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NOCIONES MAS USUALES DE CULTURA

La dificultad que de entrada presenta el análisis de la cultura es que es un término polisémico y, además, empleado en distintos contextos y saberes. Hoy se valen básicamente de él la Teoría social (Parsons, Luhmann, Haber- mas…), la Etnología histórica y la Antropología cultural. Entre las numerosas descripciones que se han dado de la cultura es emblemática la de Edward Tylor en Cultura primitiva (1871): «La cultura o civilización es un todo complejo que comprende los saberes, las creencias, el arte, el derecho, la moral, las costumbres y todas las otras capacidades y usos que el hombre adquiere en cuanto miembro de la sociedad». Sin embargo, llama la atención en esta fórmula la imprecisión de conjunto al calificarla de «un todo complejo» y la imprecisión conceptual de cada uno de sus componentes, ya que están enumerados sin criterio clasificatorio.

Pero no nos aclara mucho más el acudir a las corrientes filosóficas modernas y contemporáneas. Se establecen desde luego distintos y antagónicos modos de entender la cultura en el naturalismo de Rousseau, el vitalismo nihilista de Nietzsche, el psicoanálisis de Freud, el marxismo, la filosofía de los valores desde Rickert a Max Scheler, el idealismo simbólico de Humboldt, el neokantismo de Cassirer o la hermenéutica desde Dilthey. Mientras en las cuatro primeras la cultura juega un papel derivado, como signo de decadencia (así es visible en la obra de Freud El malestar de la cultura) o bien como superestructura falaz en el marxismo, en el polo opuesto las cuatro últimas direcciones filosóficas ven en la cultura un signo de humanización y de progreso: así, en Dilthey las culturas son cosmovisiones que se suceden históricamente y que exponen lo peculiar de las Ciencias del espíritu por contraposición a las Ciencias de la naturaleza, o bien en Scheler la cultura es el saber que eleva al hombre hasta el valor supremo de la Persona divina.

Sin embargo y pese a las divergencias, en todos estos casos la noción de cultura está en función de una concepción filosófica englobante, que determina la valoración positiva o negativa que en su caso se hace de ella. A fin de cuentas y a un nivel descriptivo, son conceptuaciones que coinciden todas ellas en fijar la cultura de un modo impreciso y circunscrito, tratándola como una totalidad cerrada, cualquiera que sea el modo como se la explique y la cualificación antropológica, social e histórica que se le otorgue. Pero la cultura es todo menos un todo ya dado como algo concluso.

Si acudimos a la Constitución Conciliar Gaudium et Spes, en ella se afronta la cultura desde unos objetivos antropológicos definidos: «Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallan unidas estrechísimamente.

Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades corporales y espirituales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo, expresa y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano» (n. 53).

Según el texto conciliar, lo característico de aquellas tareas en las que se reconoce la cultura es formar parte de la naturaleza y desarrollo del hombre, haciéndole posible una vida plenamente humana, hasta el punto de referirse a una «unión estrechísima» entre naturaleza —tanto humana como exterior— y cultura. Aunque parece aludirse preferentemente a las obras culturales mediante las que el hombre lleva a cabo su perfeccionamiento en los distintos órdenes, la cultura comprendería también, correlativamente, el cultivo de las cualidades humanas sólo poseídas de un modo latente o cultura en sentido subjetivo.

¿HERRAMIENTAS CONCEPTUALES ADECUADAS?

Lo anterior nos está urgiendo la pregunta acerca de cuáles son las categorías adecuadas con las que pensar la cultura. A este respecto, la filosofía aristotélica dispone de una noción antropológica básica: tal es el tener corpóreo hexis (e”zi~), categorizado por Aristóteles como el último de los hábitos predicamentales extrínsecos y que hace posible al hombre ir vestido, ir armado o tener puesto un anillo. Es un tener que equivale a la adscripción al ser humano de objetos externos debidos al arte y a la fabricación. A su vez, el verbo griego «ejei» (e“cei) —del que deriva hexis (e”zi~)— no significa sólo tener o poseer, sino también hallarse en un estado que cualifica al que tiene en el sentido indicado. Por ello, a diferencia de los otros accidentes extrínsecos, la hexis (e”zi~) no consiste en una simple medición desde fuera o dimensión. En este sentido, Zubiri ha ampliado notablemente la significación antropológica de la hexis, denominándola habitud.

Por otro lado, Aristóteles relaciona sistemáticamente en el hombre la mano con la inteligencia. Las manos traen consigo, así, la liberación inteligente de las extremidades superiores. Tomás de Aquino ve en la mano el instrumento de los instrumentos, es decir, el medio del que el hombre se vale para operar con los objetos técnicos e instrumentarlos para nuevos usos. A diferencia de los utensilios, idóneos para unos usos predeterminados, la mano es inespecífica, pues la inteligencia le comunica su apertura constitutiva en el orden de lo corpóreo. Se trata de dos aportaciones antropológicas muy significativas para entender en términos esenciales la cultura.

Sin embargo, se detectan asimismo dos limitaciones generales en la mentalidad griega para sentar las bases de una Antropología cultural. En primer lugar, nos encontramos con la noción aristotélica de sustancia como jorismós (cwrismov~), algo separado e incomunicado, que no permite incardinar en el hombre, en su individualidad, la socialidad y la cultura. Todo lo más, se hace derivar la sociabilidad de los individuos de su especie o naturaleza humana. Cuando Aristóteles afirma que el hombre es un animal político, está refiriéndose a su ser específico, que se realiza a su modo en los diferentes individuos humanos. Ahora bien, no es lo mismo decir que el hombre por naturaleza haya de vivir en la polis (como hace Aristóteles) que sostener que la persona sólo puede conformar su personalidad en la coexistencia social y en un ámbito configurado culturalmente. Lo segundo es más que una necesidad natural, tiene que ver más bien con la persona, como sujeto de la naturaleza humana.

El segundo obstáculo en los griegos se halla en la distinción demasiado taxativa entre praxis y poíesis, lo agible y lo factible latinos, que no deja lugar a insertar la cultura como lo que operara la mediación entre ambas dimensiones de la actividad. En la línea aristotélica, se dice que los principios prácticos son de un orden más alto que las reglas de lo factible. Tal como expone Maritain: «Por oposición al obrar, los escolásticos definían el hacer como la acción productora, considerada no ya con relación al uso que al realizarla hacemos de nuestra libertad, sino puramente con relación a la cosa producida o a la obra considerada en sí misma» (Arte y escolástica, p. 12). De acuerdo con esta contraposición, no parece quedar sitio entre el hacer fabril y el obrar interno para lo que L. Polo describe en este contexto como la dualidad del hacer factible, a saber, que «la acción hace haciéndose ella» o también que «lo factible es tanto el medio como el hacerlo» (Antropología trascendental II, p. 250), no limitándose, por tanto, a ser un producto separado de la propia actividad y regido por leyes propias. Esta dualidad sería lo característico de cultura, en su doble vertiente de obra cultural y de logro inmanente al hombre.

Una limitación semejante a la que se muestra entre los griegos en la conceptuación de la cultura se advierte también en relación con el trabajo, en el que se entrecruzan el aspecto operativo inmamente (la praxis) y el carácter transitivo medial (la poíesis o el hacer con resultado externo). En atención a ello el trabajo no tiene rango de fin de suyo, pero tampoco es un mero medio instrumental. Se hace en orden a (en ello reside su carácter medial), pero a la vez con él se perfecciona el hombre (es también praxis). Sin embargo, los griegos no disponen de la herramienta conceptual que ponga en comunicación la praxis con la poíesis para de ese modo poder hacer justicia a la dignidad intrínseca del trabajo.

Siguiendo una sugerencia de L. Polo, la noción tomista de usus activus, como uno de los actos elícitos de la voluntad, requiere ser reemplazada por la praxis voluntaria, pues sólo así podría extenderse hasta los productos culturales, no limitándose a ser una actuación puntual debida a la aplicación de la voluntad a las potencias motoras. El usus latino es, en efecto, la puesta en acción por la voluntad de las potencias operativas, haciendo efectivo a través de ellas el funcionamiento de los medios. En cambio, la praxis voluntaria es la conformación, mediante la imaginación, de la obra externa según las ideas por las que se conduce la voluntad. Lo cual tiene como consecuencia —es lo que aquí importa destacar— que los actos configuradores de las obras externas no sean meramente fabriles, pertinentes reductivamente a la poíesis, sino que también pertenezcan a la intencionalidad de la voluntad, ya que es una intención, la voluntaria, que no se detiene ante el producto, sino que más bien lo atraviesa y penetra.

CULTURA E HISTORIA

No queda delimitado el ámbito de lo cultural si no se lo pone en relación con el pensamiento, por un lado, y con la historia, por el otro lado. La primera cuestión es, pues, si puede ser pensada objetivamente la realidad cultural o, con otras palabras, si las designaciones de objetos culturales como algo en sí o de la cultura como conjunto objetivo son adecuadas. Veremos que al responderla somos remitidos a la segunda cuestión.

La cultura se patentiza ante todo como actividad en el hombre. Es un espejismo verla como algo que desde fuera se impone al hombre en sociedad; más bien sólo es real en los actos humanos motivados. No hay un término último que le viniera dado de antemano y en el cual culminara, sino que como actividad es insaturable. Lo cual motiva que la comprensión cultural no termine en cosas externas ni en objetos pensados, sino que haya de ser arqueológica, en el sentido de que remite a una génesis histórica. No puede darse una operación cognoscitiva conmensurada a la cultura, por cuanto se habría de ver en la necesidad de incorporar el pasado, prosiguiéndolo con la actividad cultural realizada en presente.

La cultura en ninguno de sus momentos tiene garantizada la presencia de un objeto, porque los productos culturales remiten a las acciones productivas pasadas y en el presente son en tanto que se puede actuar productivamente con ellos, en mayor o menor grado según la obra de que se trate (el caso límite es la obra estética, que sólo está vigente en tanto que hay alguien que la contempla). De aquí la definición de cultura propuesta por Leonardo Polo: «conexión histórica de acciones convocadas por el plexo de los medios» (Antropología trascendental II, p. 250) . En esta fórmula quedan aunados en la cultura el carácter subordinado de los medios a las acciones que suscitan y la configuración de conjunto del actuar mediante partes conexas en correspondencia con los medios.

Pero esta conexión entre los productos se traslada a la historia, en tanto que es una conexión forjada históricamente. Es lo que ha destacado Gadamer con su noción de historia efectual o productiva. Tal conexión no es, en efecto, una réplica a las intenciones de los agentes, ni siquiera a sus acciones productivas, sino que está urdida por los productos en tanto que insertos en una dinámica propia. Polo lo expresa diciendo que «el valor direccional de la historia se plasma según su productividad» (Solicitudo rei socialis: una encíclica sobre la situación actual de la humanidad, p. 95). Precisamente la noción de situación, en lo que tiene de inesquivable para la historia, expone lo insuperable en su propio orden de la dinámica productivo-cultural, al no poder ser abarcada como situación en ningún momento por un pensamiento de objetos.

CULTURA Y PRAXIS

Desde aquí nos podemos aproximar más fácilmente a la cuestión de la relación de la cultura con la praxis. ¿Dónde se sitúa? ¿Cómo intersecta la cultura con la praxis? La cultura, como organización de los medios, no es por sí misma apta para dirigir la praxis, ya que los medios son relativos al fin, precisándose, por tanto, las virtudes morales para enlazarlos con él, pues éstas son, según Aristóteles, el camino racional más próximo en la dirección hacia el fin último. Pero la cultura tampoco es un medio externo a la acción, puesto que la configura medialmente. Es por lo que el lenguaje, la tradición, los pattern o los oficios aprendidos, en tanto que componentes de la cultura unos y otros, forman parte de la praxis sin que la establezcan ellos mismos, al estar como tales desasistidos de su fin directriz.

Visto desde otro ángulo: la cultura no puede asumir por sí sola la tarea ética de su personalización por el margen de impersonalidad que contiene, en tanto que recibida por tradición desde los primeros años. Sólo en lo que la moral tiene de situada en el mundo y de adscrita a un legado histórico, se la puede llamar cultura. Es sugerente a este respecto la tesis de Zubiri, que distingue entre actos de la persona y actos personales, en un sentido más amplio que la distinción tradicional entre actos del hombre y actos humanos, ya que en los actos de la persona se incluyen las dimensiones social e histórica, en tanto que no debidas a la participación voluntaria que hay en los actos personales. Según ello, la cultura en cuanto recibida se incardinaría en los actos de la persona, sin ser personales o proyectados personalmente. Y como los productos culturales revierten fuera de la persona, se inscriben en el marco sociohistórico, mientras que la dimensión práctico- moral cualifica personalmente a su agente.

Ocurre, en efecto, que lo social se presenta inicialmente como un haber anónimo y lo histórico tiene por base el carácter prospectivo de la especie biológica o su «ir hacia»: ambas dimensiones, social e histórica, constituyen ciertamente el suelo de la praxis y vehiculan la cultura, pero por sí solas no configuran la personalidad. Baste advertir que en el cuerpo social concurre la persona como el alguien indeterminado o cualquiera, representante de un rol definido, y el acontecer histórico, por su parte, recae sobre la persona en lo que tiene de afectada impersonalmente por los tiempos biológico e histórico: es lo que llamamos su edad.

Al hacerse el hombre a sí mismo en sus actos culturales o productivos, se está reivindicando la prioridad de la praxis como momento intransitivo. Hay un sentido desfigurado de la praxis cuando bajo la influencia del marxismo se la equipara reductivamente a la transformación del mundo y se la contrapone a la teoría como ideología o pseudojustificación retórica de un comportamiento. Pues justamente la praxis es lo que permite entroncar la cultura con la ética. Lo que son fines-efectos en la acción cultural pasan a ser medios en el orden ético encaminados a la plenificación personal.

Pero, además, la conexión entre ética y cultura es sistemática, porque no sólo la cultura en su carácter medial necesita de la ética como normatividad de los fines que sienta la prioridad del hombre sobre sus productos, sino que también —y de modo correlativo— los imperativos éticos y las virtudes morales se plasman en obras culturales. Así, la acción moral de agradecer se acredita en un símbolo que la muestre. Las virtudes en general diversifican sus exigencias de acuerdo con las expresiones físicas y socioculturales en las que hay que realizarlas. Por ejemplo, las formas de vivir la lealtad varían según se trate de una sociedad feudal o de una organización capitalista. Esta relatividad cultural correspondiente de ningún modo significa relativismo moral porque la diferencia cualitativa entre la virtud y su opuesto o el vicio (en el caso aducido la deslealtad) es irrebasable, como ha señalado Charles Taylor. Pero el polo cualitativo positivo de la moral cuenta con su espacio creativo, que es justo lo que viene cubierto por las variaciones culturales.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Resumamos el camino recorrido. Ante la indefinición de la cultura por las ciencias sociales y las corrientes filosóficas que se han ocupado de ella, se ha optado por acercarse a ella no como un conjunto objetivo —a lo que aludiría su sustantivación en los términos de «la cultura»—, sino como un aspecto o vertiente de la actividad humana. Para su enclave antropológico se ha revelado apta la categoría ontológica aristotélica del tener corpóreo: el hombre empieza a ser cultural porque su constitución corpórea le permite tener con las manos y modificar así el mundo en torno. La cultura es, pues, una dimensión de la actuación.

Pero a continuación se han encontrado dos limitaciones en el mundo griego para hacerse cargo de lo cultural: la categoría aristotélica de sustancia, que dificulta insertar en la persona de modo constitutivo la relación que abre al horizonte cultural, así como la disyunción entre el hacer productivo y el obrar práctico, en la medida en que no permite conceptuar el lado cultural de la actividad, ya que ésta acoge a ambos de modo dual.

Al poner en relación la cultura con la historia y con la praxis, se han hecho manifiestas nuevas facetas esenciales de la actividad cultural. A diferencia de los objetos detenidos por las operaciones cognoscitivas con las que se con- mensuran, la comprensión cultural se sitúa en una dinámica histórica abierta, que no puede ser abarcada en una operación. La conexión de las acciones que integran la cultura es, pues, histórica. Pero, además, se trata de acciones que están en el plano de los medios, por lo que no se entienden desde sí, sino en relación con los fines prácticos que las dirigen y convocan. Como a su vez los medios con los que se configuran las acciones culturales hacen posible la plasmación efectiva de los fines, resulta que la conexión entre ética, como actividad virtuosa presidida por fines, y cultura es sistemática: tanto la ética se inscribe en un mundo con unas coordenadas culturales cuanto la cultura precisa de los fines morales para poder ejercer en la acción humana.

Catedrático de Filosofía Moral (Universidad de Murcia).