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Vivir en la Esperanza y predicar la Esperanza son rasgos distintivos de la personalidad de Juan Pablo II y de la obra histórica de sus primeros veinticinco años de pontificado. Una Esperanza que, siendo una virtud teologal, es capaz de inspirar las expectativas humanas contemporáneas, pues el mensaje cristiano las «acoge en su corazón» —así se lee en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo del Vaticano II, en cuya redacción tuvo un destacado papel el entonces arzobispo de Cracovia, para concluir poco después—: «Pues no hay nada que sea verdaderamente humano que no encuentre eco en el ánimo de los cristianos».

En abril de 1994, casi treinta años después de aprobada y promulgada esta conocida Constitución, la Gaudium et Spes, Juan Pablo II sorprendió a la Iglesia y al mundo con la publicación de un libro al que puso por título Cruzando el umbral de la Esperanza. Obra de cierta extensión —en la versión española ocupaba más de doscientas páginas—, de ella se harían ediciones en más de cincuenta idiomas, y en muy poco tiempo se habían vendido de él varios millones de ejemplares.

No es posible señalar claros precedentes de un trabajo de este tipo en los veinte siglos de pontificado romano. Hubo Papas en el Renacimiento y algunos anteriores que compusieron obras filosóficas e históricas, bellamente esmaltadas de apuntes autobiográficos, pero, comúnmente, los Papas han escrito sobre asuntos doctrinales y de gobierno de la Iglesia, que no constituyen, sin embargo, el núcleo del libro de Juan Pablo II que aquí comentamos.

En época contemporánea fueron publicadas las conversaciones de Jean Guitton con Pablo VI y las de André Frossard con el propio Juan Pablo II; se trata en ambos casos de obras importantes para la historia de los protagonistas y para la de la Iglesia, pero de un carácter distinto del libro del 1994.

Cruzando el umbral de la Esperanza es una obra enteramente singular. En cuanto a su género literario, podría definirse como un ensayo —ciertamente magistral— de un teólogo y filósofo cristiano que reflexiona sobre los temas de nuestro tiempo desde la excepcional atalaya de su posición y de su experiencia en la sede de Pedro, en uno de los periodos más agitados, cambiantes y difíciles de la historia de la Edad Moderna.

La singular peripecia del texto ha sido referida por el conocido escritor italiano Vittorio Messori en la Introducción con que presenta el volumen. La dirección de la RAI había encargado a Messori la redacción de un elenco de asuntos sobre los que se invitaría a pronunciarse al Papa en una entrevista televisada, prevista para octubre de 1993, con ocasión de los quince años de su pontificado. Juan Pablo II había aceptado la invitación, pero cuando se acercaba el momento, por razones de calendario y de agenda (visita a Roma y al Vaticano del emperador del Japón y un primer viaje inaplazable y de urgencia a los países bálticos), más las dificultades técnicas de un proyecto tan ambicioso, forzaron la suspensión del plan ideado por la cadena de televisión.

Las treinta y tantas páginas que ocupaban las cuestiones que el escritor italiano habría querido plantear al Papa, y que se habían hecho llegar a la Santa Sede, se encontraban en el palacio Vaticano. Lo que Messori no pensaba ni podía sospechar es que estaban sobre la mesa de trabajo de Juan Pablo II, que había decidido responder a ellas en cuanto pudiera dedicarles el tiempo necesario para hacer justicia a tan importantes y diversos temas como los que allí se planteaban. De ahí la sorpresa del escritor cuando, un día de abril de 1994, el director de la oficina de prensa de la Santa Sede, el español Joaquín Navarro Valls, le trasladó un mensaje del Papa en que decía que las preguntas planteadas por él le habían interesado y que había trabajado sobre ellas con el fin de responderlas, en los escasos ratos libres de que podía ir disponiendo.

Poco más tarde, volvió Navarro Valls a visitar a Messori, pero esta vez con un abultado sobre blanco que contenía los textos de las doscientas páginas del libro de la esperanza, escritos de puño y letra, con un trazo firme, por Juan Pablo II en lengua polaca.

El cuestionario versaba sobre lo divino y lo humano, temas que en esta época se plantean con buena voluntad mucha gente ilustrada y reflexiva. Empezaba por preguntar qué es el Papa —un misterio para muchos fieles y un escándalo para otras personas de fuera de la Iglesia o de la cultura cristiana— para, enseguida, abordar las grandes cuestiones teológicas: si existe Dios y si es tal como los cristianos creen; por qué se esconde y por qué hay tanto mal en el mundo; y si ese Dios existe, qué tiene que ver con los hombres y los hombres con Él, y cómo se pueden comunicar éstos con ese Ser Supremo; y qué es rezar y qué sentido tiene, etc.

A éstas seguían otras preguntas no menos importantes: la Iglesia y las otras confesiones; qué es el ecumenismo y qué porvenir le aguarda; y las otras religiones, los judíos y los musulmanes, Buda y sus devotos, ¿qué son para el Papa y para los cristianos? ¿No estarán éstos en minoría y destinados a convertirse en restos del pasado?

Juan Pablo II no había dejado de responder a ninguno de los treinta y cinco puntos del cuestionario de Messori. Leyendo sus contestaciones, se llega a la conclusión de que conoce bien los problemas, que distingue las voces de los ecos, que valora las luces y las sombras y que tiene en todos los asuntos que se le plantean una posición firme, comprensiva, profunda y generosa y, lo que es aún más atrayente, transida de Esperanza.

El Concilio es un tema recurrente en las más diversas secciones del libro. Juan Pablo II ve en él el punto de partida de una renovación cualitativa de la Iglesia misma, abierta y modernizadora como es, y que se enfrenta con una nueva evangelización, que no puede dejar de ser en el fondo —y en muchas de sus formas— la evangelización de siempre.

Pero, antiguo profesor de filosofía cristiana y de ética, Juan Pablo II se había propuesto desde joven captar la filosofía moderna, como dice su biógrafo Weigel empleando la expresión de un texto de Woitila, «en sus propios términos». Aprendió bien el alemán y estudió la ética kantiana, según la cual, sin otra referencia que la de su mundo interior, el hombre «se reconoce a sí mismo como un ser ético, capaz de actuar según los criterios del bien y del mal, y no solamente según la utilidad o el placer».

El descubrimiento de Woitila —no mencionado expresamente en el libro de la esperanza, porque quedaría fuera de su contexto al ser principalmente una referencia biográfica—, se produjo con el estudio de Max Scheler, al que dedicó la primera de sus tesis universitarias. Weigel ha resumido en pocas líneas las conclusiones de la evaluación que hacía el joven profesor polaco de la ética de Scheler. De inspiración fenomenológica, esta ética es un instrumento importante para ahondar en diversas dimensiones de la experiencia humana, pero no se asienta en una teoría que ofrezca al hombre la vía para llegar a la verdad de las cosas. Si a cada individuo no le fuese necesario tomar opciones como ser moral, se le privaría de la cualidad que mejor le caracteriza como ser humano: el drama de la libertad, con su tensión esencial para dirimir entre el bien y el mal, por razones objetivas.

Pero el filósofo Woitila vio enriquecido su pensamiento filosófico —o más bien su metodología— con lo que aprendió de los fenomenólogos, discípulos de Husserl. De ahí su simpatía por Von Hildebrandt y su devoción por Edith Stein, a la que tuvo la satisfacción de canonizar como santa Teresa Benedicta de la Cruz.

Para el autor del libro de la esperanza es una buena noticia que la mentalidad positivista, antigua dominadora de los siglos XIX y el XX, «en cierto sentido» —dice prudentemente— se bata en retirada. La razón humana no está «totalmente sometida a los sentidos ni interiormente dirigida por las leyes de la Matemática, útiles para ordenar los fenómenos de manera racional y orientar los procesos del progreso técnico. Para esa mentalidad positivista, conceptos como Dios o el alma, carecen de sentido».

No sólo la experiencia humana, también la experiencia moral e incluso la experiencia religiosa, a las que pueden apuntar los fenomenólogos, muestran que existen el bien y el mal, la verdad y la belleza, y también Dios, aunque El no cae bajo la experiencia humana, porque «nadie lo ha visto ni lo puede ver»: es objeto de conocimiento sobre la base de la experiencia que el hombre tiene «tanto del mundo visible como del mundo interior».

El filósofo Woitila, en resumen, había abrazado un modo de hacer filosofía que sintetiza en la práctica el realismo metafísico de Aristóteles y de santo Tomas con la sensibilidad frente a la experiencia humana de los fenomenólogos, en los que había ahondado estudiando a Scheler. El conocimiento no es exclusivamente sensorial, sino que a través de lo sensorial se llega a verdades extrasensoriales o transempíricas.

En el libro de la esperanza, llama particularmente la atención el interés con que el Papa Juan Pablo II sigue el curso y el sentido de la corrientes de la filosofía moderna que habían florecido después de su época de estudiante y profesor universitario y llegan hasta los años de su pontificado romano.

En esta obra se destaca que el pensamiento contemporáneo, a medida que se ha ido alejando del positivismo, ha avanzado en un descubrimiento cada vez más completo del hombre y del valor del lenguaje, incluidos el metafórico y el simbólico. La hermenéutica de Ricoeur y otros —entre ellos su muy querido Levinas— muestra desde nuevas perspectivas la verdad del mundo y del hombre.

Para Juan Pablo II es muy importante la filosofía de la religión, la de Mircea Eliade y la del polaco Jaworski y la escuela de Lublin: «Somos testigos —escribe— de un significativo retorno a la metafísica (filosofía del ser) a través de una antropología integral».

El capítulo quinto del libro de la esperanza termina con una referencia a los filósofos del diálogo, principalmente Buber y Levinas, ambos judíos, y el primero profesor largos años en Jerusalén. Su «camino pasa no tanto a través del ser y de la existencia, como a través de las personas y de su relación mutua, a través del yo y del tú».

Pero Juan Pablo II es ante todo maestro de espiritualidad y teólogo profundo: «La vida.humana es un coexistir en dimensión cotidiana —tú y y o — y también en la dimensión absoluta —yo y Tú—. Es el Tú de la Biblia, el Dios de Abrahan, de Isaac, de Jacob y de los Padres, y después el Dios de Jesucristo y de los apóstoles, el Dios de nuestra fe».

El filósofo ha pasado a la teología y a la teología espiritual: «Nuestra fe —escribe— es profundamente antropológica, está enraizada en la comunión con ese eterno Tú. Está en la línea de la Creación, de la que es su prolongación, y al mismo tiempo, es, como enseña san Pablo, «la eterna elección del hombre en el Verbo que es el Hijo»».

Testigo de Esperanza, Juan Pablo II es también filósofo de nuestro tiempo, un filósofo moderno que sin dejarse encerrar por la barrera con que se quiere mantener el hiato entre razón y fe, muestra cómo desde el pensamiento filosófico, inspirado por la Escritura y por la tradición cristiana, bajo la guía del Magisterio, se llega a ver iluminada la vida por el resplandor de la Esperanza.

Fundador de Nueva Revista