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No fueron tres días, ni tampoco tres meses. El avance de la coalición anglonorteamericana no fue un paseo militar, pero tampoco existió en ningún momento el riesgo de un empantanamiento tipo Vietnam. El día en que empezó la guerra contra Iraq, el 20 de marzo, muchos corresponsales y analistas de los medios volvieron a ceder ante lo que podría definirse como un concepto sensacionalista de la información, pero la realidad fue que no hubo sorpresa alguna. La superioridad tecnológica de la coalición había decidido el conflicto antes de su comienzo; la resistencia iraquí fue débil y sólo hicieron falta 25 días desde que las primeras bombas y misiles cayeron sobre Bagdad hasta que fue ocupada la última ciudad importante: Tikrit, cuna del tirano Sadam Husein. Lo realmente decisivo comenzó entonces. La victoria militar no tenía especial complicación. El desafío verdadero era y es de naturaleza política: establecer un sistema estable, pacífico y a ser posible democrático en medio del avispero de Oriente Medio.

Con otros parámetros políticos, sociales y culturales, es posible que semejante programa de acción, sensiblemente igual al aplicado en Alemania y Japón tras la II Guerra Mundial, y respaldado por Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Europea y Naciones Unidas, tuviera excelentes posibilidades de éxito. Durante más de treinta años, más de veinte millones de iraquíes han padecido una de las más irracionales y asfixiantes dictaduras de la época contemporánea. Las libertades públicas fueron suprimidas, los opositores asesinados a mansalva, y cientos de miles de iraquíes perdieron la vida en dos agresiones insensatas: la guerra de ocho años contra Irán, entre 1980 y 1988, y la invasión de Kuwait en 1990-1991. Toda esa sucesión de disparates empobreció a un país que tiene las segundas reservas mundiales de petróleo, mientras Husein y su corte vivían con un lujo desproporcionado y dedicaban gran parte de los recursos del país a la industria armamentística, incluidas armas de destrucción masiva o proyectos futuristas como el cañón de larguísimo alcance proyectado por el ingeniero canadiense Gerry Bull (asesinado presuntamente por los servicios israelíes en Bruselas, en marzo de 1990, cuando existía ya en fase avanzada de desarrollo un sistema capaz de bombardear Israel desde territorio iraquí).

Y sin embargo… lo cierto es que gran parte de los países de Oriente Medio llevan decenios dilapidando sus recursos humanos y económicos en aras de una política de violencia —interna y externa—, normalmente acompañada de una deficiente gestión económica, que en la práctica ha impedido en la región la construcción de sociedades prósperas y modernas. El fundamentalismo islámico es una plaga añadida que completa un panorama desolador.

La población de Iraq carece de cultura política no ya democrática, sino meramente pacífica. Se trata de una de las sociedades más castigadas de los últimos decenios, y a la que sólo ahora se abre un horizonte que en teoría permite combinar seguridad, prosperidad y libertad. Si los iraquíes actuasen como los alemanes y los japoneses de 1945, esa posibilidad podría ser aprovechada, al servicio de unas nuevas generaciones que creciesen en un nuevo Iraq libre del terror y de la opresión.

Tres meses después de finalizada la guerra, existen indicios de que al menos un parte de los iraquíes suscribirían una evolución en tal sentido. Husein, como Hitler, pudo ser percibido en algún momento como un líder nacionalista que encarnaba mal que bien el destino del país, pero sus fracasos reiterados desde 1980, la supresión de los contenidos y símbolos de su poder el pasado mes de abril, y la noticia cierta sobre el alcance pavoroso de sus crímenes, han minado su figura casi por completo, no sólo en Iraq, sino también en el resto del mundo árabe. Con carácter general, Sadam Husein no es ya un modelo para nadie, ni siquiera para los más furibundos islamistas antioccidentales, precisamente por su incapacidad para hacer frente al enemigo.

El programa más o menos consensuado por la Autoridad Provisional para Iraq —las fuerzas de ocupación— y la comunidad internacional representada por Naciones Unidas tiene una ventaja básica: la difícil existencia de una alternativa, tanto en lo que se refiere a la capacidad para ejercer un poder efectivo, como en la legitimidad de su contenido. El enviado especial de la secretaría general de la ONU, Sergio Vieira de Meló, lo ha definido como el deseo de que el pueblo iraquí sea «libre, democrático, unido y en paz consigo mismo». Es un objetivo compartido por todas las instancias que actúan en Iraq, y también por la generalidad de la opinión pública mundial, incluso cuando sólo se trate de una posición retórica.

Por lo que se refiere al ejercicio del poder, seguían operando focos aislados de resistencia. En los dos primeros meses de posguerra murieron por ataques sesenta y dos militares de la coalición, casi la mitad de los ciento treinta y seis que perdieron la vida durante las cuatro semanas de guerra. Es una cifra elevada, que debería reducirse de manera sensible en los próximos meses para que pueda hablarse de pacificación.

Lo mismo cabe decir de los sabotajes —que a finales de junio volvieron a dejar sin electricidad a Bagdad—, cuya erradicación es necesaria para que los diversos programas de ayuda internacional puedan resultar eficaces. Al principio del verano, la capacidad adquisitiva de los iraquíes continuaba siendo tan escasa que casi la totalidad de la población dependía, para subsistir, de tales ayudas.

Había indicios, sin embargo, de que resulta posible una recuperación muy rápida de la actividad económica. Parte de las infraestructuras básicas ya han sido reparadas, los niños han vuelto a la escuela, la ayuda exterior llega al país de manera fluida, los comerciantes adecentan sus locales y están a la venta numerosas mercancías procedentes de Siria y Jordania. El tráfico había vuelto a ser tan intenso y caótico como antes de la guerra. Las manifestaciones de numerosos ciudadanos, sobre todo de profesionales y emprendedores, coincidían en un gran afán por superar el largo periodo de inestabilidad padecido bajo Sadam Husein. Las reclamaciones a las nuevas autoridades eran básicamente dos: seguridad ante la ola de delincuencia iniciada en los últimos días de la guerra, y unas reglas económicas básicas, incluida nueva moneda, que permitieran el funcionamiento ordenado de la actividad.

La Autoridad Provisional parecía reconocer la necesidad imperiosa de ambas peticiones. Se anunciaba el pago de una pensión a los antiguos miembros de las Fuerzas Armadas iraquíes, así como la creación de un nuevo Ejército formado por unos 120.000 hombres. Las sanciones económicas contra Iraq estaban asimismo en trance de supresión generalizada.

Los riesgos de inestabilidad eran fundamentalmente de carácter político. Un vago nacionalismo, débil por el momento pero con un evidente potencial, reclamaba la rápida salida de las fuerzas de la coalición, opción que parece poco realista a corto y medio plazo. Los chiíes participaban de esa misma postura, si bien una parte de sus dirigentes reconocían que sólo la acción militar de norteamericanos y británicos había podido librarles de su mortal enemigo Sadam Husein, que les había asesinado por millares. Los kurdos del norte, en principio los mejores aliados de la coalición, tienen una larga historia de hostilidad con aquellos que consideran iraquíes genuinos. Aquellos de estos últimos que fueron los seguidores más fervientes de Sadam carecen de posibilidades en la nueva situación, y son el refugio natural de eventuales grupos terroristas. Más allá de las fronteras, grupos radicales islamistas, aunque más dados a la retórica que a la acción, proclamaban estar dispuestos a luchar contra las fuerzas ocupantes.

Lo más trascendente es que un éxito de la transición iraquí, o si se prefiere de la apuesta norteamericana, amenazaría el statu quo de las fuerzas más negativas que operan en la región: desde las veteranas dictaduras, tradicionales o no, a los grupos terroristas palestinos, cuya reacción al nuevo plan de paz ha sido especialmente virulenta. Pero tampoco hay que limitarse a Oriente Medio. En la opinión internacional, una vez más, no faltan quienes preferirían un fracaso de los Estados Unidos a la evolución democrática de Iraq. Es el precio que tiene que pagar el Imperio.

Periodista