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¿Asistimos a un estrechamiento del espacio público y de las libertades que lo componen, empezando por la de expresión, como resultado de ataques a izquierda y derecha realizados más desde un sentimiento de ofensa permanente que desde la razón pública que edifica el suelo de los consensos compartidos en un Estado democrático? ¿Se estrechan nuestras democracias a causa de la emergencia, en la derecha, de gramáticas iliberales que invisibilizan o legitiman distintas formas de desigualdad y, en la izquierda, por una suerte de neo puritanismo moralista que no es capaz de acoger en el debate público la ironía, el humor, la crítica directa o la mera diferencia pluralista, y que acaba queriendo imponer ofuscadamente sus propios y restrictivos dogmas, sus estrechas visiones del mundo?

¿O este escenario dibujado por la supuesta existencia de una cultura de la cancelación —heredera directa de lo que unas décadas atrás se definió como la dictadura de lo políticamente correcto—, antes que un buen reflejo de nuestras sociedades y algunas de sus tendencias sociales de fondo, es resultado de una impotente denuncia, fruto del miedo o el temor y, por tanto, un síntoma de la profunda transformación del espacio público, de su composición y funcionamiento, de los suelos morales que lo componen, de las relaciones de poder que refleja, de la emergencia en ese espacio público de sujetos, voces, demandas, necesidades y actores sociales antes ignorados o despreciados, invisibles en cualquier caso, y que estarían por tanto adquiriendo poder público y disputando el sentido heredado de lo normal y lo excepcional, de lo aceptable y lo descartable, de lo universal y de lo particular?

Me preguntaré si estaríamos asistiendo, en paralelo, a un complejo desplazamiento de la denuncia de los privilegios y de las desigualdades heredadas hacia lo que podríamos identificar como un discurso de la víctima

Es decir, y por resumir hasta el absurdo, ¿asistimos a un estrechamiento de los marcos democráticos y de sus libertades o, bien al contrario, a su ampliación dada la incorporación de nuevas voces, nuevas identidades o nuevos sujetos? Dicho, si se prefiere, en forma de eslogan, ¿cultura de la cancelación o crisis de los privilegios? Esta es, creo, una forma, quizá exagerada pero con todo ilustrativa, de sintetizar y por tanto ubicar el debate al que nos enfrentamos cuando exploramos el sentido de la existencia de una supuesta cultura de la cancelación contemporánea.

Adelanto que en estas líneas sostendré la segunda de las opciones que vengo a contraponer, es decir, que este debate refleja, en última instancia, un cambio social que se describe mejor desde la hipótesis de una ampliación de los marcos democráticos y de los sujetos con voz (y voto) en el espacio público, de una crisis de los consensos y, por tanto, de los privilegios en los que se asientan, es decir, los que habían definido a las sociedades democráticas salidas de la Segunda Guerra Mundial (un privilegio masculino, de clase media, blanco, heterosexual, apegado a los orígenes nacionales de los Estados de los que forman parte, por ejemplo).

Pero estando convencido o, en cualquier caso, inclinado a sostener esta segunda lectura de lo que subyace a los discursos de la cancelación, y por tanto a ver en ellos el lamento de una pérdida, la de un privilegio cultural más que la cancelación a la que estarían arbitrariamente sometidos, y a cuya argumentación dedicaré el grueso de este texto, necesitaré, antes de concluirlo, mostrar alguna que otra duda o preocupación que ensombrece o matiza la perfecta simetría de la contraposición que vengo a esbozar. Es decir, me preguntaré si, además de una crisis democráticamente saludable de las posiciones (culturales, sociales, económicas y políticas) que, tras el manto de la neutralidad o la naturalidad, no hacían sino esconder una forma privilegiada de acceso al espacio público hoy puesta en cuestión, si además de este fenómeno no estaríamos asistiendo, en paralelo, a un complejo desplazamiento de la crítica social, de la denuncia de los privilegios y de las desigualdades heredadas hacia lo que podríamos identificar como un discurso de la víctima antes que como una práctica de la emancipación. O, más precisamente, como un discurso que, buscando la emancipación, quedaría en ocasiones atrapado en el repliegue victimista de esos sujetos, colectivos y movimientos políticos y sociales. Un desplazamiento o repliegue que, en ningún caso, permite dar la razón a los discursos que denuncian la existencia de una cultura de la cancelación, pero que nos pone trabas a los que quisiéramos ver simplemente en ellos la negación de una prístina revolución democrática.

CANCELACIÓN, CENSURA Y CRÍTICA

Antes de abordar estas preguntas conviene quizá empezar por aclarar los conceptos con los que trabajan. Empecemos con la noción misma de la cancelación porque, exista o no como práctica o cultura, no significa ni mucho menos lo mismo que la censura o la crítica, y suele confundirse con ellas. Mientras la censura es asunto propio de Estados y poderes públicos, la cancelación sería, y esto no deja de ser un primer síntoma de lo que podría operar bajo su denuncia, el ejercicio de minorías ofendidas. ¿La censura sería cosa del poder y la cancelación de aquellos que apenas lo tienen? Para aclarar esta molesta pregunta cabría traer a escena la vieja noción de crítica, pues es harto probable que lo que ejercen esas minorías, ofendidas o no, sea,  fundamentalmente, una crítica. De los chistes sobre los homosexuales; de los relatos sobre la debilidad o incapacidad femenina; de las narraciones que dan por sentada una libertad sin responsabilidad masculina; de la asunción acrítica de una mirada blanca, europea u occidental sobre los otros, sobre su historia e identidad; o de la naturalización de un lenguaje que no deja de ser histórico y, por tanto, reproductor de las  desigualdades que cristalizan en la historia, por poner algunos conocidos ejemplos.

Así las cosas, irrumpe inmediatamente otra pregunta, no menos molesta, acerca de la naturaleza y el sujeto de la ofensa: ¿son los que supuestamente cancelan, esas minorías tildadas de  dogmáticas o moralistas, los sujetos que responderían ofendidos, o tendríamos que valorar otra posibilidad, la de que sean los sujetos criticados por esas minorías los que estén reaccionando desde un sentimiento que, precisamente por no aceptar la crítica ni, sobre todo, el valor social de quien la emite, acaban por transferir y proyectar en esas minorías críticas un sentimiento de ofensa que les es propio?

EL PODER Y EL ESPACIO PÚBLICO

Para responder mejor a esta última pregunta conviene quizá atender a una paradoja habitual en la denuncia de la cancelación: el hecho en absoluto baladí de que quienes la suelen realizar sean intelectuales, políticos, actores, académicos o cómicos con gran visibilidad pública, y de que lo hagan desde espacios mediáticos que, a su vez, gozan de no menor visibilidad y poder.

¿Conocemos casos de cancelaciones culturales a sujetos con gran poder social y mediático realizados desde medios de comunicación, tribunas o espacios públicos de gran visibilidad social?

¿Cancelan minorías desde espacios minoritarios (manifiestos, cuentas en redes sociales, charlas, protestas en universidades) a personajes públicos de renombre que denuncian estos hechos desde medios de difusión masiva (tribunas y columnas en periódicos de tirada nacional, debates o entrevistas en cadenas de televisión con gran audiencia, discursos en espacios institucionales varios) a los que esas minorías no suelen tener acceso? Porque, ¿conocemos realmente casos de cancelaciones culturales a sujetos con gran poder social y mediático realizados desde medios de comunicación, tribunas o espacios públicos de gran visibilidad social? Hagan memoria, al menos para el caso español, porque yo no los conozco.

LIBERTAD DE EXPRESIÓN O DE LIBERTAD DE CRÍTICA  

¿Asistimos, pues, a este estrechamiento del espacio público que se derivaría de la cultura de la cancelación, y a una consiguiente puesta en cuestión de la misma libertad de expresión, o se trataría, más bien, del ejercicio de una libertad de expresión ampliada para la puesta en cuestión de los valores que habrían definido nuestro espacio público? Es bien posible que estemos, en efecto, asistiendo a una redefinición de los contenidos de lo que valoramos como negativo y positivo, de aquello que aceptamos o rechazamos y, huelga recordarlo, toda sociedad, por pluralista que sea (o precisamente por serlo), emite  constantemente juicios de valor sobre las prácticas culturales que, al cabo, son aceptadas y normalizadas, o sobre aquellas otras que quedan excluidas o marginadas. Una redefinición, sí, del valor de los contenidos del debate social y de los consensos que así acaban fraguando o cristalizando en un momento histórico dado, pero también del valor de los sujetos mismos que pueden emitir esos juicios críticos.

¿Es, pues, posible que lo que unos llaman cultura de la cancelación, intransigencia, moralismo –«aquí ya no se pueden hacer chistes como antes», «muchas novelas, películas o canciones hoy no serían permitidas»–, sea para otros el simple acceso al espacio público, en el ejercicio de la libertad de expresión, para señalar críticamente el valor de unas expresiones, unas novelas, unas películas o unas manifestaciones artísticas que hoy ya no son tan universalmente aceptadas?

¿Deberíamos aceptar que la libertad de expresión es siempre el resultado de una disputa, un conflicto, una redefinición constante del valor de sujetos?

¿Debería la libertad de expresión de unos, los nuevos llegados al espacio público, ser limitada en favor de la libertad de expresión de otros, los ya instalados desde hace décadas en el espacio público? O, al contrario, ¿deberíamos aceptar que la libertad de expresión es siempre el resultado de una disputa, un conflicto, una redefinición constante del valor de sujetos, contenidos y prácticas, y que cuanto más viva sea esa disputa mayor será la diversidad y calidad de nuestros discursos y productos culturales, pues estarán sometidos a una crítica plural ante la que no podrán sino responder desde la innovación formal, narrativa, discursiva? ¿No es esta la mejor garantía de una ampliación de los marcos democráticos mismos, esa por la que se ensancha el espectro de sujetos con voz crítica, con capacidad de emitir juicios de valor en el espacio público?

Quizá la noción de la cultura de la cancelación, y la concepción asociada que tiene de la libertad de expresión, estén sostenidas en una imagen de la libertad sin responsabilidad, esto es, en un decir libre, pero libre en la medida en que no se hace cargo de las consecuencias sociales de lo que dice, como tampoco del lugar de enunciación desde el que lo dice. Esa libertad sin otro, sin responsabilidad o sin asunción del poder del que dice es, seguramente, el resultado, hoy, de un proceso histórico en crisis: el de la falsa universalidad del discurso liberal aceptado. Es decir, el hecho contumaz de haber confundido una determinada configuración del espacio público, de su reparto de posiciones de poder y de discursos, prácticas y sentidos aceptados, con la universalidad misma del cuerpo político y cultural.

La aparición de nuevas voces y sujetos, de nuevas prácticas, identidades y posiciones muestra, precisamente por su marginación histórica del espacio público, que la universalidad estaba lejos de ser neutral, que era más bien el resultado de un juego de poder, es decir, de inclusiones y exclusiones, valores aceptados y negados, sujetos con valor y sin él. Es esta crisis de la universalidad la que se asoma, seguramente, en los actuales debates sobre la cultura de la cancelación: sujetos aferrados a los valores de una vieja universalidad cuestionados por esas nuevas minorías, por esos sujetos antes excluidos del espacio público, que con la exigencia de su inclusión acaban poniendo en cuestión el poder, los contenidos y el valor de lo que había sido aceptado como normal, neutral o universal hasta la fecha.

 CONCLUSIÓN ABIERTA

Cabe, con todo, preguntarse por las formas que está tomando la irrupción de estos sujetos que no formaban parte del espacio público, de esta parte que no tenía parte en él, por jugar con la formulación de Rancière sobre la democracia. De si está consiguiendo no solo ampliar, que sin duda, los márgenes de lo aceptable y, con ellos, del espectro de sujetos y valores con los que debemos contar, sino si está siendo capaz de definir nuevos consensos, nuevas concepciones de lo universal –o de algo que pueda ocupar ese lugar de la universalidad en nuestras sociedades actuales–.

Pues cabe preguntarse, por el contrario, si la irrupción de estas nuevas demandas, sujetos y voces críticas no queda en ocasiones atrapada en un juego de espejos identitario por el que se denuncia con éxito la operación que tiene lugar en esa falsa conversión de lo particular en universal (señalando así el juego del poder por el que bajo la universalidad de los discursos liberales no se encontraba el ser humano genérico, ni unos derechos abstractos universales sino, por ejemplo, un hombre blanco, de clase media, heterosexual y occidental que definía desde sí mismo lo válido y lo despreciable, lo incluido y lo excluido, lo aceptable y lo descartable), pero que no siempre ha tenido la capacidad de articular su propia identidad minoritaria con otros actores, otros sujetos y otros colectivos, y de hacerlo con el objetivo de construir nuevas formas de universalidad o, en cualquier caso, de una normalidad ampliada. Este desvelamiento de la identidad del otro se habría realizado desde la propia afirmación de la identidad, donde ha sido habitual una crítica (eso que el criticado tiende a llamar cancelación) que funcionaba más como denuncia de una injusticia, y por tanto como afirmación de un daño recibido (la figura de la víctima) que como discurso y práctica capaces de buscar la erradicación de las condiciones sociales o históricas que habrían generado esa injusticia y ese daño.

Cuando la crítica no busca, en su denuncia del privilegio, una forma de ampliación de lo aceptado, es decir, alguna forma de universalidad todo lo parcial o situada que se quiera, puede quedar atrapada en la afirmación de su propia identidad, es decir, de su papel como víctima de una injusticia. Y esto puede llevar a que ya no se busque tanto la erradicación de la injusticia (la emancipación) como la sola, sin duda necesaria pero del todo insuficiente, búsqueda del reconocimiento, el del daño sufrido. Concluyo así con este peligro, con este juego de espejos identitario, pues matiza o ensombrece la quizá demasiado cristalina contraposición que vengo a establecer entre la cultura de la cancelación y la crisis de los privilegios.

Sociólogo. Profesor en la Universidad Carlos III de Madrid.