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el-universo-cuantico.jpgEl empeño de explicar los fundamentos de la mecánica cuántica a quienes previamente no tienen formación matemática es lo que guía a Brian Cox y a Jeff Forshaw, ambos físicos de los equipos del LHC del CERN, a confeccionar un libro arriesgado, no siempre triunfante, pero valiente. Desde luego, su lectura pide un cierto esfuerzo. Probablemente similar al que nos costó descifrar en su día (hasta el punto en que eso fue posible) La crítica de la razón pura o el Fedón platónico; tampoco más. Este Universo cuántico tiene en cuenta una de las principales barreras que hay que superar en este tipo de trabajos, que es la tradicional resistencia de los «no iniciados» (para entendernos, las gentes de eso que antes se llamaba «letras») a esta clase de prosa. Por no hablar del rechazo a esa página temible en la que aparece nada menos que un quebrado. Pero, ¿qué diríamos de una persona culta de hoy, pero de ciencias, que ignora la diferencia entre un romance y un soneto? Sencillamente, el ciudadano culto de la segunda década del siglo XXI que todavía no conozca ni con trazos gruesos qué son los quarks se quedará en algo parecido al ciudadano del siglo XX que ignoraba las leyes de Newton.

De eso trata El universo cuántico: de quarks, de probabilidades, de indeterminación… y del fin del determinismo. O quizá de un nuevo determinismo. Y todo ello se expone sin matemática, que casi es como si estuviéramos diciendo que nos enseñan a leer ruso sin alfabeto cirílico. Pero los autores son muy conscientes de ese «pánico al quebrado», y lo evitan a toda costa (salvo en el epílogo). También trata esta obra de por qué no atravesamos el suelo (si los átomos son casi espacios vacíos), por qué hay luz y por qué la vemos (¿acaso somos antenas que reciben ondas?) y por qué desde ese invento extravagante que recibió el nombre de transistor la vida de las personas ha cambiado hasta extremos inimaginables apenas hace cincuenta años (y por qué la electrónica es la electrónica). Sí, la mecánica cuántica no es una mera reflexión más o menos fundamentada o gratuita de unos teóricos despeinados, sino que nos informa acerca de nuestro mundo y de nuestra vida. Pero es, además, esa reflexión de conclusiones imposibles de alcanzar con las simples armas de nuestra intuición.

Naturalmente, el principal de los problemas será el argot peculiar que habrá que manejar en cierto grado, además del traslado a palabras de los conceptos muchas veces puramente cuantitativos y matemáticos que se encuentran en la base de algunos de los principales hallazgos. Ayuda, porque es impecable y excelente, la traducción de Marcos Pérez Sánchez, que se niega a bajar el nivel para facilitar las cosas, pero lo hace seguro de que su escritura y su dominio del léxico especializado sitúa las expresiones donde deben estar (sin violentos anglicismos, como se suele). Repasaremos en los primeros capítulos algo acerca de la historia del nacimiento imprevisto de esa cuántica por nadie anunciada, los indicios de la primera radiactividad que Becquerel se encontró junto a la imposibilidad de explicarla según los conocimientos del momento, y estaremos desde ese comienzo discutiendo ya muchos de los tópicos y errores que la divulgación suele extender, bien esos supuestos gatos de Schrödinger o las «partículas de Dios». Es probable que el lector no comprenda todo: los mismos cuánticos afirman que ni ellos mismos comprenden todo lo que manejan o lo que observan. Pero lo observan, y ello les obliga a aceptarlo. Un buen modelo para tantas otras conductas.

No obstante, su preocupación de divulgadores les tiene en tensión permanente, que no siempre se resuelve en favor del lector. Construyen analogías, metáforas e ilustraciones con la preocupación de comunicar mejor un cierto concepto que creen especialmente difícil de leer; pero en ocasiones el lector se verá más ocupado en descifrar la analogía que en comprender el concepto expresado tal como es (el caso de los relojes que emplean a lo largo de todo el libro como sustitutos de algo tan sencillo como los fasores es un buen ejemplo). Hay ilustraciones que el lector culto puede ignorar; incluso hay tramos de la escritura que puede sobrevolar (y volver a ellos cuando haya llegado al final, y seguro que los comprenderá mejor). Lo principal de esta obra no es un carácter de libro de texto que no tiene y no hay que buscarle, sino su cualidad de plano general de la mecánica cuántica, en el cual perdernos algunos detalles no nos va a importar si con ello accedemos a las ideas generales de la disciplina, y a su situación en el mapa de las ideas que del siglo XX han pasado al XXI incluso aumentando su importancia, y la previsión, en cierto grado, de su todavía mayor importancia futura. Como dicen los autores en el capítulo 3, es la resistencia a las nuevas ideas lo que lleva a la confusión, no la dificultad intrínseca a las propias ideas. Puede que esto no sea siempre cierto del todo, pero es muy probable. Y cuidado: es la mecánica cuántica precisamente la que nos ha dejado claro (y los autores expresan unas líneas más abajo) que «las probabilidades son lo máximo a lo que podemos aspirar».

Rafael Rodríguez Tapia