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Mucha gente lo ha dicho, pero creo que fue Aranguren quien patentó la frasecilla: la cultura es de izquierdas. Nunca entendí cómo podía teñirse de un determinado color político algo tan sustancialmente ligado al único animal con dos apellidos, el homo sapiens sapiens, ese individuo perteneciente a la especie de monos erguidos que hace sólo unos pocos miles de años comenzó a imponer su ley en el planeta Tierra. Si hay algo común a todos los hombres, al margen de su sexo, su raza, su ideología o su religión, eso es la cultura, justamente porque la cultura es el elemento privativo de la humanidad, el rasgo específico que nos separa de los animales (o «de los demás animales», para ser más precisos). De manera que la cultura es de todos, de la izquierda, del centro y de la derecha, de los pacíficos y de los violentos, de los perversos y los bondadosos; ello fue así desde el paleolítico hasta nuestros días y seguirá siéndolo en el siglo xxi y cinco o seis milenios después, si es que la especie humana -frágil y quebradiza donde las haya- no hace mutis antes por el foro de la extinción.

Al alimón con el disparate de que la cultura es de izquierdas, ha quemado muchas neuronas en España otro dictamen estupefaciente según el cual la cultura va por barrios, o sea, por «naciones», y que no puede hablarse de cultura española sin incurrir en la inane abstracción. En la medida en que la cultura es un fenómeno universal, «más allá de los fuertes y las fronteras» (que diría San Juan de la Cruz), resulta empobrecedor intentar regionalizaria a toda costa. Más de un doctorando sabe muy bien que si es municipal o
provincial el tema de su tesis le será más fácil publicarla que si es general o, como antes se decía, nacional. En España se hablan varias lenguas, pero existe una cultura común que hace, por ejemplo, que la poesía publicada en nuestro país y en lengua castellana en 1994 tenga mucho más que ver con la publicada en vascuence, catalán y gallego ese mismo año, que con la poesía en castellano publicada en los diferentes países de Hispanoamérica durante el mismo lapso de tiempo. La Historia es inflexible y los siglos crean costumbre. Por eso, y descendiendo a la anécdota, resulta especialmente delirante que se esté celebrando en estos días -septiembre de 1995- en Santiago de Compostela un congreso internacional de Arqueología en el que las únicas lenguas admitidas para ponencias y comunicaciones son ¡el inglés y el gallego!

Ni de izquierdas ni por barrios

La cultura, pues, no es de izquierdas ni va por barrios. Es de todos los hombres y, en una comunidad como España, de todos los miembros de esa comunidad. La cultura tiene, además, sus propios mecanismos de conexión con el ciudadano, y un gobierno liberal que se precie de serlo debe cuidar con mimo el buen funcionamiento de esa
compleja maquinaria comunicativa,

pero sin caer nunca en el proteccionismo cultural, porque todo mecenazgo es, por naturaleza, interesado, y la política no debe interferir en la cultura más que para facilitar su tarea; lo demás es, y perdonen la palabreja, pesebrismo. Las ideologías totalitarias tratan de apuntalar su visión del mundo con la apropiación de una cultura que, en su opinión, es la adecuada y con el rechazo de otra, considerada peligrosa y dañina. Fue lo que hicieron en el pasado el nacionalsocialismo alemán y el comunismo soviético y es lo que en el presente se hace cuando, invocanto al dios de barro de lo «políticamente correcto», se redactan Biblias absurdas o, desde un feminismo mal entendido, se exigen reformas lingüísticas demenciales. (Un ejemplo límite: las novelas de Mark Twain que tienen a Tom Sawyer y Huckleberry Finn como protagonistas han sido expurgadas últimamente en los Estados Unidos por utilizar el término despectivo nigger en lugar de black al referirse a los negros.)

El caso es que en España -ese país del que hablaremos, largo y tendido, en el 98, una efemérides preciosa para diseccionar los problemas patrios- es absolutamente necesario devolverle a la cultura la libertad perdida, y hacerlo con firmeza y equidad, prescindiendo de todo sectarismo. Es preciso dejar
tranquila a la cultura en el espacio que le es propio, sin pretender incorporarla a ninguna esfera particular de pensamiento. En el ámbito cultural, las cercanías ideológicas y las fidelidades políticas no deben ser factores determinantes en el momento de repartir responsabilidades. La mejor lealtad ha de ser la eficiencia, un principio poco o nada tenido en cuenta en los últimos trece años. Cuando, en plan insidioso, le soplaron a Indalecio Prieto que el ingeniero que acababa de ganar un importante concurso de obras públicas era militante de Falange, se cuenta que el político socialista dijo: «Si es el mejor, ¿qué importa lo que piense?» La cultura debe ir avanzando trecho a trecho por el camino de la libertad y de la autogestión, al margen de los poderes públicos», allí donde el Estado manipulador y burocrático pierde la batalla y asoma por el horizonte la imagen victoriosa de un Estado al servicio del individuo.

L.A.C.

Filólogo. Profesor de investigación del ILC/CCHS/CSIC. Poeta. De la Real Academia de la Historia.