En el debate que se produjo a principios de año en torno al pin parental (así bautizado por sus creadores), una de los enfrentamientos principales (y el más presente en los medios y redes sociales) ha estado en la denominación que se daba a esta medida sobre la que se discutía. El asunto, lejos de ser baladí, destapa características interesantes sobre el propio debate y sobre la sociedad actual.
La inmediatez y el eslogan como estrategias de persuasión
El debate sobre el pin parental es más complejo de lo que a priori puede parecer. Atañe a cuestiones como la responsabilidad de los padres y su libertad a la hora de educar en cuestiones morales a sus hijos, como la libertad académica o libertad de cátedra y sus límites y la confianza depositada en los docentes y los centros educativos (además de las instituciones que los soportan) y, con ello, la consideración social de los docentes, su evolución y los problemas de disciplina y fracaso escolar asociados, a cuestiones como la responsabilidad del estado en la educación cívica y sus límites, como el adoctrinamiento, como las injerencias de los padres en la labor profesional docente de maestros y profesores o como las distintas y posibles interpretaciones de los derechos constitucionales. Ante este catálogo de asuntos tan dispares, se podría pensar en la exageración o la mezcla indiscriminada y caótica de ideas; pero la realidad es que un análisis de los argumentos manejados por las partes en discordia desvela que han tratado sobre estos temas o han aludido a ellos de forma más o menos directa. La amplitud de esta nómina de polémicas (algunas más centrales y otras más tangenciales) y el calado social de la mayoría de ellas hacen aún más llamativa una de las líneas principales que ha seguido la argumentación por su aparente nimiedad: la de la denominación o etiqueta que se le daba a la medida. Sin embargo, lejos de ser contradictorias, ambas ideas se relacionan estrechamente.
Muchos pensadores (pongamos como ejemplo a Bauman, con su concepción de la sociedad líquida y su crítica a las redes sociales) coinciden en que una de las características esenciales de nuestra sociedad actual es la inmediatez y la fugacidad, que tiene en las redes sociales y su funcionamiento su mejor botón de muestra. Sin entrar en la valoración de la evolución de estos espejos (distorsionantes, probablemente) sociales hacia la ausencia del texto (de las grandes parrafadas que admite Facebook a los 140 caracteres de Twitter para acabar en el monopolio de la imagen de Instagram o Tik Tok), lo cierto es que la premura de nuestra sociedad apenas concede el tiempo ni el silencio para la reflexión, por lo que se han venido sustituyendo las argumentaciones lógicas por el impacto emocional y eso ha calado en el lenguaje político y mediático, con el triunfo del titular o el eslogan y la superficialidad de los debates (así lo muestran las reflexiones de algunos filósofos recientes, como Gilles Lipovetsky).
En ese panorama se entiende mejor que uno de los principales ataques de los detractores del pin parental haya sido la sustitución de su nombre por otros de sonido similar pero cargados de connotaciones negativas, buscando al mismo tiempo el humor o la parodia y el desprestigio de lo nombrado. Así, han proliferado las etiquetas en las que, bien cambiando el sustantivo, bien el adjetivo, se empleaba esta estrategia: veto parental, veto neandertal, pin neandertal, pin medieval, pin carcamal, pin Abascal, pin demencial, censura parental…, además de otras etiquetas relacionadas, que o bien no hacían referencia directa a la medida, pero aludían a ella (pin fiscal) o bien realizaban la sustitución, pero no con connotaciones negativas (permiso parental).
El tiempo como argumento
Como puede observarse, la estrategia se divide en dos vertientes distintas (con similar resultado), en función de si se sustituye el sustantivo o el adjetivo. En el primer caso, se puede observar una gradación entre pin, permiso, veto y censura. Mientras los dos primeros términos tienen connotaciones positivas y parecen mostrar un control legítimo; en los dos últimos se muestra como una imposición, un ejercicio de poder desequilibrado e incluso abusivo.
En los casos de sustitución del adjetivo, dejando a un lado demencial (elocuente por sí mismo) o Abascal (que buscaba asociar la medida a una persona concreta, como se ha hecho en otros casos, véanse las últimas leyes educativas), el énfasis, la clave de la estrategia, se desplaza también, destacando aquellos que hacen hincapié en la anacronía de la medida, desde una concepción en la que lo pasado se identifica con lo malo. Así lo muestran carcamal (‘persona decrépita y achacosa’, según el diccionario de la RAE), neandertal y medieval. Aunque el primero de estos tres adjetivos es intrínsecamente negativo, los otros dos, en principio, relacional el sustantivo con un periodo histórico (sin connotación alguna, en teoría), pero en estos usos adquieren una valoración negativa solo explicable por el contexto cultural que los engloba.
Tal como defiende en un artículo el catedrático de la Lengua Manuel Casado, vivimos en una época dominada por el cronocentrismo, es decir, donde la concepción cultural de la sociedad acerca del tiempo consiste en que el presente supera al pasado en todos los aspectos. Esta concepción cultural mayoritaria se refleja en la lengua de los hablantes y produce esa connotación negativa de aquello que hace referencia al pasado, como ha estudiado Casado. Paradójicamente, sin embargo, la autocomplacencia en el presente es contraproducente para la idea de revolución y progreso, por lo que esta postura solo es válida si se completa con el matiz de que el futuro ha de ser aún mejor: estamos mejor que ayer, pero peor que mañana. Así lo demuestra, por ejemplo, la controvertida acogida del libro de Pinker En defensa de la Ilustración, muy criticado (e incluso atacado en campañas de presión, lo que justificó que fuera una de las firmas del manifiesto de Harper’s) por su visión positiva y optimista de la realidad actual.
Con ello se explica un poco más la elección de los adjetivos empleados. Si tenemos en cuenta, además, las épocas de referencia elegidas, se dibuja mucho mejor el cuadro: neandertal hace referencia a una época prehistórica donde el ser humano (o su homínido antecesor) aún no tiene la capacidad de raciocinio que lo derivarán en sapiens; y medievalalude a una época que culturalmente ha llegado a nuestros días como oscura, debido probablemente a interpretaciones ideológicas que han enfatizado el teocentrismo y el papel destacado de la Iglesia como características negativas.
Si unimos todas las asociaciones de significado que acabamos de ver, se entiende la rentabilidad y eficacia de la estrategia empleada por los que se oponen a la medida de la que hablamos.
Las metáforas espaciales y temporales en el lenguaje político
Este tipo de estrategia no es nuevo, aunque se haya pulido con el tiempo. Desde la Revolución Francesa, los términos izquierda y derecha para simplificar la identificación de las distintas posturas ideológicas son una constante en el panorama político mundial. Lo mismo ocurre con otra reducción metafórica, la que opone conservador a progresista. Y ello a pesar de que los valores, ideas y conceptos que defienden uno y otro bando no son inmutables, ni en el tiempo ni (a pesar de que la globalización vaya mermando las diferencias) en el espacio, como se constata fácilmente comparando las pretensiones hechas bajo estas etiquetas a lo largo de la historia o en distintas partes del mundo. Sin embargo, a pesar de ello, estas metáforas siguen funcionando, hasta el punto de sustituir a menudo (al menos en lo que llega al ciudadano corriente, por la inmediatez y el exceso de información del que antes hablábamos) el debate en profundidad. En España, el panorama político se esboza a menudo metafóricamente en parámetros espaciales con acusaciones de ser “extremos”, con adjetivos como extrema o radical o con el prefijo ultra-, todos ellos connotados negativamente frente al centro, que se identifica como un valor deseable, de consenso y apaciaguador (el lenguaje metafórico bélico también es constante en el discurso político, como han constatado, por ejemplo, los estudios de Llamas Saíz) en una sociedad democrática que debe aspirar al entendimiento. Sin embargo, a veces el centro también se muestra negativo, por denotar falta de compromiso o definición ideológica, precisamente por no adoptar la etiqueta metafórica de izquierda o derecha. En este sentido, es curioso constatar un claro desequilibrio entre el uso de las etiquetas extrema derecha, derecha radical, ultraderecha o ultraconservador (y sus derivados) y sus equivalentes, mucho menos frecuentes (algunos incluso insólitos), extrema izquierda, izquierda radical, ultraizquierda o ultraprogresista. Y algo similar ocurre, como hemos visto cuando hablábamos de cronocentrismo, con la carga positiva de los vocablos referidos al presente y al futuro frente a los referidos al pasado.
La conclusión parece clara: culturalmente, al menos en lo que atañe al lenguaje (reflejo del pensamiento y las costumbres de la sociedad que lo emplea) la representación de izquierda y progreso va ganando la “batalla”, algo que algunos pensadores conservadores han constatado y han tratado de revertir ‒como el recientemente fallecido Roger Scruton‒, conscientes de la importancia de las impresiones en nuestra sociedad acelerada y poco reflexiva. El papel del lenguaje en esa concepción cultural ha derivado en que muchos de los grandes debates de la actualidad pasen por debates lingüísticos, en que a menudo se pretende cambiar la realidad cambiando el lenguaje que la designa o en que la construcción del lenguaje políticamente correcto y lo que conlleva sea uno de los temas candentes en nuestra cultura.
Pin parental y debate sobre educación
El corolario de lo dicho es particularmente transparente sobre uno de los principales problemas de la sociedad española. En el caso del pin parental, el debate de calado, como correspondería a una cuestión fundamental como la educación, se ha visto reemplazado, al menos en lo que ha transcendido en mayor medida a la sociedad, por el debate ideológico superficial representado por los recursos lingüísticos de persuasión a los que nos hemos referido.