Cuando Peter Tarnoff y Ricardo Alarcón se sentaron en Canadá para discutir sobre los conflictos migratorios entre Estados Unidos y Cuba, probablemente no se percataron de que tenían varias cosas en común. Los dos se habían saltado los canales diplomáticos convencionales debido a los conflictos entre sus presidentes y sus respectivas cancillerías. Castro no confiaba en Robaina y a Clinton le ocurría exactamente lo mismo con medio Departamento de Estado. Los dos habían leído sombríos análisis de sus organismos de inteligencia sobre probables disturbios en Cuba y en la base de Guantánamo en el entonces inminente verano. Los dos querían evitar que esto ocurriera. Alarcón, porque la crisis en Cuba es tan severa que cualquier incidente puede degenerar en una sangrienta revuelta callejera. Tarnoff, porque Clinton deseaba impedir a toda costa un motín de refugiados en una base militar norteamericana u otro episodio de miles de balseros flotando a la deriva hacia las playas de Florida, amenaza que ya se oteaba en el ambiente y de la cual comenzaban a verse los primeros síntomas.
Esas similitudes, sin embargo, oscurecían varias divergencias fundamentales. Mientras Tarnoff percibía la probable invasión de un nuevo ejército de balseros como un asunto meramente migratorio, para Alarcón -o para Castro, que es el verdadero ventn1ocuo y el arquitecto de la estrategia-, este repetido encontronazo con Washington era solo una táctica para lograr otros propósitos y forzar a los norteamericanos a sentarse a la mesa de negociaciones a tratar de forma integral las relaciones bilaterales. Era lo que los artilleros llaman un tiro por elevación. Me explico: el Comandante, como todos, leyó en la prensa que, en lo tocante a Cuba, el modesto objetivo manifestado por Clinton al llegar a la presidencia era «no tener problemas con Castro». Y como buen táctico, el viejo dictador dedujo que si quería modificar la política de Washington hacia La Habana, todo lo que tenía que hacer era crearle esos temidos problemas al nuevo inquilino de la Casa Blanca y luego eliminarlos a cambio de las concesiones que deseaba obtener. ¿Cuáles eran esas concesiones? En primer lugar, algo que resultaba indispensable tras la desaparición de la URSS: lograr el levantamiento del embargo económico y la normalización de las relaciones con el gobierno norteamericano sin tener que hacer cambios políticos y sin pactar con la oposición interna o externa la transición hacia la democracia.
Es dentro de esta visión general donde se inscribe el envío a Florida de los balseros en el verano de 1994; solo que los cálculos que entonces hizo Castro resultaron parcialmente incorrectos. Como había supuesto, Clinton no recurrió a la fuerza ni a las represalias militares para detener el éxodo, pero, sorprendentemente, tampoco se sentó a la mesa de negociaciones a discutir cuestiones globales. Se limitó a retener a los balseros cubanos en Guantánamo con la esperanza de que ellos mismos, por sus propios pies, regresaran a la Isla, persuadido, además, de que esta medida serviría como elemento inhibidor para que otros cubanos no siguieran el mismo camino. Naturalmente, las dos presunciones de Clinton resultaron erróneas: el 95% de los cubanos prefería permanecer en Guantánamo sine die antes que volver a Cuba, y otros muchos estaban dispuestos a seguir esa miserable suerte con tal de abandonar el «paraíso» de Castro. De manera que se había llegado a unas extrañas tablas: ni La Habana ni Washington lograron alcanzar sus metas, pero Castro quedaba en una mejor posición de juego. En cualquier momento podía volver a lanzar su «bomba migratoria», dado que Clinton, hombre tercamente pusilánime, como respuesta a ese acto hostil solo tenía planeada la ampliación de los campamentos de Guantánamo. Ya había previsto el asentamiento de otras 30.000 personas, pero en la Administración nadie tenía la menor idea sobre qué hacer con el balsero 60.001.
El chantaje de Castro y la pusilánime ambigüedad de Clinton
Con esas cartas en la mano, el gobierno cubano comenzó a amagar y a dar indicaciones de que podía recurrir de nuevo al envío masivo de refugiados si no se atendían sus peticiones de un diálogo abarcador y directo. En Washington tomaron buena nota del chantaje, pero los consejeros se dividieron inmediatamente entre quienes recetaban la mano dura y quienes proponían la conciliación y el apaciguamiento. Estos últimos, situados más cerca del corazón de Clinton, fueron quienes negociaron el acuerdo anunciado.
¿En qué punto estamos? Aparentemente, las dos partes han obtenido lo que se proponían. Por lo menos eso declaran. Castro inició una suerte de diálogo con Washington que ahora intentará profundizar utilizando un elemental silogismo que se articula de la siguiente manera: si la Casa Blanca no quiere desórdenes y riadas de exiliados cubanos, tendrá que aliviar la situación económica que atraviesa la Isla y reducir las tensiones; ergo lo razonable es que, sin condiciones, se levante el embargo, se normalicen las relaciones y se abandone la postura adversaria hasta ahora sostenida por ambos países. Ante esto, y para desesperación presente y futura de Castro, la posición de Clinton es mucho más equívoca y contradictoria. Atrapado entre los compromisos «electoreros» y su blanda espinal dorsal, el presidente norteamericano proclama por una parte su adhesión incondicional al embargo y a la Ley Torricelli, esto es, a la línea dura frente a La Habana, y por la otra accede a participar en una dinámica de negociaciones que conduciría exactamente al resultado contrario si se llevara hasta sus últimas consecuencias. En suma: la esquizofrenia total.
Es difícil, pues, que el panorama de fondo cambie sustancialmente tras este acuerdo migratorio. Felizmente, el 95% de los cubanos internados en Guantánamo alcanzará territorio norteamericano, aunque -a cambio- tendremos que contemplar el repugnante espectáculo de la colaboración entre Washington y La Habana en las tareas represivas contra los balseros cubanos. Sin embargo, es muy improbable que los objetivos de Castro puedan cumplirse. Un tipo pragmático, como Clinton, oportunistamente guiado por su instinto electoral, generalmente temeroso de las confrontaciones, siempre optará por la ambigüedad antes que arriesgarse a cambiar nada fundamental en las relaciones con Cuba, postergando las decisiones trascendentales hasta la llegada de un hipotético segundo período, algo que casi nadie cree posible. Tampoco me parece razonable esperar que los cubanos, que ya no pueden escapar en lancha, ahora opten por la rebelión. Eso es wishful thinking. Los cubanos no se rebelan porque no pueden, no porque tengan otras opciones mejores. A lo largo de toda la historia, menos hoy, los cubanos han elegido rebelarse antes que huir. Y ese cambio no se debe a una súbita disminución de la masa testicular u ovárica de la población, donde se supone que radica la audacia, sino a la falta de escrúpulos, a la crueldad y la apabullante eficiencia del aparato represivo.
En síntesis: seguimos aproximadamente en la misma página del penúltimo capítulo, sin que nada sustancial haya cambiado. Aunque el señor Tamoff no se lo crea. Aunque un risueño Alarcón le haya contado a su ventn1ocuo que triunfó en Canadá y luego se haya quedado muy tranquilo fumándose un delicioso habano. Se equivoca.