En una ocasión –faltaba menos de un año para su muerte, como recuerda la escritora americana Cynthia Ozick en su libro de ensayos Metáfora y memoria–, Henry James se sintió profundamente herido por una dura acusación de H. G. Wells: «Es un leviatán que recoge piedritas». Wells lo acusaba de que en sus novelas «nadie tenía opiniones políticas definidas, ni religiosas, ni partidismos claros, ni siquiera lujuria o caprichos». James, evidentemente, siguiendo el credo que iluminó tanto su literatura como su magnífico ensayismo literario (según Borges, era sobre todo un autor que escribió «para la morosa delectación del análisis») manifestó que «lo que hace la vida interesante, lo que la hace importante, es el arte». «No conozco –dijo– sustituto de ninguna clase para la fuerza y belleza de sus procesos».
Mario Colleoni: Contra Florencia. La Línea del Horizonte Ediciones, 2019
Si aplicamos esa «fuerza y belleza» de la que hablaba James al campo del ensayo, ese tipo de ensayo literario o artístico que conecta con toda una cultura, la de un pasado revivido en carne viva y la de un presente que a la vez anuncia sin cesar aquello que no dejará de darse en ningún momento la mano en el futuro para seguir uniendo y conectando en espléndidas cadenas y progresiones nunca acabadas, nos podemos encontrar hoy con felices hallazgos inesperados. Hallazgos tan estupendos, y poco habituales, como es el caso del ensayo Contra Florencia del joven y brillantísimo escritor e historiador del arte español Mario Colleoni. Un ensayo fascinante sobre la inmensidad inaprensible del legado cultural de Florencia, «la Nueva Atenas de Europa», como fue llamada, que aúna la pasión y la erudición, el entusiasmo y profundo conocimiento por los temas tratados junto a una agudeza en las observaciones y una originalidad de imágenes y perspectivas realmente deslumbrantes. Aunque también se podría citar la pasión y culto por las imágenes ensalzada en Mon coeur mis à nu por Baudelaire cuando decía: «Glorificar el culto de las imágenes: mi grande, mi única, mi primitiva pasión». La riqueza y finura estilística de Colleoni junto a esa capacidad continua y sin descanso de producir insólitas conexiones y analogías lo hacen heredero de los mejores ensayistas actuales europeos, ya sean los italianos Roberto Calasso y Claudio Magris o de poco rutinarios historiadores del arte como el francés también de nuestros días Georges Didi-Huberman.
La riqueza y finura estilística de Colleoni junto a esa capacidad continua y sin descanso de producir insólitas conexiones y analogías lo hacen heredero de los mejores ensayistas actuales europeos
Como sucedía con el poeta polaco Zbigniew Herbert en su magnífica obra en prosa Un bárbaro en el jardín, donde reunía arte, literatura e historia europea junto a maravillosos y epifánicos paseos por ciudades, museos, catedrales, cuevas prehistóricas así como por patrimonio libresco y cultural de muy amplio espectro y riqueza, Colleoni, igualmente, logra infiltrarse y convivir gozosamente con obras de arte, huellas, esplendor, caos y crueldad de todo tipo en el legado cultural de una ciudad, Florencia, que es la más secreta y huidiza de las grandes glorias que alberga nuestro continente. Rilke que, como aclara Colleoni, no era «un viajero cualquiera», supo ver esa resistencia, esa «hostilidad» ante los intentos de ser desvelada por completo. Ese contraste continuo «con la desbordante explosión veneciana»: «Florencia –dijo Rilke– no se deja entender y desentrañar como Venecia, al menos al viajero que solo está de paso».
Colleoni es y ha sido el mejor espía de esa «fuerza y belleza» de la que hablábamos al principio, el que mejor ha puesto la vista, el oído, la imaginación, la tenacidad y pericia a seguir caminando, percibiendo y reinterpretando los pasos superpuestos a otros pasos, los ojos a otros ojos, la sensibilidad a otra sensibilidad.
Colleoni ha captado perfectamente ese rumor, siempre en estado vivo, estremecido y atravesado por mil imágenes, personajes e ideas sin cesar superpuestas, como un gigantesco palimpsesto que habla en cada rincón de la historia de una ciudad
Si el gran poeta ruso Mandelstam, en uno de sus más bellos libros en prosa, El rumor del tiempo, habló de ese don de los poetas y artistas de «espiar» «no deseo en absoluto hablar de mí, sino espiar el siglo, el ruido y la germinación del tiempo» ese rumor, siempre en estado vivo, estremecido y atravesado por mil imágenes, personajes e ideas sin cesar superpuestas, como un gigantesco palimpsesto que habla en cada rincón de la historia de una ciudad, ese rumor incesante lo ha captado perfectamente Colleoni.
Y lo ha captado en brillantísimos capítulos dedicados a «una esfinge que vuelve a casa» (o cómo la Gioconda durmió en las dependencias de los Uffizi «por primera vez en cuatrocientos años»); a la «irrupción sísmica» del Quattrocento (deteniéndose microscópica y detalladamente en los cenacoli de Andrea del Sarto, Ghirlandaio, Perugino o Andrea del Castagno, en las tres madonnas de los Uffizi de Duccio, Cimabue y Giotto, o en el crucial viaje y encuentro de Donatello y Brunelleschi, «dos ventrículos sobre los que después bombearía el corazón del Renacimiento», con la competición posterior y genial por las puertas del Baptisterio); a dos grandes figuras del Risorgimento italiano, Manzoni y Leopardi, congeladas por el milagroso azar de un visionario, Giampietro Vieusseux, en su revolucionario y único Gabinetto Vieusseux, «uno de los primeros centros culturales del mundo»; a la fecundidad espléndida de las vanguardias en esa ciudad; a visitantes de lujo como la británica Vernon Lee, o Violet Paget, «dama de la tinieblas», evocada en «su facilidad para el vituperio y su libertad de juicio»; a la Via Cavour, «punto cardinal de la historia de Florencia, que reunió política, arte y religión» o, lo que es lo mismo, encarnación pura «del sentido del poder, el prestigio y el esplendor de una era excepcional como el Quattrocento italiano», y una familia, los Medici, que dieron forma al «Estado como forma del arte» (el historiador del arte Jacob Burckhardt decía que la máxima expresión de la sociedad política italiana había sido «el Estado como obra de arte») y si no, por fin, a un eje insustituible o «núcleo fundacional» que alumbra y atraviesa por completo el «espíritu» de este libro: su admirado escritor y voz profética insustituible a lo largo de las épocas, una voz que no dejaba de hablarle al futuro, el gran Giovanni Papini, el más futurista de todos los futuristas, fuera de toda norma («su ironía eufórica, el gusto desmedido por la provocación, su hiperbólica explosión de rabia, la satisfacción que le producía cada reacción del público», dirá Colleoni).
Papini, iracundo fustigador, de huracanado verbo, cargó en un duro discurso titulado Contra Florencia, «no solo dialécticamente contra sus compatriotas florentinos –como nos aclara Colleoni– sino que se revuelve airadamente contra toda forma de complacencia, ya sea esta histórica, artística, literaria o política».
Era la misma época en que apareció su obra maestra Un hombre acabado, autobiografía escrita con tan solo treinta y dos años. A comienzos de siglo Papini ya empezó a advertir contra esa lacra y función parasitaria de muchas ciudades que acogían a millones de turistas al año: «Florencia soporta la vergüenza de ser una de esa ciudades que, junto con Roma y Venecia, no viven del trabajo independiente de sus ciudadanos, sino gracias al disfrute indecente y avaricioso del genio y de la curiosidad de los extranjeros […] Estáis continuamente ocupados en este innoble ejercicio: sacar los cuartos del bolsillo de los extranjeros haciéndoles ver los cadáveres de vuestros célebres difuntos».
Como muy bien nos recuerda Colleoni en el último capítulo de su libro, no solo poetas y literatos en general son llamados a cantar y ensalzar la belleza y la inmanencia del mundo que fue y el mundo en el que vivimos. Citando a Hölderlin, afirma Colleoni: «Si Hölderlin creía que los escritores y los poetas fundan todo lo que perdura en el mundo, cabría incluir a los historiadores y a los cronistas, pues nosotros somos los encargados de recordar al mundo todo aquello que permanece, todo aquello que ha permanecido. Esta inmanencia ha sido siempre nuestro primer centro de gravedad».