Para mí, hablar o escribir sobre la vida y milagros de Antonio Fontán puede ser algo especialmente difícil. Le conocí en septiembre de 1939, recién acabada la guerra civil: colegio de los jesuítas de Sevilla; Pajaritos; Villasís; príncipe ya; y algún penalti con soneto añadido. Al buen entendedor… Tantas cosas, desde entonces, comunes y separadas.
Intentaré centrar la cosa, hablando del Antonio Fontán de los últimos treinta años. De su acción, a la búsqueda de hacer posible uná cosa necesaria y bella. Diario Madrid cerrado y, a partir de ahí, transiciones y más transiciones. Me gustaría ayudar a comprender el papel que jugó y que, a su modo, sigue jugando. Si no, ¿qué hacemos aquí, yo escribiendo y alguien leyendo?
Para él, como para mí y para tantos amigos de entornos sociológicos similares, a partir de los años sesenta las posiciones se hacían cada vez más coincidentes en materias políticas y, por supuesto, desde fuera del sistema. Habíamos sido «niños de la guerra», teníamos doce años en el 36. Ni habíamos tenido nada que ver con las causas, ni participamos en el conflicto, ni tampoco en lo que vino y duró tanto tiempo. Siempre hay jesuítas críticos, cardenal Segura con matices, maestro Giménez Fernández, «no es esto, no es esto», y «jamás otra cosa como aquélla».
Y andar, andar, en profesiones y vidas diferentes, pero pensando y sabiendo que, a lo lejos, se veían otras luces. A. F. tomó pronto, quizá desde siempre, la opción de la monarquía como clave, y muchos de nosotros -gracias a viajes profesionales a la Europa de después del sesenta y ocho, defensa de jóvenes perseguidos- nos situamos pronto, también quizá desde siempre, en las ideas del liberalismo y la tolerancia, democracia liberal, añoranza de los partidos, derechos humanos y Europa. Pero ¿quién podía adivinar entonces que había transiciones sin violencias, con todos dentro, bien hechas?
Y de pronto, por decirlo de algún modo, Franco se murió. Empezaron a multiplicarse las llamadas, las reuniones, los clubes, los grupos de amigos con ideas comunes, en Granada «el cinco a las cinco», en todas partes gritos y todo, o casi todo, sin violencias. A lo Portugal sin claveles, pero con un sorprendente mayor equilibrio en las opciones que aparecían. Y, sobre todo, con rey puesto.
La integración de los demócratas centrados con los reformistas de dentro hizo posible la mezcla que fue una de las piezas de la transición. Me refiero a la UCD. Trabajo costó el montaje de la operación, pero en la nueva ciencia política que es la Transitología de algunas universidades anglosajonas se considera aquélla como uno de los mejores ejemplos a seguir en la complicada tarea de democratizar un país.
Aunque no lo parezca, estoy hablando de Antonio Fontán y de sus amigos de entonces, preanuncio de los interesantes «finos de Fontán», cuyo estudio dejo a otros. Cónclaves en Madrid para preparar documentaciones, ponderación de los candidatos, algo en Antequera y siempre A. F. transmitiendo, jamás imponiendo, sus criterios, insinuando nombres, que luego bien que jugaron. Para él, cincuentón ya en aquella primavera, lo mismo que paira mí, que tenía y tengo cien días menos que él, el Senado fue el destino. Bendito sea Dios. La entrada en las listas la hicimos en grupos calificados de demócratas liberales. Sin la menor duda, lo que siempre nos había atraído. En concreto, fuimos candidatos en el conglomerado UCD. Necesaria y bella operación.
¿Cómo se hicieron las listas electorales de UCD? ¿Quién lo podría saber? Fue la opción ganadora, pero sin mayoría absoluta en ninguna de las dos Cámaras. En ambas, los liberales fueron el veinticinco por ciento de cada grupo parlamentario de UCD, y bien que se hicieron ver por el estilo y calidad de su gente.
Pero vamos al papel de A. F. en la necesaria y bella UCD. Fue, sin la menor discusión, el presidente del Senado descrito y reglado en la Ley para la Reforma Política. Perfecto el curso y perfecto el magisterio de Antonio Fontán. Al final, el Senado es cosa romana y los concilios lo imitan. Era lo suyo. Quiero citar, como clave en su vida y en la de todos, su discurso final en el trámite de la Constitución en el Senado, pronunciado como cierre de la ultima sesión, el cinco de octubre de 1978. Es una de las más bellas piezas del camino constituyente.
Qué ajustada y feliz rendición de cuentas de la tramitación del Senado a partir del proyecto que, conforme a la Ley de Reforma, del Congreso venía. Qué reconocimiento del inevitable rol constituyente de las Cámaras elegidas el quince de junio. Diez semanas de duro esfuerzo supuso el tránsito por el Senado. Y, para cuadrar, la afirmación de que la Constitución de 1978 aparecía ya, en el plano de la historia política española, como la Constitución del consenso. Constitución del consenso que, como Antonio Fontán nos dice, quiere decir Constitución de la concordia, Constitución de la esperanza.
Pero Antonio Fontán huyó siempre de las explicaciones mágicas. Recuerdo sus comentarios y sus preocupaciones en los inicios de 1979, quizá en la misma campaña electoral de aquella primavera. La Constitución era necesaria y la idea de consenso que era su base nos daba mucha confianza. Pero no lo era todo. Se precisaba un sistema de fuerzas sociales, un juego de leyes orgánicas y de leyes ordinarias, y muchas cosas más. Y quizá una reflexión sobre las posibilidades de futuro del partido de centro, la UCD, donde concepciones o personas poco afines luchaban por el control y aun algunos intentaban desvíos inconsecuentes. La Constitución era, eso sí, el billete de entrada de España en el mundo occidental, pero había que trabajar, y mucho.
En las elecciones de marzo de 1979, con resultados parejos a las de 1977, y hasta algo mejores para UCD que, sin embargo, sigue sin mayoría absoluta, A. F. es elegido diputado por Madrid y Adolfo Suárez le nombra ministro de Administración Territorial. Competencia en la que A. F. tiene su posición y también sus problemas. Se le nombra, pues, para un ministerio clave en aquel momento. Es ministro en el tiempo en que se aprueban los Estatutos del País Vasco, de Cataluña y de Galicia, y en el que se celebra el referéndum andaluz el 28 de febrero de 1980. La Casa de la Pradera; la gravedad creciente en la salud de Joaquín Garrigues, su gran hermano en política activa; la moción de censura de Felipe González con preanuncios de terceras vías, y la paulatina evidencia de los problemas de UCD, son cuestiones que traen cambios, más o menos acertados.
En mayo de 1980 A. F. deja el ministerio y, de momento, pasa a ser diputado liso y llano, disciplinado como el que más, prudente y discreto como siempre, pero evidentemente preocupado y afectado por el duro panorama de futuro de la opción que, por razón de su origen, era UCD. La bella y necesaria operación que significó ese nombre, se iba haciendo imposible. Había cumplido su difícil misión, con la cooperación de los demás grupos políticos.
Pero ni había sido en sus inicios ni fue nunca un partido político. Por supuesto, los partidos se llaman así porque son así, si no se llamarían enteros. Pero no era el de UCD el caso de un partido con normales problemas internos. Su extraña configuración, tan poco estudiada a pesar de todo, de tan buen resultado para el fin que la trajo al mundo, le impidió ser partido. Y excluyo aquí, por supuesto, toda clase de responsabilidades personales. En cierto modo, es parte de su historia.
Familias políticas que, cada vez más, se enfrentaban; afanes personales insatisfechos, prisas por llegar, todo se repetía y hacía imposible que aquel grupo de personas que había articulado los grupos parlamentarios de UCD, llegara a ser el partido político de centroderecha -perdón, de centro reformista- que, más o menos barnizado de progresía, estuvo en la mente de la mayoría de sus creadores.
Los sucesos venían unos detrás de otros, sobre todo a partir de 1980. Crisis repetidas de gobierno; difícil gobernabilidad de los grupos parlamentarios del Congreso y del Senado; votaciones indisciplinadas; desaparición de Joaquín Garrigues en julio de aquel año; atractivo creciente para algunos de un socialismo que había abandonado el marxismo. Consecuente tendencia de otros a recuperar una UCD de centroderecha, democristiana y liberal, sin otras veleidades. Y en 1981, en febrero, el Congreso de Baleares y, pocos días después, el intento de golpe de Tejero, precedido todo por la dimisión de Adolfo Suárez, que en julio del mismo año, abandona UCD y funda un nuevo partido, que tira, como es lógico, de gente. Era evidente que aquella operación se había agotado. Hubo diversas oportunidades. Invitaciones abiertas para acudir a las elecciones de 1982 en coalición con AP. La no aceptación de esta posibilidad fue el golpe de gracia para UCD, que acabó disolviéndose. Los restos del partido tuvieron posibilidad de integración en el Partido Liberal o en el demócrata cristiano PDP para formar la Coalición Popular en 1986. Y, finalmente, se impuso la solución de aprovechar el buen estado organizativo de AP, una vez resueltas sus cuestiones de liderazgo, y estando cada vez más clara su integración en el centro reformista constitucional. Además, había llovido mucho, las gentes eran otras, y ciertas nostalgias y sambenitos estaban pasando de moda en todos los campos del espectro.
Decisivos fueron los Congresos de refundación de 1989 y 1991 para crear, formalmente a partir de la estructura de AP, el Partido Popular, generosamente abierto a los que desde el humanismo cristiano o el liberalismo centrista quisieran colaborar a la solución del problema pendiente. La definitiva formulación de una alternativa clara y visible, que a los casi trece años de poder socialista, consiguió la victoria en 1996: Todo esto -sin mención de los frustrados proyectos de la Operación Reformista y aún del CDS- lo traigo a cuenta del papel que AP y muchos tuvieron desde 1981, en la búsqueda, conseguida a los diez años, de una solución, que pronto se vio que no era posible conseguir por la vía evolutiva de UCD, la bella y necesaria, pero imposible, operación.
Los trabajos de Antonio Fontán tienen y tuvieron en esta larga y difícil operación un sello especial, variado en los tiempos, pero claro en los fines. No quiero dejar de señalar cierta cita con persona clave, con la que él no había tenido el menor contacto desde las historias finales del diario Madrid. La cita.fue en 1984, y, desde entonces, la actuación de Antonio Fontán, prudente y discreta fue, no diré la clave, pero sí muy importante, para que muchos, y no sólo los «muchachos de Fontán» comprendieran las razones de esta posición del maestro.
Voy a terminar esta meditada serie de palabras. Para los que consideramos la amistad con Antonio Fontán uno de los regalos de esta vida, creo que es buena cosa acabar diciendo, con un poeta de mi tierra, «gracias, Señor, la casa está encendida».