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Europa como mito

Europa, decía Ortega, es coger al gran Don Marcelino Menéndez y Petayo y poner al final de su obra: «non multa sed multum». El imperativo de rigor era lo que para nuestro filósofo constituía la Europa como nivel a! que España debería aspirar. No faltan precedentes entre quienes pretendieron superar, a través de muchos años, las limitaciones del casticismo español. Pero cuando el desarrollo económico de los años sesenta permitió pasar de las palabras a los hechos, el ideal europeo se concretó en el proceso de integración cuya pieza central eran las Comunidades Europeas. Al franquismo siempre le desagradaron, por considerarlas empresas masónicas y liberales, olvidando o tal vez confundiendo, sus antecedentes democristianos y sus prácticas intervencionistas. Por ello, quienes dentro y fuera o al margen del régimen querían substituirlo por un sistema democrático como los vigentes en Europa, se hicieron europeístas de las más diversas siglas, desde la AECE hasta el CEDI. Un europeísmo por cierto bastante ingenuo, que no distinguía bien entre las Comunidades y el Consejo de Europa y que despreciaba las condiciones técnico-económicas de la adhesión, para insistir sólo en las políticas.

De ahí que, cuando se impone en España la transición a un modelo occidental de democracia, sin veleidad portuguesa alguna, lo que hasta entonces había sido su símbolo, la Comunidad Europea, se convierta en objetivo comúnmente aceptado. Por la misma razón que los monárquicos invocaban el ejemplo belga, los regionalistas el italiano, la derecha la Francia postgaullista y la izquierda la Alemania de Helmut Schmitt, todos los españoles que marchaban al encuentro de la democracia abrazaron la causa europea. De ahí las resoluciones unánimes de las Cortes en 1977 en pro de la integración española en la CEE, reiteradas después en varias ocasiones.

España es el único país en que ha tenido lugar semejante unanimidad que manifiesta, mejor que cualquier otra cosa, la condición inanalizable e irracional del europeísmo español, cualidades propias de los mitos.

Sí la adhesión española a la CEE hubiera respondido a intereses económicos o sociales o hubiera sido objeto de opciones políticas racionales, sin duda se hubieran debatido o sopesado, examinando sus pros y sus contras como hicieron, recurriendo incluso a referéndum, los ingleses. noruegos o daneses. Que los españoles no discreparan absolutamente en nada sobre tan polémica cuestión, revela que sólo estaban de acuerdo en algo que, en realidad, desconocían, como es propio de la creencia en un mito, que exige adhesión, pero que no permite la discusión, porque excluye la comprensión.

Europa como maquillaje

Mecidos aún en esta ensoñación mítica, los españoles de la transición política abordaron la adhesión a la CE y despertaron al choque con su realidad económica y las dificultades que ella entrañaba. Los precios agrícolas, los descrestes arancelarios o los períodos transitorios, resultaban duros escollos a pesar de la democracia. Y la indeclinable vocación europea de España era insuficiente argumento a la hora de negociar con Bruselas o con las capitales con las que la renacida España se sentía políticamente fraterna.

Recuerdo lo frecuente que era leer o escuchar el reproche del voluntarismo español a los minuciosos análisis sobre las cuotas lecheras o el precio de la remolacha, que parecían eclipsar las decisiones políticas de las que España se decía acreedora. «Yo sólo hago

discursos morales», me dijo uno de nuestros más entusiastas negociadores a quien encontré en un avión, camino de Bruselas. «¿Qué más se puede decir?», añadía, lleno de buena fe.

o de buena fe. El Gobierno de UCD, asombrado aún de su éxito en la transición y el período constituyente, no supo salir de la contradición entre lo que eran problemas técnicos e intereses económicos concretos, por una parte y, por otra, proyecto político cargado de religioso entusiasmo. El siguiente Gobierno socialista resolvió la dificultad por la expeditiva vía de primar los aspectos políticos con notables sacrificios económicos. La previa ensoñación mítica común a todos, al hacer de los primeros una panacea y subvalorar los segundos, facilitó la transformación de nuestra adhesión a las Comunidades en una operación netamente política.

Durante el verano de 1982, Felipe González Márquez cambió su orientación internacional, dejó de lado el neutralismo positivo que, poco antes, reclamaba como modelo y tomó una opción claramente atlantista que correspondía, por otra parte, a su acelerada evolución hacia la socialdemocracia. La congelación de las relaciones con la OTAN en noviembre de 1982 y cuantas medidas pueden simbolizarse en el nombramiento de Femando Morán como Ministro de Asuntos Exteriores, son inercias cuya discordancia con la designación simultánea de Miguel Boyer como Ministro de Hacienda, debiera haber mostrado su futilidad, En el primer viaje del nuevo Presidente del Gobierno español a Bonn, le acompañó el Ministro de Hacienda. Tras una entrevista con su colega alemán, el Conde Lambsdorff, Presidente del Partido Liberal, éste comentó: «Me haría socialista con ministros así».

El margen de ambigüedad calculado no fue, por tanto, otra cosa que un margen de tiempo para cambiar.

Y las Comunidades Europeas fueron la justificación del cambio. El Presidente González sabía que era imprescindible para España, para el PSOE y para él mismo, la opción atlántica y hubo de justificarla ante la opinión pública en virtud de la opción europea. Así se puso de manifiesto en el decálogo de política exterior formulado con ocasión del Debate del Estado de la Nación a fines de 1984. Ambas opciones salieron adelante en virtud de tan extraña mixtión, pero si el resultado final fue bueno, ambas perdieron con la forzada vinculación.

La adhesión a las Comunidades era en sí misma difícil y, bien negociada, ventajosa. Incluso podía haberse negociado la no adhesión sobre la base del Tratado Preferencia] de 1970, La adhesión a la OTAN, no menos ventajosa, estaba ya hecha, y tan sólo había que proseguirlos acuerdos de integración militar, que, dígase ahora lo que se quiera, iban por buen camino.

Pero se revisó la posición ante la OTAN, presentándola como un mal menor e inevitable, para conseguir la integración en las Comunidades. Porque aquélla urgía y sólo ésta la justificaba, se aceleró la política europea a costa de rebajar las exigencias económicas para permitir una política de seguridad que, por su supuesta peligrosidad, se acotó en términos estrictos y se prosiguió y alcanzó a través de laboriosos y tortuosos caminos, tanto internos (referéndum de 1986) como internacionales (acuerdos de coordinación con la Alianza y bilateral con USA).

Como resultado, ambas operaciones fueron más costosas y difíciles. En cuanto a la Comunidad se refiere, la adhesión en sí misma fue más importante que sus condiciones y, de la adhesión, la fecha. Baste recordar que en los primeros meses de 1985, no se discutía ya el cómo se entraba en la Comunidad, que era lo importante, sino si se firmaba o no aquel semestre y esta cuestión obscureció las demás.

Eso explica que en España nunca se haya debatido el coste de nuestra política comunitaria ni, en consecuencia, se hayan planteado, como en los demás países, ante la opinión y en las Cortes, las ventajas y los inconvenientes de la integración en sí y de nuestra adhesión a la misma. A mi juicio, el resultado final hubiera sido favorable a la adhesión, pero con las ventajas que las ideas claras tienen sobre las creencias confusas, Sólo yo apunté esta vía en el Congreso de los Diputados y para ello tuve que hacer confesiones de europeísmo más propias de una celebración religiosa que de un debate político {Cf. Diario de Sesiones. Congreso, 25 y 26 de junio de 1985).

Lo importante era, a cualquier precio, ser comunitario para poder ser y hacer lo demás y ser más comunitario que nadie. Así lo demuestra la presencia y actitud española en la Cumbre de Milán (J985) aún antes de la adhesión formal y el entusiasmo español, compartido por todas las fuerzas políticas y sociales a la hora de ratificar, pocos meses después de nuestra entrada en la Comunidad, el Acta Única Europea. Recuerdo que, siendo Portavoz del Grupo Parlamentario Popular, decliné por esta razón intervenir en el correspondiente debate durante el otoño de  1986, y mi gesto fue interpretado como mera dejadez.

Ahora nos enfrentamos con el tercero de los retos europeos. La Unión acordada en Maastricht, que plantea problemas de toda índole. Económicos, como acaba de señalar nuestra autoridad monetaria, sociales y políticos, como la polémica sobre las condiciones de la convergencia demuestra. Constitucionales, como todo el que atienda al texto de nuestra Constitución ha de notar.

En Europa entera se debaten estas cuestiones. Quiebra en Francia y Alemania la disciplina de los partidos, abren en la primera un proceso de revisión constitucional, enfrentan en la segunda los Länder y la Federación y provocan un polémico referéndum en Dinamarca. Sólo en España, Maastricht ni se discute ni entusiasma. Se asume con la fe del carbonero.

Europa como instrumento

A primera vista no fallaban buenas razones para el entusiasmo europeísta. El ingreso de España en la Comunidad tuvo beneficiosos resultados económicos aún antes de producirse, si bien su coincidencia con una reactivación de la economía mundial de la que fueron motor los Estados Unidos a partir de los primeros años ochenta, permite sospechar que el crecimiento español, de 1985 en adelante, se hubiera producido también en otras circunstancias.

Comunidades facilitó tres procesos de la mayor importancia. Primero. una ingente afluencia de capital extranjero, no sólo especulativo, atraído por las altas tasas de interés, sino mediante poderosas inversiones directas que buscaban en España tanto una posición de mercado como una cabeza de puente en la futura Europa integrada. Segundo, un importantísimo proceso de capitalización de la empresa española, que aprovechó el descreste arancelario para adquirir cuantiosos bienes de equipo. Tercero, una afluencia de fondos estructurales que. si se aprovecharon mal por el sector privado, ayudaron y ayudan a grandes obras de infraestructura. En este sentido, el éxito del Presidente González en la Cumbre Extraordinaria de Bruselas a comienzos de 1988, obteniendo el ingente aumento de dichos fondos de los que España era una de las principales beneficiarias, supone el cénit de este justificado optimismo comunitario.

Coincidiendo con la adhesión a la CE y en gran parte por las medidas y expectativas que tal adhesión llevó consigo, la economía española aceleró su proceso de internacionalización abriéndose y equipándose.

Fue sin embargo de lamentar que esta orientación macropolítica no inspirase la legislación en el período 1982-1986. donde se adoleció de cierta esquizoidea. La política exterior giraba hacia la CEE, que más adelante había de justificar medidas importantes de política interior; pero simultáneamente se legislaba en temas laborales o educativos o financieros sin tener en cuenta las exigencias comunitarias. Lastimosamente. no se aprovechó la ocasión para una importante serie de ineludibles reformas. Desde el mercado de trabajo, a la participación de las Comunidades Autónomas en la política comunitaria; desde la reforma fiscal a la superación del déficit democrático que, como era opinión común, la Comunidad llevaba consigo. Cuando estos temas se plantearon en el Congreso, sus resoluciones fueron papel mojado (Cf. Diario de Sesiones. Congreso, 2 de octubre y 5 de diciembre, 1985). A tales cuestiones dediqué un pequeño libro de tan buenos críticos como escasos lectores (España y ta CEE. Un sí para, Barcelona, 1986).

Europa como pretexto

Al hilo de la homologación económica se imponía la política. La racionalidad global excluía las opciones particulares, como ya había experimentado el laborismo británico, en la derrota, y el socialismo francés, en la victoria. Sus correligionarios españoles aprendieron en cabeza ajena y sirvieron de modelo después. Pero, además, recurrieron al pretexto europeo para explicar su conversión al buen camino.

El paradigma estuvo y está en el campo de la economía. La exigencia de la competitividad requerida por el Mercado Unico primero, y la convergencia acordada en Maastricht después, han servido de justificación al imprescindible ajuste que supone disciplina en las finanzas públicas, moderación salarial y liberal ización del mercado de trabajo.

Sin duda, con o sin perspectivas de Unión Monetaria, es preciso cortar la sangría que supone ona cobertura fraudulenta al desempleo, una sanidad dispendiosa y una empresa pública deficitaria. Pero el señuelo, cuyas ventajas son más que dudosas, se utiliza como argumento a la hora de convencer a propios y vencer a extraños. Tal es el sentido de la polémica actual en tomo al Plan de Convergencia presentado por el Gobierno, como consecuencia de Maastricht.

Pero más allá de la economía, también sirve la excusa europea. Por ejemplo, en materia de seguridad. Así, la Unión Europea Occidental se utiliza, desde el ya mencionado decálogo de 1984 hasta la crisis del Golfo en 1990, para justificar lo que en realidad exige la solidaridad, no europea, sino atlántica. La adhesión española a la Plataforma de La Haya de 1987 sirvió para plantear en sus términos reales las categóricas afirmaciones del referéndum de 1986, y el Convenio HispanoNorteamericano de 1989 sacó las oportunas consecuencias de ello.

La misma UEO sirvió para admitir el control operativo aliado aún fuera de la estructura militar integrada de la OTAN (Cf. Informa Miller de 1985, Doc. 1018 Asamblea, p, 78, y Diario de Sesiones, Comisión Asuntos Exteriores, 20 de octubre de 1987, p. 6397).

Por último, y siguiendo el ejemplo francés, la UEO fue pretexto que facilitó la participación española en el despliegue multinacional durante la crisis del Golfo. Pero no debe olvidarse que, por importante que desde el punto de vista simbólico fuera esa participación, lo cierto es que la contribución española efectiva fue el apoyo logístico, y éste se hizo al margen de la UEO y en virtud de relaciones bilaterales con los Estados Unidos.

Sin embargo, más allá de esta función, la insuficiencia que para la seguridad española tiene la supuesta identidad europea en este campo, se pone de manifiesto en la suerte corrida por los retóricos apoyos españoles a las propuestas franco-alemanas de ejército europeo.

Europa como amenaza

Ahora bien, si la Comunidad ha aportado beneficios indiscutibles y después ha planteado como exigencias lo que a la propia España convenía, pudiera ser, desde ahora, interpretada como potencial amenaza a los intereses españoles.

En efecto, no falta quien, con razón, teme que lo que primero fue un acicate a la capitalización y después es un factor de disciplina, pueda llevar a la satelización de la economía española y a la mediatización de su política exterior.

En efecto, la desaparición de industrias no competitivas por la eliminación de subsidios, la pérdida de centros de control empresarial por la inversión procedente de otros países comunitarios, los efectos devastadores de la Política Agrícola Común sobre nuestra agricultura continental, pueden ser económicamente correctos (y no siempre, como sería el caso de la ganadería cantábrica y bovina), pero políticamente intolerables a falta de otras compensaciones. Y otro tanto cabría decir de las exigencias suplementarias que supone la apertura a las exportaciones del Magreb sobre nuestra agricultura mediterránea.

Pero estas compensaciones pueden ser insuficientes -como seria el caso si España se transformase en una economía de servicios no precisamente punteros y además imposibles. En efecto, la política de cohesión en que con tanta razón se ha insistido, no se sabe articular más que con nuevos y mayores fondos estructurales. Y si algo está hoy claro es que ni hay voluntad, especialmente en Alemania, para incrementar esos fondos, ni es posible garantizar su permanencia, ni la imparable expansión comunitaria hacia el Este permite suponer que España vaya a continuar siendo uno de sus principales beneficiarios. Así acaba de reconocerlo el Ministro Carlos Solchaga.

La organización del Espacio Económico Europeo como práctica antesala de la EFTA para la integración en la CE pese a la, a mi juicio, no razonable oposición española, va en la misma dirección.

Si de la economía se pasa a la política, es necesario margen de autonomía activa que requiere la defensa de los específicos intereses españoles también parece amenazado por una eventual política exterior y de seguridad común.

Si en algunos casos España ha conseguido atraer la atención comunitaria hacia áreas de su interés, especialmente Centroamérica, en otros la operación resulta más complicada, como ocurre con el Magreb.

La vinculación comunitaria ha debilitado los ya frágiles lazos transatlánticos de España y es significativa la no incidencia de la común pertenencia a la Comunidad en el litigio hispano-británico sobre Gibraltar, según acaba de reconocer el Ministro Fernández Ordóñez.

Si se toma como ejemplo la crisis del Golfo, no deja de ser significativo que. la única posición inviable, para una España plenamente integrada en una hipotética política de seguridad común, hubiera sido la de que España tuvo y recibió, tanto el apoyo interno de todas las fuerzas políticas, como el reconocimiento exterior.

La presidencia española de 1989 fue una ocasión perdida para, en lugar de difundir con exceso la plástica comunitaria en nuestras ciudades, introducir las importantes reformas que la homologación de la normativa española con la Comunidad requiere. Lo fue aún más para desarrollar ciertas opciones comunitarias especialmente favorables a los intereses españoles: el librecambio, la reforma de la política agrícola y, como conclusión de todo ello, la mejora de las relaciones tanto con los Estados Unidos como con Iberoamérica (Cf, Diario de Sesiones del Congreso. 30 de junio de 1988, p. 7670 ss).

La raíz ha de buscarse en que la «fe» española en la Comunidad que dio, sin duda, prestigio y credibilidad a la Presidencia española, no ha ido acompañada de una explicitación racional de qué tipo de Comunidad queremos. ¿Fortaleza o abierta al mundo; intervencionista o desregularizada: ampliada o profundizada? Cuando se han planteado estos interrogantes. no se ha sabido dar una respuesta.

Europa como desilusión

Pero la amenaza puede disolverse en la desilusión. Si la panacea comunitaria era ilusoria a la hora de ponderar los costes políticos y sociales de la Comunidad, también podía verse frustrada por ¡a suerte de la propia integración europea.

No es esta la ocasión de analizar por menudo el futuro comunitario, algo que ya he hecho en estas páginas (NR, n1, p. 24 ss.) sin que la realidad parezca desmentirlo. Pero baste señalar que el sueño de encontraren Europa el substituto de nuestras propias decisiones resulta hoy sumamente inverosímil.

Hubo un momento en que el Gobierno y la Oposición creyeron de consuno, que la Comunidad nos resolvería el problema autonómico, nos haría la reforma fiscal, nos impondría la disciplina presupuestaria. nos obviaría las dificultades migratorias y tantas cosas más. Cuando mostré mi escepticismo sobre estas cuestiones, lo hice en soledad.

Hay en Madrid quien apoya la Unión Monetaria porque cree que es la única manera de poner coto a la supuesta reivindicación vasca y catalana de propio banco emisor. En muchas ocasiones, cuando se ha insistido en la necesidad de modificar nuestro sistema fiscal, el Gobierno ha respondido que ya nos lo haría la homologación comunitaria. Y no falta quien propugne las cesiones de soberanía para tener menos ocasiones de equivocarse ante las presiones de la izquierda. El fenómeno no es estrictamente español y así, por ejemplo, en Francia se hace la apología de la integración recordando que fue el contrapeso comunitario quien puso coto, hace diez años, a los primeros fervores socialistas de enterrar el capitalismo.

En otros pagos, los nacionalismos vasco y catalán creen que el federalismo es el mejor horizonte para un pleno desarrollo de sus respectivas naciones.

Pero la realidad es mucho más compleja. La Comunidad y, especialmente después de Maastricht, parece orientarse por la vía intergubernamental, de modo y manera que los Estados . son sus únicos protagonistas, tanto más celosos de ello cuanto más .sean las competencias que ejerzan en común. Y esta lógica reacción, junto con la experiencia histórica, debería poner coto al europeísmo de los nacionalistas.

Por otro lado, el proceso de integración tiene un ritmo demasiado lento y ambiguo como para esperar de él solución eficaz a problemas urgentes. La Comunidad no nos los resolverá sino que, al contrario, aumentará nuestra necesidad de abordarlos y darles nosotros mismos solución para competir mejor en una Europa que es, felizmente ya. una «Comunidad de seguridad» (en el sentido de Deutsch y Maull); pero que el Mercado Unico va a hacer un pacífico palenque de concertación, más que un hogar común.

Europa como nivel

Quienes apostaron por la Comunidad Europea como solución para los problemas de España no van, por lo tanto a encontrar la respuesta soñada, porque la Comunidad, hasta hoy excusa y aliciente, en el inmediato mañana amenaza o frustración, es y será siempre un reto no sólo para coincidir, sino también para discrepar. No sólo para converger sino para competir. Volvemos así al pensamiento orteguiano del que partimos; Europa como nivel.

Académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas