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El proyecto de ley de no discriminación e igualdad de trato plantea supuestos de indudable interés y de gran impacto social y se enmarca en un programa que remite a cuestiones de ingeniería social y regeneración moral de nuestra sociedad, teóricamente estructurada sobre el plu- ralismo y la tolerancia. Aunque en esa línea, y como señalara Strauss, respetar las opiniones es algo completamente diferente de aceptarlas como verdaderas.

El proyecto, presentado en el Consejo de Ministros el pasado 7 de enero de 2011, se sitúa en una clara estrategia de defensa de la democracia formal, en la que lo prioritario es el procedimiento de toma de decisiones y lo secundario, el contenido de las mismas, olvidando que la política, como diría Arendt, se basa en el hecho de la pluralidad de los seres humanos y trata del estar juntos y los unos con los otros «de los diversos». Durante su elaboración y en el anteproyecto, se ofrecía esta medida como un instrumento de integración que tenía como objetivo que nuestra sociedad «no humille a nadie y no permita que nadie sea humillado», aunque las propuestas supongan una clara apuesta por un modo de concebir la libertad y la igualdad que no es neutral, ni aséptico, ni tampoco consensuado o debatido en ningún foro de índole social.

La disolucion del pluralismo

La referencia al pluralismo no es baladí, porque el argumento de que la diversidad enriquece a la sociedad es universal. Ahora bien, el problema se presenta cuando la diversidad se confunde con una apreciación absolutamente relativista de la igualdad y la libertad de los seres humanos, facilitando con ello el tránsito al escepticismo y consecuentemente a la indiferencia ante las decisiones públicas.

En ese proceso, la presentación del proyecto de ley y la oportunidad política del mismo se inscribirían de algún modo en un intento de conformar una sociedad ciertamente servil, en el que la ciudadanía asumiera un papel pasivo. A este respecto, no está de más recordar el diagnóstico de Derrick que, precisamente vinculaba el servilismo con el escepticismo y que sostenía que «La mayoría de las universidades y colleges actuales imparten una educación excelente de tipo servil; pero a la vez en casi todos ellos se les adoctrina también en el escepticismo y esto es algo que paraliza y aprisiona el espíritu».

En cualquier caso, la aproximación al texto presentado hay que hacerla desde la perspectiva de una ciudadanía activa y para ello nos podemos valer también de las indicaciones de H. Arendt: hay que evitar en todo caso a la hora de valorar las decisiones políticas tanto el «escapismo» —que prescinde de la política y de la participación en las decisiones públicas— como de la no resistencia —es decir, consentir mediante una posición pasiva—.

¿Qué es lo que se deriva de este compromiso de la ciudadanía activa? Un compromiso también con la verdad. En este sentido, en La verdad para una cultura política decente, Michael Lynch afirma textualmente que «La razón más evidente de nuestra necesidad de una idea de verdad es que necesitamos un modo de distinguir las buenas opiniones de las malas. Esto no equivale a decir que verdadero y falso sean los únicos conceptos que usamos para este propósito. Podemos evaluar y evaluamos la corrección de las creencias de otras maneras: como justificadas o injustificadas, como razonables o poco razonables, como basadas o no en evidencias y suma y sigue. Pero, como he sostenido a lo largo de este libro, todos estos tipos de evaluación se hallan siempre ligados a la verdad. Pensamos que es bueno disponer de alguna evidencia a favor de nuestras ideas porque pensamos que las creencias que se basan en evidencias tienen más probabilidades de ser verdaderas. Criticamos a la gente que se entrega a las ilusiones porque las ilusiones llevan a creer falsedades».

Se hace necesaria esa información porque la primera cuestión formal que plantea la presentación del anteproyecto es si es necesaria o no una nueva ley. Sobre todo porque no parece riguroso aceptar que la aprobación de las denominadas leyes integrales (como es el caso) lleven automáticamente a la sensibilización y al cambio social. Esta estrategia, mantenida por el gobierno en los últimos años y que entiende que la ley tiene que regular toda la conducta de la persona, ha sido históricamente el modo de actuar de los regimenes totalitarios, que han ahogado los márgenes de discrecionalidad propios de la libertad individual y sobre todo han llevado consigo la desaparición de la pluralidad, proponiendo un modelo de conducta que se impone legalmente y que repite los cánones del criticado «pensamiento único». Es la vía para terminar con el sentido común, como afirmara Howard al argumentar que la regulación legal de toda conducta humana termina «sofocando » a una sociedad en la medida en que la legalidad como referencia sustituye las convicciones y por tanto los modos personales de entender la propia libertad y la igualdad.

¿Es necesario un nuevo texto legal?

En el caso español, el texto constitucional establece en sus artículos 9 y 14 las cláusulas de igualdad y no discriminación, además de incluir la igualdad como valor superior del ordenamiento jurídico, en el artículo 1.1. Parece, pues, que una nueva regulación no es necesaria. Asumir ahora la necesidad de una legislación específica al respecto podría entenderse como un anticipo que postula también la necesidad de una ley para desarrollar el contenido de la libertad, del pluralismo político y de la justicia, que son los otros tres valores superiores consagrados constitucionalmente.

Pero además de señalar esta implicación, una reflexión profunda sobre la nueva propuesta legal debería ponderar previamente la eficacia de las «políticas públicas» en temas como la igualdad y la no discriminación. Suele ser más efectivo recurrir a políticas que instituir derechos; es conocida la existencia de numerosos instrumentos legales que protegen derechos pero cuya virtualidad es prácticamente nula. Puede decirse, por tanto, que en muchos casos, mejora más la vida de una sociedad la inversión en recursos políticos y económicos, que la legalización y consecuente judicialización de la vida social, incluyendo en

ella, además, ámbitos que son propios de lo privado.

Además de la Constitución española, que reconoce los valores que ahora viene a regular el proyecto de ley, no puede olvidarse que el Código Penal contempla en los artículos 510 y siguientes los denominados delitos cometidos con ocasión del ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas por la Constitución, incluyendo en la relación de causas de discriminación motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia o raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, enfermedad o minusvalía. Lo que implica que ya está penada explícitamente la discriminación en el Código Penal y no solo ello, sino que está considerada como delito la acción discriminatoria. De manera que reiteradamente vuelve la cuestión sobre la necesidad de una nueva regulación, con la correspondiente inversión de recursos que lleva consigo.

Junto a ello, se hace necesario también cuestionar formalmente hasta qué punto el anteproyecto respeta la distribución territorial de competencias, generada como consecuencia del texto constitucional. Las comunidades autónomas han asumido la transferencia de competencias inicialmente estatales en materia de educación, sanidad y vivienda, lo que significa que algunas de las disposiciones propuestas en el anteproyecto de ley tendrían una dudosa calificación constitucional.

Aspectos polémicos del contenido

Pero vayamos al fondo del proyecto, a las cuestiones que propone. Así, por ejemplo, las disposiciones generales del capítulo I, título I, incluyen una serie de definiciones, entre las que se encuentra la denominada discriminación por error o las medidas de acción positiva. En este último caso, pasan de ser legalmente excepcionales —como sucede en todos los ordenamientos jurídicos europeos— a convertirse en la fórmula para «corregir» discriminaciones.

Esta opción remite nuevamente al debate ya citado entre la eficacia de las políticas y los derechos. En este caso concreto, las medidas de acción positiva, que consagran un trato discriminatorio respecto a un determinado colectivo afectado históricamente por la discriminación y al que se pretende integrar socialmente, son propuestas como instrumento legal para aplicar a todo colectivo, estableciendo que esas situaciones habrán de ser razonables y proporcionadas, sin especificar la legitimidad para tomar decisiones en este sentido, ni los posibles criterios de proporcionalidad que deberán tenerse en cuenta.

Por otro lado, en materia laboral, las propuestas incluidas reproducen muchas de las medidas ya vigentes en España como consecuencia de la normativa europea; y no deja de resultar paradójico que en el caso de la educación y la sanidad se remita a las «administraciones educativas y sanitarias», toda vez que el Estado parece consciente de haber transferido ya sus competencias a las comunidades autónomas.

Pero además de la cuestión competencial, ya tratada, resulta llamativa la redacción del artículo 16.2, en el que se excluye la financiación pública de los centros educativos que opten por la educación separada o la educación en una determinada lengua o en su caso, la educación solo para algunos grupos de edad. Esta propuesta parece de inicio contradictoria con la libertad de los padres a elegir la educación que decidan para sus hijos, derecho este consagrado constitucionalmente y reiteradamente subrayado por la jurisprudencia europea.

Se establece también el derecho a la igualdad de trato en la prestación de servicios sociales, señalando en el artículo 18 la necesidad de priorizar grupos de población vulnerables en los planes y programas que aprueben las administraciones públicas «en el ámbito de sus competencias », lo que no requeriría una disposición normativa, en la medida en que constitucionalmente ya queda consagrada la protección social y los programas correspondientespertenecen al marco de las necesidades y competencias de cada área territorial.

Argumento similar habría que utilizar en el caso de la vivienda, al que se refiere el artículo 19, con los riesgos que genera, en este y en los demás casos, las reglas relativas a la carga de la prueba que el artículo 28 atribuye a la parte demandada.

El artículo 21 sobre el derecho a la igualdad de trato y no discriminación en establecimientos o espacios abiertos al público, especifica los términos sobre admisión de personas a los mismos, cerrando con ello el espacio público a la iniciativa individual y en muchos casos, restringiendo la utilización de los espacios públicos para determinados colectivos, lo que rozaría, por ejemplo, con el ejercicio del derecho de asociación.

Sin embargo, no solo los ámbitos citados abren interrogantes sustanciales respecto al ejercicio de los derechos y las libertades. También las herramientas que establece el anteproyecto son criticables.

En primer lugar, la denominada Estrategia estatal para la igualdad de trato y la no discriminación, recogida en el artículo 32 del proyecto, la califica como un instrumento de colaboración territorial, confirmando que será la Conferencia Sectorial la que apruebe y evalúe dicha Estrategia, que aprobará el Consejo de Ministros. Es decir, se reitera una fórmula de trabajo con las comunidades autónomas a sabiendas de las disfunciones que este mecanismo genera, especialmente en este caso en el que las competencias respecto a los colectivos incluidos en el anteproyecto no dependen de un solo Ministerio. Pero, aún más, el mismo artículo 32, en su último párrafo, atribuye al Ministerio competente en materia de Igualdad la coordinación de los trabajos, delegando en el actual Ministerio de Sanidad e Igualdad la coordinación en materia de empleo, educación, inmigración, drogas y un largo etcétera. Confirmando así no solo una estrategia errónea, sino también una coordinación muy complicada.

En segundo lugar, la denominada Autoridad para la Igualdad de Trato y la no discriminación es creada en el artículo 37 como una autoridad independiente, cuyo nombramiento corresponde al Gobierno, según establece el artículo 38.4 para mandatos no renovables de seis años, y con una estructura propia según el artículo 39, de modo que implica la creación de una nueva relación de puestos de trabajo para personas funcionarias y para personal laboral.

La presentación de dicha Autoridad fue realizada en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros que aprobó el anteproyecto, en enero de 2011, como una manifestación de austeridad, en la medida en que el nuevo organismo absorbería los Observatorios existentes. Sin embargo, el problema no es tanto la unificación de los Observatorios, sino la conciliación de mandatos entre la nueva Autoridad con el propio Defensor del Pueblo y con el actual Ministerio de Sanidad del que depende actualmente la Secretaría de Estado de Igualdad.

La democracia y los valores

La propuesta analizada no resulta aparentemente pacífica. Y hay que situarla en el modelo de democracia que estamos viviendo. La democracia es un término difícil dedefinir en la práctica, como argumentaba Lijphart, pero si no se puede afirmar que es un sistema de gobierno que garantiza el cumplimiento de ciertos ideales, por lo menos tiene que aproximarse a ellos, diferenciando —como hacía Arendt— la democracia del denominado «pluralismo segmentado» y de la «democracia concordante».

El propio Obama ha utilizado un discurso un tanto alejado de la neutralidad liberal que probablemente le costó a Kerry su candidatura en 2004, cuando recurrió a los valores, pero desconectados de la aspiración a una vida pública con sentido que la sociedad americana reclamaba. Obama recondujo esa posición desde antes de su campaña presidencial, confirmando que el intento de desligar los argumentos sobre justicia y derechos humanos de los argumentos sobre la vida buena es un error por dos motivos. El primero es que no siempre se pueden zanjar las cuestiones de justicia y derechos sin resolver cuestiones morales sustantivas; y el segundo, que incluso cuando es posible, no es siempre deseable. Sin pretender emular la política americana actual, el lema utilizado en el ámbito educativo (Inviertes en América y América invierte en ti) sirve para apelar a la responsabilidad cívica como una clara vía para mejorar la democracia y, sobre todo, para respetar un pluralismo que lamentablemente está herido de gravedad en la sociedad española.

Catedrática acreditada de Filosofía del Derecho. UCM