los titulados universitarios, aconsejan no entrar por el momento en la formulación de propuestas apresuradas sobre qué titulaciones concretas sobran y cuáles faltan en nuestro actual mapa de titulaciones1.

Pero sí podemos entrar de lleno en las orientaciones generales que deben seguirse para corregir la situación actual, sobre la que existe un consenso generalizado en calificarla de deficiente. Sabemos que siempre debe ser la demanda de los empleadores, y no la oferta de formadores, la que debe marcar las pautas de actuación a la hora de programar y actualizar las enseñanzas superiores; que deben establecerse los perfiles de formación de cualquier titulación pensando siempre en el interés general y no en los intereses de grupos o cuerpos constituidos; que los programas formativos deben orientarse más a aprender a actualizarse en el puesto de trabajo que a proporcionar todo el saber disponible, y que los titulados universitarios, además de adquirir conocimientos, también deben dominar habilidades instrumentales que les faciliten su inserción laboral y desarrollo profesional. De igual forma, parece contrastado por las buenas prácticas que se han hecho en este campo que en los estudios que proporcionan una formación generalista (los grados) se tiende más a fijarse en lo ya asentado por el peso de la tradición, mientras que en las enseñanzas especializadas (los másteres) se abren más puertas a las fuerzas de la innovación; pero tanto unos como otros, al estar destinados a la adquisición de altas competencias profesionales, constituyen un ámbito privilegiado para la necesaria interactuación que ha de darse entre la educación superior y el entorno productivo. Sin una relación estrecha y fluida entre estos dos mundos que se retroalimentan entre sí, parece improbable que pueda mejorarse nuestro actual mapa de titulaciones con el fin de ofrecer una formación de calidad capaz de proporcionar el plus de competitividad que España necesita para avanzar en su desarrollo económico y social.

Teniendo en cuenta las anteriores consideraciones, en esta aportación se ofrece un conjunto de propuestas encaminadas a dar solución a los grandes problemas de nuestro actual mapa de titulaciones que ya están suficientemente conocidos y bien diagnosticados. Su alcance es, por tanto, genérico: plantea lo que sobra, lo que falta y también lo que se precisa para quitar lo que sobra y poner lo que falta, en materia de ordenación de las enseñanzas universitarias en España, siempre desde una perspectiva macroscópica, sin entrar en la pluralidad de los microcosmos territoriales y disciplinares que ofrece nuestro país en este ámbito. Y su pretensión final es obvia: propiciar la ineludible reconversión que la universidad española necesita para ponerse a tono con la sociedad de su tiempo.

LO QUE SOBRA

Lo primero que sobra en las universidades españolas es el excesivo número de títulos ofertados. Las cifras hablan por sí solas al respecto. En el curso 2012-2013 se impartieron 2.464 grados y 2.951 másteres, un 7% más que el curso anterior. Centrándonos en los títulos de grado, en ellos estaban matriculados 1.046.570 estudiantes, lo que proporciona una media de 424,7 estudiantes por grado impartido. Esta cifra resulta inaceptable si al mismo tiempo consideramos que la tasa de abandono en el primer año era del 19%, que la tasa de rendimiento (créditos aprobados sobre matriculados) estaba en torno al 72%, que quedaron sin cubrir casi el 8% de las plazas ofertadas (el 13% en las enseñanzas técnicas), y, sobre todo, que el número de estudiantes de nuevo ingreso era menor de 50 en el 22% de los grados impartidos (el 37% en humanidades, el 31% en ciencias y el 27% en técnicas). De los másteres no tenemos este dato, aunque sabemos que un buen número de los que se imparten tienen una matrícula que no supera la decena de estudiantes. Tomados en su conjunto, pues, estos datos revelan que la actual oferta de estudios universitarios está sobredimensionada, y lo peor es que continuará así en los próximos años, dado que en septiembre de 2013 se habían verificado 2.567 títulos de grado y 3.519 másteres, más de 6.000 títulos.

Esta desmesurada sobreoferta de estudios universitarios, surgida de la expansión de los años noventa y disparada con la implantación de las reformas de Bolonia, lleva aparejada una dotación extraordinaria de todo tipo de recursos —humanos, económicos, físicos— y, por tanto, genera no pocas ineficiencias. Además, tiene lugar en el marco de un sistema educativo con escasa movilidad de estudiantes y débil cooperación interuniversitaria, ya no solo a nivel nacional sino aun dentro de cada comunidad autónoma. Y como corolario, hay que añadir el bajo nivel de empleabilidad (en forma de desempleo y subempleo) al que se enfrentan los egresados universitarios a la hora de incorporarse a la actividad profesional, aunque esto no solo se deba a las deficiencias del sistema universitario sino también a las características del tejido productivo y del propio mercado laboral.

En segundo lugar, en la actual oferta de títulos universitarios también sobra la rigidez del modelo de enseñanzas por el que se ha optado en España como consecuencia de la adopción del patrón de estudios de 4+1 años de forma generalizada. Esto ha provocado algunas distorsiones y no pocas indefiniciones en cuanto a la formación, competencias profesionales y reconocimiento internacional que deben tener los grados y másteres, al tiempo que nos ha alejado de los principales sistemas universitarios europeos, que en su mayoría han optado por un modelo de 3+2 años, coincidente con la estructura que había en nuestro país antes de las reformas de Bolonia. Estas incertidumbres han afectado a las titulaciones que habilitan para el ejercicio de profesiones reguladas, especialmente en la rama de las enseñanzas técnicas, así como a las antiguas diplomaturas que han tenido que reconvertirse en grados. Parece que estas cuestiones pueden entrar en vías de corrección en el futuro, pues actualmente se está tramitando una modificación de la actual ordenación de las enseñanzas oficiales que flexibiliza la duración de los grados para que puedan impartirse en tres o cuatro años, aunque hay que esperar para ver sus resultados.

En tercer lugar, sobra la actual fragmentación de los planes de estudio existentes en muchas titulaciones de grado, orientadas a proporcionar formación básica de carácter generalista. Como en España, durante el proceso de adaptación a Bolonia, la «ordenación» de las enseñanzas universitarias, más allá de su estructura en créditos, se hizo sin establecer directrices generales para las diferentes titulaciones (un desentendimiento ministerial políticamente adecuado para evitarse problemas), el diseño de los planes de estudios quedó a libre criterio de cada universidad, de modo que en estas no pudo evitarse que en sus contenidos quedaran reflejados los intereses corporativos que predominaron en sus particulares procesos de elaboración. Como era de esperar, el resultado final ha sido el maremágnum que se observa al contemplar nuestro actual mapa de titulaciones, caracterizado por la diversidad de denominaciones y la heterogeneidad de contenidos disciplinares para unos mismos estudios, y ello sin entrar a considerar el aspecto más relevante de todos, el de su orientación a la empleabilidad, que era la cuestión capital de las reformas de Bolonia, pero en este punto no se aprecia ningún exceso, sino más bien bastantes carencias, como luego apuntaremos.

Y sobra, finalmente, la excesiva burocratización a que son sometidos los procesos para implantar, modificar o acreditar las titulaciones universitarias y sus correspondientes planes de estudios en nuestro país. Sobre este mal nacional ya abundó la Comisión de Expertos para la Reforma del Sistema Universitario Español, que en su informe de febrero de 2013 calificó de «extenuante» el modelo implantado para gestionar internamente todo lo relacionado con las titulaciones. Se trata, sin duda, de una queja muy generalizada entre los responsables académicos y docentes universitarios, que se ven continuamente requeridos a realizar tareas improductivas para cumplimentar la compleja maraña de formularios que luego es preciso aprobar en varios órganos colegiados con el fin de programar la docencia y acreditar los títulos; y lo peor de todo es que estos procesos se realizan, generalmente, haciendo uso del procedimiento del «corta y pega» que tanto se desaconseja a los estudiantes para la realización de sus actividades de aprendizaje.

LO QUE FALTA

A la vista de todo lo anterior, al sistema universitario español le falta, en primer lugar, adecuar su oferta de titulaciones a la demanda real de la sociedad. En esta dirección, ya se dispone del conjunto de propuestas realizadas en su momento por la comisión de expertos que podrían encauzar la situación en primera instancia: la eliminación de la multiplicidad de títulos de grado y posgrado que existe actualmente; la adecuación de la oferta global de las enseñanzas a las necesidades reales garantizando una oferta superior en un 10% a la demanda real existente a nivel nacional; el establecimiento de un número mínimo de alumnos para que pueda impartirse un determinado título en una facultad o escuela, con «especial sensibilidad hacia los estudios de muy baja demanda pero suficiente interés»; así como la sugerencia de que sea la calidad del centro el criterio básico para determinar la supervivencia de un título que se imparte en su seno frente a otras posibles alternativas. A ello habría que añadir, además de la completa flexibilización del patrón de estudio adoptado y la clarificación de las competencias profesionales, la conveniencia de que tal reestructuración desemboque, finalmente, en un catálogo de titulaciones dotado de unas mínimas directrices generales con el fin de impedir la multiplicidad de denominaciones y la excesiva fragmentación de los contenidos curriculares para una misma titulación.

La segunda carencia general que presenta la actual oferta de titulaciones tiene que ver con la imprescindible orientación a la empleabilidad de los estudios universitarios, esa gran prioridad de las reformas de Bolonia que quedó desdibujada en la vorágine del desestructurado proceso de adaptación realizado en España. Se trata, básicamente, de inducir un cambio profundo en la cultura universitaria que ha predominado hasta el momento a la hora de implantar titulaciones, elaborar planes de estudios y diseñar contenidos y procedimientos formativos. Como ya apuntara Solé Parellada, «es necesario cambiar una universidad pensada desde la oferta hacia una universidad enfocada a la demanda», y en este camino el gran reto es «conseguir pasar de la mera transmisión de conocimientos a la transmisión de competencias profesionales y valores». Para ello resulta imprescindible incrementar la colaboración universidad-empresa en materia de formación para el empleo, lo cual implica establecer canales institucionales permanentes con participación de agentes externos y empleadores en todos los centros docentes, incorporar profesionales de prestigio al desarrollo de las enseñanzas universitarias de forma efectiva y asegurar la permanente actualización de planes de estudios y contenidos curriculares a partir de los requerimientos planteados desde el tejido productivo. Sin participación externa en la cocina de la oferta universitaria es difícil, por no decir imposible, definir titulaciones integradas en el entorno socioeconómico e incorporar a sus programas formativos habilidades instrumentales que faciliten la inserción de los egresados en el mercado laboral.

Otras carencias significativas que se detectan en la actual oferta de titulaciones tienen que ver con sus acusados déficits de interdisciplinariedad e internacionalización. Llama poderosamente la atención el reducido porcentaje de dobles grados o grados con mención especializada que se imparten en España, así como la escasa presencia de títulos conjuntos entre dos o más universidades españolas, y no digamos nada de la testimonial presencia de enseñanzas de posgrado impartidas en colaboración con universidades de prestigio extranjeras. Estas insuficiencias pueden resultar demoledoras a largo plazo para las generalistas universidades españolas si se tiene en cuenta el contexto de globalización de mercados en que actualmente se desenvuelve la educación superior, con irrupción de nuevos proveedores de servicios educativos, emergencia de nuevas modalidades de enseñanza e incremento de la movilidad de estudiantes y programas a través de las fronteras nacionales. Urge, pues, fomentar la formación interdisciplinar, facilitar la captación de estudiantes extranjeros y, también, dar respuesta a la totalidad de las necesidades formativas de la actual sociedad del conocimiento. Esto último nos lleva necesariamente a considerar que, además de reestructurar en profundidad el actual mapa de titulaciones oficiales, la universidad española tiene ante sí el reto complementario de potenciar la oferta de títulos propios en el ámbito de la formación a lo largo de la vida e implicarse activamente en la formación profesional especializada orientada a cubrir nuevos nichos de empleo especializado.

LO QUE SE PRECISA PARA QUITAR LO QUE SOBRA Y PONER LO QUE FALTA

Llegados a este punto, resulta pertinente plantearse si hoy es posible quitar lo que sobra y poner lo que falta en nuestro actual mapa de titulaciones desde el marco organizativo en que se desenvuelven las universidades españolas. La respuesta a esta cuestión esencial no puede ser muy esperanzadora, ciertamente, a la luz de la experiencia acumulada en España en materia de adecuación de las enseñanzas universitarias a las demandas sociales, y particularmente si tenemos en cuenta lo que ha supuesto la implantación de las reformas de Bolonia como desaprovechamiento de una oportunidad histórica para renovar la oferta formativa y reorientarla hacia la empleabilidad. Con la mejora de la oferta de titulaciones sucede lo mismo que con los otros cambios que se necesitan hacer en otros ámbitos de la actividad universitaria, ya sea en la selección de los recursos humanos, la sostenibilidad económico-financiera, la gobernanza y la gestión o las relaciones con la sociedad y el entorno productivo: al tratarse de cambios que afectan a estructuras y culturas firmemente arraigadas, para que las transformaciones sean efectivas necesariamente han de insertarse en el marco de una profunda reforma estructural.

En efecto, la reforma que la universidad española necesita para encarar su futuro ha de ser de carácter estructural y tener un alcance profundo. En un mundo que cambia a ritmo de vértigo y que precisa imperiosamente de la universidad como auténtico motor de transformación económica y social y poderoso factor de competitividad internacional, ya no valen los retoques parciales que cambien la cáscara superficial del sistema universitario, sino cambios sustanciales que penetren en su roca viva con el fin de redimensionar su estructura productiva, darle sostenibilidad financiera y dotarle de un sistema de gobierno claramente orientado a la satisfacción de las demandas sociales. Para hacer esta profunda reforma estructural, además, lo bueno es que no se necesita inventar algo inexistente ni plantearse una reinvención de la universidad, sino tan solo mirar hacia fuera, hacia el entorno al que pertenecemos, y adoptar soluciones alineadas con las que han venido adoptándose en otros países de Europa desde hace más de una década y que han conseguido mejorar la productividad social y el posicionamiento competitivo de sus universidades.

Con este norte como referente, resulta ineludible impulsar una auténtica reconversión universitaria. Este proceso, que no será nada fácil de realizar, habrá de servir para redimensionar tanto la oferta de estudios, adecuándola a la demanda real y orientándola a la empleabilidad, como el tamaño de las estructuras académicas que le dan soporte, realizando las fusiones y supresiones de centros y departamentos que resulten necesarias. Pero no debe quedarse ahí, sino también propiciar la especialización de las universidades españolas, pues ni todas han de tener el mismo perfil académico ni cada una de ellas va a poder alcanzar niveles de excelencia en todas sus facetas. Por ahí, precisamente, por la especialización, pasa el único modo de dar valor añadido al sistema universitario español en su conjunto y, también, la capacidad para competir internacionalmente de algunas de nuestras universidades más punteras. Es perentorio, por tanto, iniciar sin más dilaciones el tránsito del actual sistema de universidades locales generalistas al modelo de universidades especializadas e internacionalizadas que se está imponiendo hoy en todas partes. „

NOTA Afortunadamente, el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes y la Conferencia de Consejos Sociales de las Universidades Española ya están colaborando estrechamente al objeto de subsanar este déficit de información y poder disponer, al cabo del tiempo, de datos seriados sobre el comportamiento de los titulados universitarios en el mercado laboral a partir de la explotación de diversas bases de datos oficiales.

Presidente de la Conferencia de Consejos Sociales de las universidades españolas