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Adiferencia de lo que sucede en España, las buenas o malas cifras de la economía constituyen en Estados Unidos uno de los factores más importantes a la hora de aventurar el resultado de unas elecciones presidenciales.

El escenario económico actual de nuestro país nada tiene que ver con el de hace cuatro años: España se ha incorporado sin problemas a la Europa del euro; la creación de casi 1.800.000 nuevos empleos ha hecho que la tasa de paro (según las encuestas de 1996, éste era, junto con el terrorismo, «el problema más importante» para los españoles) ha descendido del 23% al 15’6%; el PIB ha crecido a lo largo de estos cuatro años por encima del 3’5%; el déficit público ha pasado del 7’3% al 1*4% y la inflación del 4’3% al 2’9%; la reforma del IRPF ha supuesto para los contribuyentes un aumento de sus ingresos de 800.000 millones de pesetas al año y se han logrado casi 2’5 millones de nuevas afiliaciones a la Seguridad Social, un récord histórico que ha permitido, además, establecer un Fondo de Reserva que garantice las futuras pensiones.

Sin embargo, economistas y sociólogos saben que, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, en España, la orientación del ciclo económico tiene sólo un peso relativo en la intención de voto, como vienen demostrando todos los comicios que se han celebrado desde 1982 (las victorias de UCD anteriores habría que considerarlas desde el particular contexto de la transición de un régimen dictatorial a otro democrático). En la derrota del PSOE de 1996, influyeron más los continuos escándalos de corrupción que el descenso del ciclo económico de esa legislatura, que no obstante empezaba a repuntar en aquel momento. Por eso, hay algo de mensaje político en la idea generalizada a través de los medios de comunicación de que el gobierno del PP no ha sabido «rentabilizar su gestión económica».

Cada país es cada país. Eso significa que las correlaciones entre intención de voto y otros factores (sean éstos del tipo que sean: desde nivel cultural o estatus social, hasta valoración de la situación económica) no siempre son las mismas. Por eso el factor económico no será del todo decisivo para que el PP revalide su mayoría parlamentaria. Los resultados de las encuestas indican cierta autonomía de la política respecto de la economía.

Las buenas opiniones sobre el momento económico se corresponden con el optimismo recogido en los últimos sondeos. Una encuesta del pasado mes de enero señala que un 55% de los españoles afronta el 2000 y el nuevo siglo «esperanzado». Los próximos comicios van a desarrollarse, pues, en un interesante clima de optimismo. Si en 1995 las opiniones negativas sobre la situación política y económica eran abrumadoras, en la actualidad la sociedad española experimenta un momento de optimismo sin precedentes, que obliga a introducir lo que los anglosajones denominan feel good factor o welfare factor en el análisis sobre las próximas elecciones. La sensación generalizada de que con el PP se vive mejor, de que hay más oportunidades de lograr un empleo, puede ser determinante a la hora de inclinar la balanza del 12-M.

Por otra parte, la gestión del Gobierno ha roto algunos de los tópicos que le acompañaron a su llegada al poder. Tópicos como «no serán capaces de alcanzar el diálogo social» (en estos cuatro años se han firmado ocho acuerdos con los sindicatos); «el PP acabará con las pensiones» (se ha mantenido por ley su poder adquisitivo y se ha garantizado su futuro); «no harán nada por la mujer, fomentarán únicamente el modelo de esposa y ama de casa» (se han aprobado medidas —importantes, pero todavía insuficientes— para favorecer la compatibilidad del trabaj o con la maternidad); «el PP mantendrá el servicio militar» (se ha suprimido), etc.

LA LEGISLATURA MÁS LARGA

La celebración de elecciones el 12-M permitirá determinar si hubiese sido mejor o no (se entiende, si hubiese sido más rentable desde el punto de vista electoral) adelantar las elecciones al pasado otoño. No cabe duda de que el agotamiento de la legislatura, la sexta democrática, ha constituido un factor de estabilidad para el país. Esa estabilidad puede favorecerle al PP, pues en España los cambios en lo que a percepción política y orientación del voto se refiere son graduales, lentos. Cuatro años han permitido que los ciudadanos se acostumbren a que gobierne el partido de José María Aznar, sin la incertidumbre (provocada en parte por el recurso al miedo en la pasada campaña) de lo que pueda ocurrir.

La apuesta del Presidente del Gobierno de agotar la legislatura puede haber contribuido a asentar la convicción de que no hay necesidad de cambiar, de que optar por otra papeleta puede sembrar incertidumbre y desconfianza en la marcha del país.

La estabilidad de la que hablamos se refleja, así, en un electorado que acude a las urnas más tranquilo, con la convicción generalizada de que el gobierno volverá a ganar las elecciones. Los analistas no suelen prestarle a este dato demasiada atención, pero la tiene, aunque no tenga que traducirse forzosamente en una distancia insalvable entre el partido en el gobierno y el de la oposición, ni en un aumento desorbitado de la adhesión al PP. Empleando terminología anglosajona, cabe hablar del efecto bandwagon, el que produce en el votante la publicación de las previsiones de resultados. Por temor a quedarse aislado, a no votar con la mayoría, el votante vota a favor del partido que previsiblemente será el ganador, apuntándose al «carro del vencedor». Por supuesto, existe también el efecto contrario, pero en esta ocasión convendría no olvidar el bandwagon, pues todas las encuestas coinciden en este punto: los españoles se muestran convencidos de que el PP va a ganar las elecciones. Y, como ha dicho algún periódico, si el PSOE quiere vencer, tendrá antes que convencer de que puede hacerlo (y, de momento, un 52% de su electorado piensa que el partido de la oposición perderá las elecciones).

Lo que parece claro es que, cuatro años después de su victoria en las urnas, el PP ha demostrado que, si es capaz de ganar apoyos entre sectores que antes nunca le habían votado, eso se debe a su gestión, y no a factores de tipo ideológico o emocional (mucho más importantes en el caso de los socialistas, cuyo electorado ha demostrado un altísimo grado de lealtad. De ahí que su suelo electoral sea tan alto. Esto se debe también en parte a una cuestión generacional; hay ciudadanos que siempre han votado PSOE y que nunca dejarán de hacerlo, se encuentre este partido en el gobierno o en la oposición, lo haga bien o lo haga mal, etc.). La dificultad actual de los socialistas para ganar apoyos está relacionada con un problema de liderazgo mal resuelto, es decir, con un candidato algo desinflado, que no cuenta con el apoyo de todo el partido (problemas con los colaboradores de Guerra y Borrell en la elaboración de las listas), que ha de cargar todavía con la sombra demasiado larga de González (Almunia continúa siendo peor valorado que su antecesor entre su electorado) y la disyuntiva (más teórica que real) ante su electorado de pactar con CIU o IU, en el imprevisible caso de que el PSOE ganara las elecciones.

PREVISIONES Y ARITMÉTICA PARLAMENTARIA

La experiencia de los últimos años denuestra que la fiabilidad que hasta cierto punto, relativa. Sin embargo, las publicadas en el primer mes del año confirman una ventaja consolidada del PP de algo más de cuatro puntos sobre el PSOE (ventaja que le permitiría ganar al menos entre 4 y 10 diputados). Según el sondeo de La Vanguardia de los primeros días de enero, realizado a partir de los datos recogidos el pasado octubre, el PP obtiene un 25’8% de intención de voto y el PSOE un 21’4%, una diferencia que, como ya he señalado, para algunos no se corresponde con la valoración que los ciudadanos realizan de la situación económica, la mejor de los últimos catorce años, según han ido mostrando uno tras otro los barómetros del CIS. No conviene desdeñar, en cualquier caso, el hecho de que el PP ha logrado cuadriplicar su ventaja sobre los socialistas. Si en 1996 mediaba entre ambos partidos una distancia de 1’16 puntos, hoy la distancia es de 4’4.

Esa ventaja permite aventurar la más que probable victoria del PP, aunque, como las urnas van poniendo de manifiesto desde 1993, se acabó el tiempo de las mayorías absolutas. Los objetivos del gobierno se encuentran encaminados a lograr una mayoría holgada que no obligue a realizar encajes de bolillos y juegos de aritmética parlamentaria.

ALGUNAS CLAVES DEL 12-M

Sin ánimo de ser exhaustivos—no es éste el propósito de este apunte sobre las elecciones de marzo—, veamos algunos factores que pueden influir en puede concederse a las encuestas es, los resultados. Hemos de partir de la base de que cada elección es distinta, y que las recetas no suelen cocinar en todas las ocasiones el mismo plato.

En primer lugar, la situación del País Vasco. No es fácil medir el efecto de la ruptura de la mal llamada tregua. A pesar de que, tras quince meses de calma (relativa, claro está, si se tiene en cuenta el terrorismo de baja intensidad), ETA ha confirmado que volverá a hacer del terror su bandera, la situación ya no es la misma y así lo perciben los ciudadanos. Cosa inimaginable hace sólo dos años, hoy más de un 50% de los entrevistados opina que que se va a resolver el problema de ETA y que es preciso interpretar la ruptura de la tregua como una muestra de su debilidad. En cualquier caso, el terrorismo es uno de los problemas que más preocupan a los españoles, por lo que tendrá su influencia a la hora de acudir a las urnas. Las elecciones del 12-M permitirán también comprobar el efecto que el giro radical del PNV ha tenido entre sus electores tradicionales (de momento, las encuestas señalan que los nacionalistas consolidan su representación en el Parlamento).

En segundo lugar, el factor Frutos. Contra lo que algunos piensan, la retirada de Anguita no acentuará el traspaso de voto de IU al PSOE. Buena parte del electorado de IU asume la máxima de «no pactar con el PSOE de los GAL y la corrupción». Además, algunas diferencias irreconciliables entre los dos partidos de izquierda poseen tradición histórica, y no se resuelven de un plumazo en dos meses. El trasvase de votos de IU al PSOE será, por tanto, limitado. Puede rondar el 25%, y así permitir a los socialistas mantener su cuota electoral de 1996. La mayoría de los votos que pierda IU (por lo demás, en pleno ejercicio de caída libre) irán a parar a la abstención.

En tercer lugar, los resultados en Cataluña y Andalucía (donde Chaves espera revalidar su mayoría) serán extremadamente importantes. Para gobernar con mayor estabilidad, el PP necesita una implantación mayor en dos comunidades autónomas donde todavía tiene mucho trabajo que sacar adelante, por la fuerte implantación socialista. El efecto Piqué puede permitir al PP ganar 3 ó 4 escaños, pero parece claro que el PSOE ganará en estas dos comunidades.

En cuarto lugar, la abstención. Con frecuencia se ha señalado que ésta favorece al PP. Los resultados de los comicios del 13-J demostraron que también la abstención resta votos necesarios para el PP. El optimismo señalado antes permite, en todo caso, anticipar una alta participación.

La campaña electoral de 1996 resucitó los viejos fantasmas de la guerra civil, Franco, la derecha autoritaria, el capitalismo feroz… La campaña que viene, que ya se ha anunciado dura, promete no ser menos; el recurso al miedo todavía proporciona réditos electorales, pero cada vez será menos importante.

Del mismo modo, dudo que el debate actual sobre la Constitución tenga finalmente algún efecto sobre los votantes, aunque se trata de un asunto que puede modificar algunos comportamientos electorales en el País Vasco. Sería aconsejable animar a los partidos a que las discusiones sobre la Carta Magna no se presenten en el escenario de una campaña electoral. Después del 12-M (en donde, por cierto, veremos qué efecto tiene la última aventura de Maragall de concurrir al Senado con los republicanos catalanes), tiempo habrá para plantear lo que sea oportuno. La Constitución permite amplios márgenes de discrepancia. Por ese motivo, el consenso constitucional vigente hasta ahora merece mejor respeto.

Todas las elecciones son importantes y, de algún modo, únicas. Las del 12-M quizá lo sean especialmente, pues el escenario de la globalización enfrentará al próximo gobierno a retos para los que no caben aplazamientos. La innovación tecnológica, la educación y la investigación deben constituir los pilares desde los que diseñar la política de los próximos años. Junto a eso, es vital que nuestro país consolide el justo lugar que la cultura y el español merecen en el mundo, si de verdad pretende frenar la colonización cultural y lingüística a la que se ve expuesto por parte del mundo anglosajón.

España debería ser capaz, además, de liderar las políticas solidarias de la UE y la creación de un clima global como el creado alrededor de la pena de muerte en torno a otros asuntos de igual enjundia, como es la necesidad de poner definitivamente en las vías del desarrollo a los países del mal llamado tercer mundo o la reflexión ética sobre el progreso científico.

Otros asuntos de distinto calado son, por ejemplo, la reforma del sistema público de pensiones, del Senado o de TVE. De esos y otros temas se irá ocupando puntualmente Nueva Revista.

Asesora en el Parlamento Europeo