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En uno de sus momentos de bravura, William Hague afirmó que «los valores del partido tory se remontan a los tiempos en que Wilberforce liberaba a los esclavos, Burke escribía sus grandes tratados y Pitt llamaba a la guerra contra la tiranía». Es posible que las palabras del antiguo líder conservador tengan un punto de altisonancia, pero —más allá del énfasis retórico— también se hace difícil negarles su verdad. Con una prosapia que se remonta hasta los años de la Gloriosa, ningún otro partido puede reclamar un pedigrí semejante al del torismo. Y, en virtud de esa misma pervivencia, sobre ningún otro partido han podido proyectarse atributos más dispares.

Esos tories que parecen ser sinónimo de tradición han sido también abanderados de las causas más rompedoras en cada época, de la emancipación católica bajo Wellington a la lucha por el sufragio femenino

La propia antigüedad de los tories, en verdad, parece avalar todo precedente y así desalentar nuestros esfuerzos de cartografía política. A modo de ejemplo, el que tome su euroescepticismo de hoy como verdad inmutable, se sorprenderá al saber que —allá por los setenta— el conservador se llegó a publicitar como «el partido de Europa». A quien vea en ellos un rescoldo de viejo imperialismo, siempre se le puede hablar de «los vientos de cambio» descolonizadores de Macmillan. Y aquellos con edad para recordar las refriegas entre Gobierno y sindicatos, deben también llevar a la memoria que otros ejecutivos conservadores los habían impulsado tiempo atrás. Suma y sigue: esos tories que parecen ser sinónimo de tradición han sido también abanderados de las causas más rompedoras en cada época, de la emancipación católica bajo Wellington a la extensión de la educación pública bajo Salisbury, sin olvidar la lucha por el sufragio femenino. Y lo mismo podríamos decir de lo que hoy pasa por lugar común, como es su apoyo al liberalismo económico, cuando no han dejado de conocer sus fiebres proteccionistas y todavía tendrían tiempo de posar de keynesianos.

Ciertamente, ya nuestro Assía escribió que «mientras otros pueblos se han debatido en desatar […] el nudo gordiano de la contradicción, los ingleses la han convertido en eslabón de su unidad, haciéndola comodín para el juego de la convivencia, la transacción y la armonía». Aun así, podría parecer que los conservadores británicos han llevado un poco lejos este esfuerzo de síntesis. Si lord Kilmuir dijo que la unidad era «el arma secreta» de los suyos, ¿cómo pueden explicarse tantos motines en sus filas, tantos altercados? Si con Alec Douglas-Home se les podía calificar de clasistas y de arcaicos, ¿cómo olvidar que —en menos de una década— también aportarían la modernidad de un Heath o la meritocracia de una Thatcher? De «la edad de la afluencia» al Miércoles Negro en su desempeño económico, y de Normandía a Suez en sus refriegas exteriores, ni siquiera su ejecutoria en el poder arroja un balance incontrovertible. En fin, quien todavía vea a los tories como el «nasty party», como un partido adusto y moralista, tan solo tiene que acordarse de aquella imagen de David Cameron amamantando a un cordero. No, no faltan contradicciones aparentes en el torismo. Con todo, quizá la mayor de ellas pueda cifrarse en las apreciaciones de dos de sus líderes recientes: de un lado, el «tenemos que tener una ideología» thatcherita; de otro, el «los conservadores no somos ideólogos» cameroniano.

Ante estas divergencias doctrinales, algunos han querido ver la razón constitutiva de los tories en un «apetito por el poder», que los dotaría de una singular «capacidad de adaptación» hasta habilitarlos como «el partido natural de Gobierno en Gran Bretaña». No es nada nuevo: ya desde los años de Defoe, en el siglo XVII, se les ha reprochado lo ambiguo de su carácter y lo fungible de sus principios. Y hay una sensatez de fondo en la alabanza a su competitividad electoral: en su largo peregrinar, los tories han sobrevivido —cuando no han engullido— a no pocos partidos, entre ellos whigs y liberales, y sus ochenta años de Gobierno solitario o coaligado justifican que el siglo XX haya sido «el siglo conservador» en el Reino Unido. También aquí, sin embargo, nos vemos obligados a modular: pese a su conocido pragmatismo, pese a su acomodación a las exigencias del electorado, los conservadores cedieron la hegemonía de la iniciativa política a los laboristas en momentos de tanta trascendencia como la posguerra y el esquinazo de los siglos XX y XXI. En definitiva, ese apetito por el poder —inherente a toda plataforma política— será un instinto muy perfeccionado por parte de los tories, pero no el motor primero de su acción.

A quien quiera, por tanto, buscar el hueso de Cuvier a partir del cual reconstruir el esqueleto del conservadurismo británico, tal vez no le quede otro remedio que ir aguas arriba, a los orígenes del partido tal y como lo conocemos hoy. En concreto, a la «llama sagrada» de Disraeli y a esos tiempos en que un programa político podía tener cabida en una novela. Es ahí donde mejor puede entreverse que, si los tories son «el partido natural de Gobierno», es por haberse definido previamente como «el partido de la nación».

No otra sería la gran causa disraeliana. En un pasaje de Sybil, el victoriano deplora la existencia de «dos naciones» que, separadas por la clase y las riquezas, parten la comunidad británica al no mantener entre sí «ni afinidad ni trato». Disraeli escribe estas líneas —de celebridad instantánea— cuando todavía es un hombre joven, pero el afán de reparar y unir esa cesura social iba a ser el bajo continuo de su vida pública. A esta luz hay que entender sus esfuerzos para hacer del partido tory, precisamente, «el partido de la nación». Y, en un famoso discurso en Londres, año 1872, poco antes de inaugurar su segundo mandato, ese propósito se hará explícito: los conservadores quieren contar en su proyecto con «el conjunto de las numerosas clases existentes en el reino», porque «si no es un partido nacional, el partido tory no es nada». El torismo disraeliano, de estirpe tan fecunda, busca de este modo establecer su identidad: no será un partido de clase, al modo socialista, ni, al modo de los liberales decimonónicos, representará las sensibilidades e intereses de un sector como el manufacturero. En congruencia con sus planteamientos, Disraeli fija el doble haz de la acción política tory: conseguir «la elevación de la condición de las gentes», por un lado; «sin violentar», por otro, «los principios de verdad económica sobre los que reposa la prosperidad de los Estados». Y, junto a ello, un propósito tan decididamente burkeano como «el mantenimiento de las instituciones del país». No en vano, «el partido nacional» no solo tenía que unir «las dos naciones» separadas por la fractura social, sino garantizar la armonía de un Estado cuyos diversos territorios debían estar representados en pie de igualdad

Codificado en fecha temprana como «conservadurismo one nation», el proyecto de Disraeli se convertiría en la ley y los profetas del torismo. De paso, la conciencia de comunidad nacional y la voluntad de cohesionarla se iban a ofrecer como falsilla ideológica para todos los partidos conservadores que, en la Europa moderna, también han querido ser «los partidos de la nación». Y puertas adentro del Reino Unido, esa partitura disraeliana no iba a dejar de sonar hasta nuestros días, a veces con arreglos para orquesta y otras veces —por hacer un guiño al thatcherismo según Niall Ferguson— con arreglos para banda punk.

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Con sus equilibrios entre sensibilidad social y ortodoxia económica, se ha dicho que Disraeli no hizo sino anticipar los debates que se iban a abrir en el conservadurismo británico tras el momento fundacional de la posguerra. No en vano, de Churchill a Cameron, desde el poder y desde la oposición, la vía media disraeliana ha sido el estándar de medida contra el que se iban a juzgar las distintas inflexiones del torismo. Así, según los momentos, el «conservadurismo one nation», más que ofrecerse como punto de encuentro, ha podido ser interpretado como línea de fractura: a despecho de la calidad de tantos liderazgos, en el partido nunca iban a faltar etiquetas —de wets y dries al «nuevo conservadurismo» y «la nueva derecha»— para reflejar las declinaciones infinitesimales del torismo. Lo dejó dicho uno de sus prebostes al comenzar un mitin: «todos somos conservadores, así que todos pensamos distinto». De 1945 hasta hoy, esos debates —y esas facciones— orbitarían en torno al grado de compasión que aplicar al conservadurismo, al entendimiento de la política como consenso o convicción, a las actitudes de tutela o acatamiento de las tendencias de la opinión pública. Pero, en todas y cada una de las disyuntivas, el ethos one nation iba a actuar de instancia moderadora entre las tendencias del partido para favorecer los equilibrios de su naturaleza dual.

En tiempos del consenso de posguerra, la aceptación del keynesianismo por parte de los tories unió el convencimiento a la necesidad. Si damos por bueno el carácter de «pacto de caballeros» de la gestación del Estado providente, no podemos poner en olvido el paternalismo que, al contacto con las gentes del común, se había despertado en aristócratas como Churchill, Eden o Macmillan ya desde las vivencias de la Gran Guerra. Con su fondo gentlemanesco de «noblesse oblige», el tendido de una red asistencial no venía sino a entender el cuerpo social como un lugar de vínculos y —justamente— obligaciones mutuas. En paralelo, el impulso al «capitalismo del bienestar» permitía a los tories capitalizar su «carácter no ideológico y flexible», distintivo de «un Gobierno basado en las circunstancias inmediatas antes que en la teoría o el dogma, que busca el consenso y así fortalece la estabilidad y la cohesión sociales». No es esta cuestión menor, aunque la interpretación quedará al gusto del cliente: ¿estamos ante una elasticidad capaz de lesionar los propios principios, o más bien ante una política que sabe primar la experiencia sobre la ideología? En uno u otro caso, la legislación no se produce in vitro: cuando Churchill es elegido primer ministro en 1951, las reformas del laborista Atlee —admirado incluso por Margaret Thatcher— ya habían cambiado para siempre el rostro de aquella Inglaterra «tradicional, formalista y ociosa» de nuestra imaginación. Y quién sabe si en los prohombres conservadores de la época no se activó ese pesimismo salisburiano según el cual «el arma del conservadurismo es retrasar los cambios hasta que estos se vuelven inofensivos».

Más prosaicamente, los tories de posguerra intentaron demostrar —como dejó dicho su ideólogo Rab Butler— que «el empleo y el Estado del bienestar» se hallaban «seguros» en manos conservadoras. En puridad, lo buscado era un modelo de economía social de mercado que pudiera «premiar la iniciativa sin abandonar la justicia social» y, de conformidad con estas líneas maestras, las administraciones conservadoras iban a fomentar una economía mixta que legitimaba la vertiente empresarial del Estado, la intervención del Gobierno, la conciliación sindical y el Estado del bienestar. Lo hicieron con tanta perfección que, en el análisis laborista de la derrota electoral de 1955, los gurús del partido concluyeron que había una «ausencia de diferencias claramente definidas» entre las candidaturas. Y de su éxito apenas puede dudarse: con la economía al alza, con los impuestos recortados, la inflación controlada y el pleno empleo garantizado, Macmillan, en 1957, pudo alardear de que «nunca habíamos estado tan bien».

No era un edén destinado a durar. Una de las leyes inexorables de la economía afirma que lo que no puede continuar de ningún modo va a continuar, y a la altura de los primeros setenta, la maquinaria keynesiana, tras el segundo Gobierno Wilson, comenzaba a griparse. Asistimos, según Clark, al momento más frustrante y melancólico del torismo en el siglo xx: aquella legislatura de Edward Heath en la que terminarían por hacer huelga incluso los sepultureros. El consenso de posguerra salta por los aires con una espiral perfecta de inflación y desempleo; los sindicatos —pilares fundamentales de la concertación económica— maniatan al Gobierno; el Ejecutivo interviene en los mercados, el gasto público se expande y nada de ello puede devolver a la economía la flexibilidad y la competitividad perdidas. Ciertamente, las circunstancias —algunas tan graves como la crisis del 73— no conspiraron a favor de Heath, pero su primera retórica monetarista iba a verse en todo caso desmentida por la debilidad política de sus célebres «giros de 180 grados» en materia económica. Fue por estos «u-turns» que Heath dejó el recuerdo de un Gobierno «sin principios firmes ni historial presentable» y la realidad de un país varado en la crisis. A modo de ironía, los propósitos inconclusos de su administración, atinentes a la disciplina en el gasto público y la capitidisminución de los sindicatos, comenzarían a ponerse por obra en el finalmente malhadado gobierno de Jim Callaghan. Y, ante todo, iban a dar carta de legitimidad al momento liberal que, como cambio de paradigma, estaba destinada a impulsar Margaret Thatcher.

Hay sin duda un punto infuso, inexplicable, en su liderazgo. Hoy, cuando tendemos a observar el thatcherismo como una doctrina berroqueña, irremediablemente llamada al triunfo, cuesta pensar en su lento despegue. Cuesta recrear aquellos momentos en que sus compañeros la votaron menos por confianza que por desesperación. Y también cuesta acordarse de que, sola y sin apoyos, nunca nadie hubiera imaginado sus grandes destinos: encadenar tres mayorías inauditas, asentar un modelo político y moldear el perfil de su partido incluso después de dejar su presidencia. Al fin y al cabo, ¿qué esperar de una antigua ministra de Edward Heath?

A Thatcher le ayudó  estar a la altura de otras circunstancias tan ásperas como la Guerra de las Malvinas

Puede admitirse que a ella sí le ayudaron las circunstancias —como celebrar las elecciones tras el Invierno del Descontento—, pero no sin admitir que también le ayudó estar a la altura de otras circunstancias tan ásperas como la Guerra de las Malvinas. Ahí fue de justicia que su capacidad de mando pudiera opacar los datos económicos, no exactamente alentadores, de su primera legislatura en el poder. También a esas cifras les daría la vuelta. Porque en alguna ocasión se ha afirmado que el destronamiento tan súbito de la Thatcher ha hecho mucho por amplificar su mito, pero —por las mismas— bien puede pensarse que no hubiera necesitado de esa caridad. Para buena parte de los tories, por ejemplo, lo congruente es plantearse cuál fue el mayor de sus méritos. De un lado, un milagro económico de la crisis a la recuperación, saldado con crecimientos anuales del 4% a finales de su mandato, y basado en el fomento de la competitividad, la desregulación, las privatizaciones y la puesta en marcha de la reconversión industrial. De otro lado, sus gobiernos implicaron un recauchutado de la confianza para unos planteamientos conservadores capaces de imponerse en la llamada batalla de las ideas: baste considerar su victoria —tan simbólica como efectiva— frente a las uniones sindicales. No en vano, a contracorriente de cierta tendencia abstencionista del torismo, sus administraciones siempre procuraron menos acompañar a la sociedad que liderarla, con un mensaje moralizante en torno a la responsabilidad individual y una pedagogía destinada a modificar las expectativas ciudadanas sobre el alcance del Estado. En el esquema thatcherista, no se trataba de endulzar su mensaje para ganar votos, sino de sumar apoyos mediante la reforma de la mentalidad de los votantes. Y su mensaje era tan claro como visceralmente antikeynesiano: el Estado del bienestar crea desincentivos y dependencias que merman el crecimiento y la prosperidad y —de este modo— termina por redistribuir no más que la pobreza. Por el contrario, la competencia libre, con su exigencia de responsabilidad e iniciativa individual, resultará moral y socialmente virtuosa, en tanto que expande la propiedad privada y, en consecuencia, fortalece la libertad de las personas. En cuanto a las desigualdades, el efecto derrama de este capitalismo popular, según el manual del thatcherismo, terminaría por aumentar el nivel de vida de la generalidad.

Es muy dudoso —los datos de voto no lo avalan— que el thatcherismo consiguiera finalmente forjar una nación de thatcheritas, aunque la capacidad de la primera ministra para movilizar pasiones ha seguido intacta hasta hoy. Incluso en su partido se enajenaría las suficientes simpatías para justificar el funcionamiento interno de los tories, según escribe Bale, como «una autocracia templada por el asesinato». En todo caso, una presencia tan poderosa como la suya iba a propiciar tal horror vacui tras su abandono que, inevitablemente, también se le ha juzgado por su ausencia. En el caso tory, ya hubiera sido traumático el simple hecho de sobrevivir a la resaca de su éxito, pero el influjo de la Thatcher iba a ser aún más especial: en concreto, no muy distinto del de esos árboles que no permiten crecer bajo su sombra. Líder tras líder, la larga errancia tory en la lejanía del poder —de 1997 a 2010, después del estrambote de John Major— merecerá en los libros de historiografía conservadora epígrafes tales como «mirando al abismo» o «perdidos en la jungla». Y, por supuesto, que el New Labour fuera una hijuela de sus gobiernos —como dijo la propia premier— iba a resultar de escaso consuelo para un partido al que nunca le funcionaría el «thatcherismo con piloto automático». Al final, con cada elección como una nueva decepción, el torismo fue ahondando metódicamente en sus cismas: el conflicto entre la vieja guardia de Maggie Thatcher, más liberal y euroescéptica, y una sensibilidad tory no menos vieja pero más abierta a Europa y a las tesis del conservadurismo compasivo.

Iba a hacer falta una buena ración del sincretismo conservador de siempre —para unos moderación, para otros pasteleo— de cara a recuperar el modus vivendi en el partido y, ante todo, devolverle la mordiente electoral. El elegido fue, en 2005, David Cameron, y cabe pensar que con su nominación se quiso respaldar a un hombre de consenso y no a un ideólogo, a un político de actitudes y no de teorías, a un líder —quizá— cuyo principal valor radicaba en su persona y no en su programa. ¿Un peso pluma? Algunos lo quisieron ver así, pero muchos veían más bien la necesidad de un cambio y juzgaron que Cameron era el rostro de ese cambio. Y, por primera vez en mucho tiempo, todos se sometieron a la disciplina interna: Cameron quitaría el moho de la marca conservadora para darle una nueva modernidad y una nueva seducción a ojos del electorado. Frente a frente con Gordon Brown, los tories pronto supieron que la apuesta iba a cuajar. Su uso diestro de la comunicación política convirtió su juventud en voluntad de transformación. Y su estilística, no ajena a recaídas en el buenismo, enfatizó el aggiornamento del lenguaje y la atención a las causas —de los derechos humanos al medio ambiente— con mejor acogida en el seno de la sociedad. Los conservadores, poco a poco, iban volviendo con garantías al ring electoral.

A la altura de 2015, crecida su envergadura política después de una rotunda mayoría, nos es al fin posible ponderar la mezcla de determinación, cintura y astucia con que Cameron logró gestionar su primer Gobierno de coalición. Su propia alianza con los liberales ya lo mostró —según se iba a repetir en el criticado referéndum escocés— como un político cómodo con los riesgos. Y, de hecho, los ha sabido manejar con la suficiente habilidad como para superar las presiones de la derecha de su partido, imponer su tono en un ejecutivo con un socio de centro-izquierda y, en definitiva, reintegrar a los suyos un torismo vencedor. No hubo, en verdad, mejor bálsamo para los tories. Y con sus victorias electorales, Cameron se ha hecho perdonar una amalgama de thatcherismo económico y liberalismo en la agenda social con potencial para irritar a buena parte de su militancia.

Tachado de heredero de Disraeli, el escaso doctrinarismo de sus puntos de partida le ha permitido ir modulando su discurso. Véanse, por ejemplo, el endurecimiento paulatino de su euroescepticismo o su respuesta, de austeridad sin fisuras, ante la crisis económica. Sin embargo, el pragmatismo de su acción de gobierno no impide que el caudal del conservadurismo contemporáneo se haya enriquecido con la aportación cameroniana. Ahí está su comunitarismo, como un rebrotar de cierto espíritu one nation. Ahí están sus apuestas —tan conservative— por la descentralización, o el potenciamiento de esas «instituciones intermedias» que están en el corazón de su Big Society y también en el gran libro del conservadurismo de todos los tiempos. El punto de distinción cameroniano, sin embargo, estará más bien en su actualización de la vía media del torismo histórico. Es lo que le ha ganado un hueco en el centro-derecha contemporáneo, y él o sus gurús lo iban a explicar mejor que nadie: «Sin un énfasis en las obligaciones e instituciones de la comunidad, el liberalismo puede ser un individualismo vacío. Sin el énfasis en la libertad individual de los liberales, el conservadurismo puede ser mera conformidad». Ha pasado un siglo y medio y Disraeli, seguramente, estaría muy de acuerdo.

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Una de las definiciones más conocidas del conservadurismo de las islas es aquella que dice que ser tory no es sino una manera particular de ser británico. Es posible que la frase tenga un punto tautológico, si pensamos que ser del Manchester United también es una manera de serlo. Pero la definición tiene su mayor hondura, en tanto que la narrativa tory quiere participar de la narrativa de la Britishness como una «confianza en la historia e instituciones del país, la creencia básica de que somos afortunados de vivir aquí». Y si, según se ha escrito, «el único manual del conservadurismo es la historia del pueblo británico», sorprende poco que las proclamas del partido tory recurran más al archivo de la tradición que al arsenal de las ideas abstractas. Así, el ethos del torismo va a incorporar los valores que han surgido al calor de la vivencia histórica de la nación para nutrir su identidad de partido nacional por excelencia. Y no otro será el común denominador de la muchedumbre de pareceres del conservadurismo británico.

Entre estos principios de fondo encontramos una antropología basada en la imperfección del hombre, que implica un rechazo a todo planteamiento utópico

Entre estos principios de fondo encontramos, sin afán de ser exhaustivos, una antropología basada en la imperfección del hombre, que implica un rechazo a todo planteamiento utópico. También, una creencia en la sociabilidad natural humana, que fija nuestros derechos y deberes y otorga su respetabilidad y su utilidad social a las instituciones y la ley.

Por supuesto, en el prontuario tory destaca asimismo el respeto a la libertad del individuo y a un derecho a la propiedad que se entiende inherente a esa libertad personal. Y, del individuo a la comunidad, el conservadurismo hará hincapié en su concepción de la sociedad como un todo orgánico donde las personas generan vínculos solidarios a través de instancias que, como la familia o las iglesias, no responden al control estatal. Son estos «principios que no caducan», en expresión de Eden, los que nos permiten hallar un continuum conservador a lo largo de la historia. Y si muchos de ellos nos parecen prepolíticos, hay que indicar que el conservadurismo moderno nace precisamente para darles un cauce institucional y una traducción ilustrada. Para incorporar al espacio público —por decirlo con Burke— esa «sensatez de principios» y esas «gracias inapreciables de la vida» como una tradición inteligible y habitable.

Este sentido de continuidad está inserto en la entraña del torismo, y constituye, sin duda, uno de los ingredientes para hacerlo operativo como verdadero «partido de la nación». Pero la adscripción y la vivencia de una tradición, como nos recuerda Eliot —tan próximo a los conservadores— también implica hacerla. Y buena parte de las matizaciones de la política tory responden a una intuición contigua de Oakeshott: el carácter de la tradición no está en ahormarse a un solo rasgo, sino en tolerar y unir en una variedad interna. Por eso solo la tradición permite cambios y reformas sin alterar la identidad. Y en un partido más empírico que idealista, sustentado por siglos de camino, será común repensar a cada poco las propias tradiciones y recurrir a su ethos one nation para renovar puntualmente sus propuestas.

Puede ser útil analizar el itinerario conservador desde este punto de vista. Ciertamente, el torismo histórico ha ido superponiendo y sedimentando diversas adiciones ideológicas en su recorrido secular. Y no han faltado puntos de controversia en un partido tory cuya gran referencia en el mundo del pensamiento —Edmund Burke— era nada menos que un whig. Conocemos bien algunas de esas tensiones del pasado: la mayor o menor intervención del Estado, el mayor o menor liberalismo social, la imposición de una agenda al electorado o la busca de las zonas de aquiescencia moderada en pro de la estabilidad social y la optimización del atractivo electoral. Hoy mismo no siguen faltando fisuras en el cuerpo del torismo: la inmigración, por ejemplo. O el debate sobre aquella Europa que, durante décadas, pareció el espacio sustitutivo de la prosperidad del Imperio. O, de modo lacerante, la cuestión escocesa y sus implicaciones para los tories en su calidad de partido nacional.

Ha sido común poner el énfasis, según comenta David Seawright, en las diferencias más que en las continuidades, pero el acervo común del torismo —su viejo ethos one nation— ejercerá a cada momento de norte doctrinal y de contrapeso de las redefiniciones del partido. Ese acervo común se plasma más bien como una sensibilidad o una mirada que a modo de catecismo, y las artes del conservadurismo político pasarán por «reconciliar las fuerzas impersonales del cambio» con esos «principios que no caducan» a los que aludía Eden. Ya hemos visto algunos de ellos, resumidos en la última documentación conservadora como «confianza, responsabilidad compartida, defensa de las libertades y respaldo de las instituciones y la cultura» del país. Ahí, la obligación del político conservador —en frase de Thatcher que podían haber firmado un Cameron o un Macmillan— será aplicar estos fundamentos duraderos a circunstancias cambiantes. Cada generación, abunda Cameron, presenta distintos escenarios a esos valores y obliga a alterar lo accesorio al tiempo que se mantiene lo nuclear. La práctica política tory así lo avala, y por eso no es de extrañar que tanto el thatcherismo como el consenso de posguerra, por diversas que fueran sus aproximaciones, pudieran englobarse bajo el mismo eslogan de «Economía libre y Estado fuerte». O que el propio ethos one nation, y no solo el liberalismo económico puro, contemplara un rechazo al dirigismo, una apuesta por el libre mercado que se remonta a lord Liverpool y una fe en la descentralización y el laissez faire que son esenciales al conservadurismo desde Burke. Como se ve, incluso en la discusión, el sustrato compartido otorgaba fluidez a las fronteras ideológicas. La misma Thatcher diría que estaba deseando hacer verdad el espíritu de «una nación» a través del acceso universal a la propiedad privada, y lo mismo había dicho décadas antes un líder de posguerra como Eden con su «democracia de propietarios».

La solidez y sencillez fundamentales de los valores básicos del conservadurismo es lo que ha posibilitado que los tories tengan la citada «capacidad de adaptación» para ser, a cada momento, «el partido natural de gobierno». Sus periodos de éxito coinciden, precisamente, con los momentos en que mejor han sabido enfatizar uno de los componentes de su naturaleza dual sin alienar al otro. Por el contrario, una de las lecciones históricas del torismo —y no solo para los conservadores británicos— está en las consecuencias de desastre que han tenido lugar cuando el partido no ha sabido poner en práctica ese eclecticismo coherente. Así ha ocurrido con debates tan divisivos como las Corn Laws, la Tariff Reform o, en la última década del pasado siglo, con la integración europea. No por casualidad, cada división práctica ha encarnado una renuncia a los ideales de unidad del ethos one nation, de modo que el torismo abandonaba su condición de partido nacional para representar tan solo el sentir de una de las facciones presentes en su seno y en la opinión pública. Y tampoco es por casualidad que los electores le hayan hecho pagar cada una de estas divisiones. Porque, más liberales o más conservadores, el caso ejemplar del torismo nos dice que los partidos del centro-derecha no pueden renunciar a la armonización liberal-conservadora sin traicionarse a sí mismos ni a su vocación de partido nacional.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Para la redacción de este artículo se han consultado, entre otros, los siguientes libros y artículos: The Conservative Party: from Thatcher to Cameron, Tim Bale; The Tories: Conservatives and the Nation State, 1922-1997, Alan Clark; Whatever happened to the Tories: the Conservative Party since 1945, Ian Gilmour; The Tories: from Winston Churchill to David Cameron, Timothy Heppell; Cameron y la reformulación del conservadurismo británico, José Ruiz Vicioso; The British Conservative Party and One Nation politics, David Seawright; How Tory Governments fall: the Tory party in power since 1783, Anthony Seldon; Cameron’s coup: how the Tories took Britain to the brink, Polly Toynbee; The Tories, Adam Wordsworth. ¢

Habitual como firma de periodismo literario, opinión política y dos áreas de su especial interés, la literatura y la cocina, ha publicado sus trabajos en los grandes medios españoles. Ha sido director de la edición digital de Nueva Revista, jefe del proyecto de opinión online de The Objective y articulista en diversos medios. En julio de 2017 fue nombrado director del Instituto Cervantes de Londres. Ha publicado "Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa" (2014) y "La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig" (2017). Traductor y prologuista de obras de Evelyn Waugh, Louis Auchincloss, J. K. Huysmans, Rudyard Kipling, Valle-Inclán o Augusto Assía, entre otros. Su último libro es "Ya sentarás cabeza".