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En los próximos tiempos todo puede ocurrir en ese país. Desde un cruento golpe militar hasta un terrible motín popular; desde el tiranicidio hasta una masacre de opositores desarmados; desde una guerra civil reñida entre facciones militares de un ejercito dividido, hasta —en la más benigna de las opciones— una contienda electoral como la que puso fin al gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua.

Pero los sucesos pueden ser más dramáticos aún: en Cuba existen todos los elementos necesarios para que se desate un gran conflicto internacional de imprevisibles resultados. En el extremo oriental de la isla yace la base naval norteamericana de Guantánamo. En cambio, en las provincias occidentales acampa una brigada militar soviética. Mientras tanto, en La Habana manda un personaje convencido de que sólo internacionalizando los conflictos los países pequeños pueden enfrentarse a los grandes.

No es, pues, descartable que los Estados Unidos se vean arrastrados como en un remolino por las fuerzas centrípetas que pudiera provocar el fin violento del castrismo. Y tampoco es absurdo pensar que, aun en estos tiempos de perestroika y convivencia pacífica entre las superpotencias, si las unidades militares soviéticas apostadas en la isla se ven atrapadas en medio del fuego, respondan con el mismo lenguaje.

Por otra parte, desde la deserción del general Rafael del Pino en 1987, se sabe con toda certeza que entre los planes de la aviación cubana en caso de conflicto con ¡os Estados Unidos, está el ataque a las instalaciones nucleares conocidas por el nombre de Turkey Point, planta para generar electricidad situada en la proximidad de Miami, y objetivo que pudiera provocar una catástrofe en el sur de la Florida similar a la que tos soviéticos padecieron durante el incidente de Chernobil.

Obviamente, yo no quiero decir que esto necesariamente va a ocurrir, pero me parece prudente, antes de entrar en el análisis de la crisis final del castrismo, advertir que el asunto reviste una inmensa gravedad potencial que desborda al perímetro cubano, circunstancia que hay que conocer a fondo para intentar que no se escape de las manos. Y a quien tenga la tentación de calificarme de alarmista por cuanto llevo dicho, me permito recordarle que en octubre de 1962 el mundo estuvo al borde del holocausto nuclear, precisamente por conflictos iniciados en Cuba.

Ya sé que 1990 no es 1962, y que Gorbachov no es el cruzado del comunismo que era Kruschev, sino todo lo contrario, pero el tiempo ha demostrado que Castro sigue siendo la misma persona pugnaz e intransigente que entonces se negó a la búsqueda de una negociación pactada y prefirió —inútilmente— apostar por una guerra que hubiera sido devastadora.

De manera que la más urgente conclusión a que tenemos que arribar es totalmente insoslayable: es cierto que el fin del castrismo es un fenómeno que compete, antes que a nadie, a los propios cubanos, pero es también cierto que se trata de un asunto internacional de primer rango que debe interesar a todas las naciones de América y —en especial— a los países asentados en la cuenca del Caribe. Hecha esta advertencia crucial, entro directamente en el examen de los factores en juego.

La situación

Lo primero, claro, es definir el contorno del problema. Tras los sucesos de Europa del Este y de la URSS —que no describo para no alargar innecesariamente estos papeles— la dictadura de Castro se ha quedado prácticamente sola en la defensa del marxismo como ideología, del leninismo como modelo de organización del estado, y del comunismo como meta y justificación ética de lo que allá llaman «el proceso revolucionario».

Según Castro, su revolución no tiene por qué sucumbir ante los efectos de la ola reformista que sacude a los demás países comunistas, puesto que da por sentado que el pueblo lo apoya abrumadoramente, mientras insiste en el carácter original y autóctono de la insurrección que lo llevó al poder. Como Batista huyó ante los guerrilleros criollos, y no ante el Ejército Rojo de la URSS —razona Castro—, la revolución no tiene por qué seguir el trágico destino de los otros gobiernos de Europa oriental surgidos tras la Segunda Guerra Mundial.

Como era de esperar, la opinión pública internacional no toma demasiado en serio los argumentos del líder cubano, y desde hace meses hay en La Habana un pequeño ejército de periodistas y corresponsales extranjeros que aguardan los primeros síntomas de descomposición, convencidos de que es absolutamente imposible que Castro consiga mantener su régimen aislado de las tendencias disolventes que se manifiestan en todo el universo comunista.

No les falta razón. En primer término, porque es infantil pensar que un marxismo fallido y repudiado en los países en los que había dado sus frutos menos malos —Alemania del Este y Hungría, por ejemplo, va a conservar su legitimidad ideológica y su razón de ser en una nación en la que ostensiblemente ha fracasado. En segundo lugar, porque la dependencia económica cubana de la URSS y de las demás naciones del Este es de tal magnitud, que una disminución drástica de esos lazos puede provocar una catástrofe irremediable en la isla.

El monto de la ayuda soviética al castrismo en estas tres décadas ha sido calculado por Irina Zorina, economista de la Academia de Ciencias de la URSS, en más de 100.000 millones de dólares, bastante más de lo que costaron el Plan Marshall y la Alianza para el Progreso combinados, y se supone que anualmente todavía continúan fluyendo entre cinco y seis mil millones, principalmente dedicados a subsidiar el costo del petróleo y los precios del azúcar.

Esto quiere decir que más del 30 por 100 del Producto Interior Bruto de Cuba es un aporte de la URSS, pero no quiere decir que si esa ayuda desapareciese, sólo en esa misma proporción disminuiría el valor de la producción de bienes y servicios del país. La situación sería mucho más grave, puesto que, al carecer de combustible y de otros insumos indispensables, en poco tiempo el país se vería prácticamente paralizado o su actividad tan disminuida que sobrevendría un período de hambre y escasez como no recordaban los cubanos desde principios de la década de los treinta.

De ahí el razonable pesimismo de quienes creen que el castrismo está irremediablemente condenado a) fracaso; el régimen ha perdido totalmente la legitimidad política y carece de fuentes económicas para sostener a ¡a sociedad, siquiera en el nivel miserable en que hasta hoy la mantenía. Simultáneamente, en un planeta en el que los soviéticos han renunciado a la voluntad de conquista, Castro ha sido privado de su valor como gurkha al servicio de la metrópoli, e incluso hasta de ese raro prestigio con que siempre le distinguía la mal llamada prensa «progresista». Hoy Castro proyecta la imagen de un terco estalinista, totalmente indiferente ante la realidad, como si se tratara de una especie de autista ideológico aislado de los avalares del mundo que le rodea.

Por último, otra de las razones que esgrimen quienes predicen el fracaso de Castro tiene que ver con la falta de lógica del planteamiento del dictador: Castro está proponiendo una resistencia suicida sin explicar el porqué y el para qué de ese acto final. Y todo el mundo sabe que resistir sin esperanzas de alivio o de mejoría es una insensatez. La razón última que anima y justifica la labor de gobierno en un estado moderno descansa en la promesa de un mañana mejor. Castro sólo propone la supuesta gloria de una resistencia cada vez más desesperada, sin otra posibilidad de consagración histórica que la hospitalidad con que en el futuro se consigne en el libro de «récords» de Guinnes el tiempo de duración de una tiranía inexorablemente condenada a desaparecer.

La visión de Castro

¿Por qué Castro ha adoptado semejante actitud? ¿Por qué se engaña a sí mismo y se empecina en sostener lo insostenible? Me figuro que las razones que explican esta conducta son de carácter sicológico y de carácter político.

Castro tiene como divisa personal el raro orgullo de no cambiar jamás de posiciones en todo aquello que le parece fundamental. Dentro de su rígido esquema de valores, el reconocimiento de errores personales, de debilidades, o de la necesidad de adaptarse a una mutante realidad, le parecen verdaderos atentados a su enorme autoestimación.

No podemos olvidar que estamos ante una persona que entiende la vida como un perpetuo enfrentamiento con los poderosos, en combates dirigidos a derrotarlos e imponerles su voluntad y su ego formidables, y cualquier desviación de estos objetivos se convierte para él en una oscura y lacerante forma de humillación.

Por otra parte, Castro tampoco se arredra frente a las dificultades, porque es ante el peligro, ante la hazaña, donde él obtiene mayores satisfacciones de carácter sicológico. No estamos ante un político prudente que mide las consecuencias de sus actos, sino ante un alpinista que todos los días sale a escalar la montaña por la cara más escarpada de la historia, aunque a cada paso provoque aludes, catástrofes y la desaparición de los sherpas que le acompañan.

En la década de los sesenta Castro se propuso asombrar al mundo mediante la súbita transformación económica de la isla. En 10 años —predijeron él y el Che Guevara, Cuba estaría a la cabeza del mundo en niveles de desarrollo. En ese mismo período y, luego, en la década de los setenta, se propuso acaudillar en todos los frentes la lucha del Tercer Mundo contra las naciones prósperas de Occidente. Pero eso pasó. Ahora su batalla ya no consiste en derrotar a los Estados Unidos y al capitalismo, sino en demostrarles a los rusos y a los países del Este que es posible salvar una sociedad marxista y conseguir superar todas las dificultades que se yerguen en el campo comunista.

Pero al margen de esos íntimos placeres sicológicos, que se derivan de la grata autopercepción que le proporciona situarse siempre en el centro de un universo conflictivo al que se propone doblegar con su voluntad de hierro, hay también un cálculo político mucho menos complejo: Castro está seguro de que una simple apertura, un modesto relajamiento del control policiaco, pueden propiciar una quiebra definitiva del sistema que ha creado y de su poder personal.

Lo que Castro no quiere advertir es que técnicamente ya se ha producido esa quiebra del sistema y esa pérdida de poder personal que tanto le preocupaba. Lo que no se da cuenta es que, a estas alturas, el verdadero tema de discusión ya no radica en la supervivencia del castrismo tal como lo conocemos, sino en la forma y momento, en el cómo y el cuándo la sociedad cubana va a mudar de modelo de estado y de equipo de gobierno.

Eso no quiere decir, sin embargo, que estemos a las puertas de una inmediata crisis definitiva del castrismo, sino que Castro, para sostenerse en el poder sin realizar cambios ni hacer concesiones, se verá obligado a utilizar la fuerza cada vez con mayor intensidad, agravando de manera creciente la situación política y económica del país, lo que a su vez le restará más legitimidad y popularidad, cayendo en una espira) en la que los fracasos económicos lo obligarán a mayor represión policiaca, situación que inevitablemente conducirá a la sociedad cubana a niveles aún más bajos de eficiencia y productividad, creándose un círculo vicioso del que sólo puede esperarse una gravísima explosión social.

La visión de los castristas

Obviamente, tos castristas se dan perfecta cuenta dei callejón sin salida en el que Castro los ha introducido, pero obedecen y repiten las consignas oficiales como autómatas, porque están sometidos por ese terrible mecanismo del miedo y la subordinación al jefe que se establece en las sociedades totalitarias gobernadas por un caudillo indiscutible.

Nadie en el entorno de Castro se atreve a sostenerle cara a cara lo que, muy en privado y utilizando siempre un lenguaje lleno de subterfugios, son capaces de comentar. Este pánico llega al extremo de afectar directamente al propio Raúl Castro, precario heredero y hermanísimo, segundo de a bordo, y —también— secreto partidario de iniciar rápidamente una reforma política profunda, pero tan temeroso de las reacciones de su hermano mayor, que no vacila en utilizar como globos sonda a escritores y políticos extranjeros que puedan sugerirle a Castro que adopte una estrategia más acorde con los tiempos, sin temor a ningún tipo de represalia o de reacción violenta.

Pese a los discursos oficiales, no hay prácticamente nadie en el entorno de Castro que realmente crea que es posible el permanente sostenimiento en Cuba de una dictadura ortodoxa de corte estalinista, enfrentada a la URSS, a Europa Oriental, a los Estados Unidos, y a su propia y azorada población. Ni Carlos Rafael Rodríguez, ni Osmani Cienfuegos, ni Carlos Aldana, por sólo citar tres nombres influyentes: prácticamente nadie sostiene realmente la posición oficial que Castro defiende. Pero le tienen miedo. Un miedo muy parecido al que provocaban Stalin o Trujiilo, y del que muchos de ellos sólo conseguirán librarse con la muerte de quien lo inspira.

Por supuesto, no estoy diciendo que el vecindario de Castro esté poblado de criptodemócratas decididos a enterrar el sistema que les ha dado fama y los ha hecho poderosos durante tres décadas, sino que esas personas se dan perfecta cuenta que Castro, como los antiguos faraones, les está pidiendo que se entierren con él en la pirámide funeraria cuando llegue el momento final, simplemente porque el «Máximo Líder», por las características y limitaciones de su excepcional personalidad, es incapaz de adaptarse a una situación política en la que seguramente no ocuparía la cabeza de la sociedad cubana.

Sólo que el problema de Castro no es el mismo que el de los castristas. Los castristas no tienen las urgencias sicológicas de su jefe, y saben que sí es posible la salvación personal, y hasta la participación de muchos de ellos en una Cuba totalmente distinta, siempre que la transición sea pacífica y como resultado de un pacto político cuidadosamente elaborado.

Porque cuando Castro les propone a los cubanos hundirse en el mar antes que abandonar el comunismo, no sólo está amenazando a sus adversarios políticos, sino también a sus partidarios. ¿Acaso se han hundido en el mar los comunistas húngaros, checos, alemanes o polacos? ¿Han sido expulsados de las casas que habitan o privados del derecho a trabajar? Es cierto que han perdido el poder, pero eso es lo que normalmente ocurre en las sociedades libres cuando se fracasa en la gestión de gobierno. Al fin y a! cabo, esos comunistas —como acaba de suceder en Alemania del Este— han tenido y tienen la oportunidad de organizarse en otras formaciones, modificar sus puntos de vista, reagruparse y esperar a que el curso de la historia les depare un mejor destino. El fin de los gobiernos comunistas no significa necesariamente el aniquilamiento de los comunistas como personas o su colocación en una situación de indignidad. Sencillamente, como se ha comprobado, hay vida política más allá de la muerte del comunismo. Hay vida personal y vida colectiva. Sólo que Castro, en Cuba, está haciendo todo lo posible por bloquear esa oportunidad de reciclaje que le ofrece la democracia a todo aquél que favorezca limpiamente la transición y no se resista a los inevitables cambios que están llamando a la puerta.

Por egoísmo, por vanidad, por esa ciega terquedad con que suele confundir con la defensa de lo que cree son sus principios, Castro está destruyendo las vidas de sus partidarios. Está afectando sus intereses y los intereses de sus familias. Está destrozando el futuro de los hijos de los dirigentes y de los cuadros que él mismo contribuyó a formar.

Sin embargo, el asunto es más complejo aún de lo que parece, porque, a los ojos de sus partidarios, Castro es, efectivamente, el gran obstáculo para la transición hacia la inevitable democracia, pero —simultáneamente—, como me confiaba, desesperado, un altísimo miembro del gobierno, es la única persona en quien confiarían para encabezar un movimiento en esa dirección.

Es un cuadro realmente patético. Prácticamente toda la nomenclatura cubana está aterrada y deseando fervientemente el inicio de los cambios en la isla, pero como se trata de un aparato de gobierno que renunció hace muchas décadas a la facultad de pensar con independencia y criterios propios, delegando en Castro esas funciones primordiales hasta extremos verdaderamente penosos, sus miembros hoy no se atreven a alzar la voz colegiadamente, y se limitan a ansiar ardientemente, pero en silencio, que la misma persona que amenaza con hundirlos para siempre, se decida de una vez a ponerlos a salvo de la catástrofe.

El fin del castrismo

Como es fácil de entender, este tipo de esquizofrenia ideológica conduce irremisiblemente al abandono del líder. En Cuba ya no hay razón ni imperativo moral capaz de sostener la lealtad a Castro. En última instancia, ¿a qué Castro hay que serle fiel y leal? ¿Al que prometió el súbito desarrollo del país? ¿Al que aseguró que del brazo armado del comunismo a Cuba le esperaba un fulgurante destino? ¿Al que predijo el inminente colapso de Occidente y el triunfo de las revoluciones armadas en el Tercer Mundo? ¿Al que ahora se obstina en mantener vigente un sistema que ha fracasado en todas partes?

Hay demasiados bandazos y derrotas en la vida política de Castro para que sus seguidores, al cabo, no puedan romper con ese extraño y atávico lazo que hoy todavía los mantiene unidos al Caudillo.

Sin embargo, sería poco constructivo ponernos a especular en torno a posibles desenlaces sobre los que no tenemos ningún tipo de influencia. Es posible que mañana se subleve una guarnición en Oriente o en Matanzas, pero en el exterior carecemos de recursos y contactos para contribuir a que se produzca ese hecho.

Exactamente lo mismo podemos decir de los golpes de estado, los intentos de magnicidio o las revueltas populares. Todo eso está ahí, puede ocurrir, es probable que ocurra, ha sucedido en otras partes en circunstancias similares, incluso ha sucedido en Cuba en el pasado, pero nosotros carecemos de la capacidad necesaria para inducir esos hechos o para influir decisivamente en ellos desde el exterior de Cuba.

Eso no quiere decir, no obstante, que debemos cruzarnos de brazos y esperar pacientemente a que ciertos sucesos incontrolables se produzcan por la propia naturaleza de las cosas. Nosotros sí tenemos una importantísima tarea que realizar: diseñar y defender en todos los foros que se nos brinden una salida electoral que dé al traste con la tiranía de Castro, pero dentro de un estado de derecho y con absolutas garantías para todos los participantes.

Nosotros, desde afuera, podemos y debemos proponerles a los cubanos una solución a la checa, a la alemana, a la húngara, a la nicaragüense. Y tenemos, además, la fuerza moral para pedirle al mundo entero, a Occidente y a los países que un día fueron comunistas, que interrumpan todo trato comercial de favor hacia el régimen de Castro mientras no someta a su gobierno al escrutinio de unas elecciones verdaderamente libres y sin medidas intimidatorias.

Hay que hacerle al gobierno estalinista de La Habana exactamente igual que lo que se le hizo al de Pretoria, hasta obligarlo a poner fin a su apartheid ideológico. Adviértase que no estoy proponiendo que se le cierren todas las puertas. Lo que defiendo es que sólo se le franquee la que conduce a la libertad y al ejercicio de la soberanía popular. Lo que reclamamos es que los gobiernos y los pueblos dei mundo libre, especialmente los de América Latina, y los que ahora están descubriendo la democracia, se nieguen de plano a subsidiar una dictadura empecinada y cruel, enemiga de los principios que les dan sentido a nuestros valores en Occidente.

¿Se pueden negar a esta petición los países de América Latina? ¿Se puede negar España a darle la mano a un pueblo de su estirpe que quiere ser libre? ¿Puede la Europa que hoy ensaya una casa común fraguada para la libertad darle la espalda a los cubanos? ¿No será posible darle vida a un movimiento internacional que reclame de Castro algo tan justo y comprensible como que deje hablar a los cubanos en unos comicios libres para que revelen cuáles son sus preferencias políticas? ¿Cómo va a resistir Castro la poderosa voz de la comunidad internacional si conseguimos pedir a coro y con toda nuestra energía que deje de comportarse como un autócrata y le devuelva a los cubanos el derecho que tienen a darse el gobierno y el sistema que libremente desean? Cada vez son más los líderes e instituciones que están solicitando con toda energía ese cambio fundamental. Hace dos años, más de un centenar de intelectuales, entre los que se incluía a una docena de premios Nobel, pidieron un plebiscito en Cuba. Esta petición se repitió, con más adhesiones, en diciembre pasado. A principios de marzo, en Lima , Mario Vargas Llosa, al frente de un Encuentro Mundial por la Libertad, que congregaba a decenas de intelectuales de reconocido prestigio en Occidente, pidió con toda energía que se convocara en Cuba a unas elecciones libres. A los pocos días, cinco ex presidentes de la muy democrática Costa Rica se dirigieron a Castro en una carta respetuosa, pero firme, solicitando lo mismo. Esa carta, por cierto, coincidió con una censura al castrismo y una petición de elecciones en la isla originadas por el senador Carlos Raúl Hernández, en un Parlamento venezolano cansado tras varias décadas de atropellos castristas a la democracia y a la libertad. No hay duda: es el momento de articular todos esos esfuerzos en una gestión internacional conjunta, franca, visible, que obligue a Castro a obedecer el mandato del pueblo cubano.

El modo de hacerlo

¿Es esto posible? ¿Cómo vamos a conseguirlo si Castro, hace pocos días, juraba que la revolución no va a hacer una sola concesión? Creo que esta vez tampoco debemos creerlo. ¿No va a hacer concesiones si tiene que reducir la pobre dieta de los cubanos a la mitad? ¿No las va a hacer si la industria se desploma por falta de combustible? ¿No las va a hacer sí no puede mover sus tanques y aviones por falta de piezas? ¿No las va a hacer si deja de fluir el poco turismo que todavía se aventura a visitar la isla? ¿No las va a hacer si su ejército, y los hijos y padres de sus soldados comienzan a pasar hambre por su ciega terquedad? ¿No las va a hacer cuando los muchachos, los estudiantes de siempre, salgan a las calles a protestar? ¿No las va a hacer cuando tenga que alimentar, otra vez, 200.000 presos políticos y no pueda acallar las protestas?

Yo creo que si las va a hacer. Castro tiene que entrar por el aro electoral, como todos los dictadores comunistas, porque esa fórmula, en definitiva, es la única que minimiza los costes de un fenómeno absolutamente inevitable. Es cierto que un proceso electoral sería para él un camino seguro de perder el poder, pero cuando se carece totalmente de legitimidad política y de recursos para seguir gobernando, realmente no se pierde el poder, sino se pierde una entelequia que sólo posee cierta carga simbólica. Castro —Insisto— ya ha perdido el poder, ese poder real de influir sobre el destino de los cubanos, aunque ta inercia y el miedo todavía lo mantengan situado en la casa de gobierno.